Thursday, January 29, 2015

UN EX RELATO (relato)

UN EX RELATO[1]
Alejandro Molina Carreño



Siempre quise ser escritor, pero nunca había tenido muy claro acerca de qué quería escribir. Por fin un día, leyendo a Raymond Carver, tuve una idea.
En uno de sus relatos, Carver habla de un encuentro con su ex mujer. Carver suele echarle las culpas del fracaso matrimonial a sus alter egos, aunque también tacha a sus ex de conformistas, aburridas o cualquier otro adjetivo despectivo que tenga que ver, en mayor o menor medida, con la monotonía y la decepción que ocasionan la confianza. A menudo confundo a Carver con los protagonistas de sus historias. Es algo que suele pasarme con este tipo de escritores: veo su literatura demasiado autobiográfica, soy incapaz de desligar al autor de las historias. No tengo muy claro si estos autores lo desean. En realidad creo que les gusta verse a sí mismos como los personajes que escriben. Algunos incluso son esos mismos personajes al cien por cien. Yo también quería ser uno de aquellos personajes. Entonces lo pensé: «debería quedar con alguna ex novia; eso seguro que me da para escribir algo de una maldita vez». Y sin pensarlo dos veces, me subí al primer autocar que salía para Madrid. Así de sencillo.
Durante el trayecto ordené mis ideas. Necesitaba una excusa para el viaje. No podía presentarme sin más en Madrid. Carver siempre tenía motivos, por absurdos que pareciesen. «Como no soy escritor —pensaba, mirando por la ventanilla—,  al menos de cara al público, no puedo excusarme con un viaje de esos que tanto anhelo, como la presentación de mi último libro. Espera. ¿Por qué no iba a poder hacerlo? Eso la impresionaría, desde luego. Pero no debo impresionarla. Según los relatos, debo visitarla para ver cómo le va, mostrarme algo ausente, incluso indiferente, y dejar que las antiguas rencillas salgan a flote por sí solas. Acabaremos echándonos cosas en cara o demostrándonos el uno al otro lo malas personas que somos, aunque esbocemos cada dos o tres párrafos una leve sonrisa por algún que otro buen recuerdo. A ella seguramente le vaya mejor que a mí, o más o menos igual. Las ex de Carver no sufren más que él. Debo sufrir, que no se me olvide. Ser una especie de romántica alma perdida, un calavera con clase, pero calavera al fin y al cabo. Después de eso, tras elaborar el boceto de la argumentación, debo despedirme, fijarme en algún detalle absurdo que en realidad signifique mucho más de lo que parece y dar por terminada la visita. Luego, tomar otro autocar y escribir todo eso. Aunque podría quedarme en Madrid un par de días, ya que voy. Allí siempre hay algo que hacer, no como en Granada. Hay más museos, y más importantes; hay más conciertos, y de grupos de mayor relevancia; hay más librerías, y con mejores libros; hay incluso cines donde ponen las películas en versión original, y hay, por supuesto, más bares y más clases de borrachos».
El autobús llegó a la estación sur. Entré en el metro y me dirigí a casa de mi ex. En los relatos las ex siempre están en casa. Ella vivía en Meléndez Valdés. Eso estaba al lado de la calle Princesa.
De camino allí recordé a Lucía, que así se llamaba. Imaginé que aunque ahora no estuviese conmigo se seguiría llamando igual. El segundo año de nuestra relación se fue a Madrid para estudiar periodismo. Me dio tiempo a visitarla una sola vez. Luego me dejó por uno de esos tipos con barba y gafas de pasta que hablan de películas que nadie conoce con tanta propiedad que parece que le hayan estado sujetando la cámara al director. Hacía aproximadamente un año y medio que no sabía nada de ella. Si no recordaba mal, no hubo grandes rencores.
Era el quinto H. Toqué al portero. Carver suele omitir este tipo de detalles. Me abrió la puerta el tipo de las gafas de pasta. Eso no pasaba en los relatos de Carver. Estaba más gordo de lo que recordaba. Pensé que cómo era Lucía capaz de estar con alguien así, es decir, gordo e imbécil a primera vista. Él me dijo: «¿sí?», y yo le contesté que era un amigo de Lucía. Por fortuna, no me reconoció. Me dijo: «ha ido al chino a por unos helados». A ella le encantaban los helados. Una vez me pidió que bajara a comprarle uno y me negué. Estaba viendo una película. No creo que me dejase por eso, pero sin duda hacía puntos con negativas como esa. Al parecer no le molestaba que el gordo no fuera a por los helados. «¿Puedo esperarla aquí?», le pregunté ante la parsimonia de la que hacía gala el muy retrasado. «Pues…», el gordo tardó en responder. Yo estaba desconcertado. El relato no marchaba. Se suponía que Lucía debía verme, esbozar una maquiavélica sonrisa y decirme algo ingenioso, como: «ya me había olvidado de tu careto»; en lugar de eso, un gordo me decía que mi ex estaba comprando unos helados.
Me hice de rogar, le di datos de confianza y finalmente me dejó pasar. Si hubiese sido un relato de Daranlejo Minola en lugar de uno de Carver, yo habría sido un asesino, le habría tomado el pelo convenciéndole con esa excusa del viejo amigo y lo habría destripado. O habría sido quien soy, sólo que extremadamente celoso, y lo habría destripado igualmente.
El salón estaba decorado con posters de películas antiguas y alguna que otra lámina de Alphonse Mucha. Eso era cosa de Lucía.
Nos sentamos cada uno en un sillón. El gordo ni se presentó. «¿Quieres tomarte algo?», me preguntó. Intenté hacer de la situación la escena del relato en el que el protagonista coincide con el tipo que está casado con su ex mujer. No la recordaba muy bien, ni si quiera recordaba haber leído una así, de modo que me empleé a fondo e improvisé como pude:
Whisky —dije—. Sin hielo, por favor.
Eh… No tenemos whisky —contestó el gordo—. Si quieres una Coca-Cola…
Está bien.
¿Cuándo iban a empezar a salir las cosas como Carver mandaba? Cuando trajo la Coca-Cola y ocupó de nuevo su asiento, intenté desarrollar la escena otra vez. Primero me encendí un cigarrillo. A continuación, centré mi atención en un reloj con forma de gato y medité acerca de lo que sus manecillas me decían: «son las cinco de la tarde. Las manecillas avanzan despacio. No, no avanzan despacio, avanzan a la velocidad del segundo. No sé si van rápido o deprisa. Se mueven al ritmo que hemos establecido que se muevan, creo. Es decir, ¿a qué velocidad va la manecilla de los segundos?».
Cuando me aburrí de divagar, traté de entablar una conversación con el gordo, una de esas deprimentes e impersonales. Le di un sorbo a la Coca-Cola, miré uno de los posters de la pared y disparé:
Metrópolis —leí en voz alta—. ¿Es buena esa peli?
Uf, increíble —dijo él, abriendo mucho los ojos—. Una estética sorprendente con reminiscencias de H.G. Wells que representa, con una originalidad sin precedentes, la lucha de clases. Todo ello, claro está, bajo los paradigmáticos pilares del expresionismo alemán.
Me quedé callado un minuto, más o menos.
Yo el otro día vi Viernes 13 —dije al fin—. La siete, creo. Viernes 13, parte siete. Es cojonuda.
No la he visto.
Sonó como si quisiera dejar bien claro, y lo antes posible, que ni la había visto, ni la vería jamás. A mí me había gustado. El malo de la peli, el de la careta de hockey, le arrancaba la cabeza de un puñetazo a un pardillo, y luego la cabeza rodaba hasta un contendor. ¡De un puñetazo! Estaba bien la peli.
De repente, se escucharon unas llaves y la puerta principal se abrió. Lucía apareció en el salón. Una nueva decepción: no dijo nada ingenioso, a no ser que Carver considerara «anda, coño», una muestra de ingenio.
Carver no describe a sus ex. Al menos no describió a la del relato que estaba leyendo cuando tomé la decisión de ir a Madrid. Los norteamericanos no dicen de una mujer mucho más que el color del cabello y el tamaño de su culo. Lucía seguía siendo morena y su culo seguía quitándote el sueño. Dejó los helados en el congelador y le dijo al gordo que éramos viejos amigos.
—Iremos a tomar algo aquí abajo para ponernos al día —le dijo antes de darle un beso de esos rápidos.
Me lo preguntó en el ascensor: «¿qué estás haciendo aquí?». Había imaginado que ella sabría qué hacía yo allí, igual que en los relatos. Ella sabría de sobra que yo era un egoísta hijo de puta y todo lo demás sería enfocado a través de ese inhumano cristal. No obstante, me había dado una oportunidad inigualable. Cuando salía con ella también quería ser escritor, así que me marqué el farol: «he venido a cerrar un contrato con un editor». Pero no me hizo mucho caso. Me miró con cierta sorpresa y me abrió la puerta del edificio para que saliera.
Tardamos un par de minutos en llegar a una cafetería en la que, según ella, «hacen un frapuccino increíble».
Bueno, cuéntame… ¿cómo estás? —me preguntó cuando nos sentamos.
Aquello pintaba mal. Lucía parecía muy tranquila, cómoda incluso. Una tonta conversación cordial sobre nosotros mismos no iba a llevarme a ninguna parte, de modo que procuré sacar material para escribir. Me ceñí a mi papel, al papel que podría haber dibujado el escritor norteamericano.
Sobrevivo —contesté—. Espero que con el libro mejoren las cosas.
Había pedido un whisky, para sorpresa de Lucía. A mí también me gustaba el frapuccino, pero el guión era el guión. Las seis de la tarde no es hora para beber algo que nunca bebes. No obstante, para hacer esto bien hay que beber a deshoras.
Entonces, ¿es verdad? ¿Van a publicarte al fin?
Sí, bueno, pero eso es lo de menos. Me acorde de ti en el aeropuerto. Ya que estaba aquí…
¿Has venido desde Granada en avión?
La excusa se me estaba yendo de las manos. El resto de escritores no tenían nada que ver en esto. Debía retomar el método Carver. Le solté una buena línea tangente:
—No sé muy bien por qué he tocado a tu puerta. Quería saber si todo iba bien, supongo —di un largo trago al whisky—. A veces olvido que sigo recordándote.
—Tenías que haberme llamado antes de venir —dijo ella—. No esperaba verte. Quizá hubiese, no sé, preparado algo.
Se notaba que ella no leía a Carver. «Las citas entre tú y yo se terminaron —pensé—; prefiero que las cosas sean así ahora».
Las citas entre tú y yo son agua pasada —le dije—. Ahora prefiero la casualidad.
—Bueno… ¿Y qué vas a publicar, si es que puede saberse? 
Una novela corta.
¡Qué bien! Así que por fin encontraste algo sobre lo que escribir.
Sí, podría decirse así...
Me alegro mucho. Es decir, es extraño volver a verte así, de improviso y todo eso. Y más aún teniendo en cuenta que no hemos sabido el uno del otro en, cuánto, ¿año y medio? —los dos habíamos llevado muy bien la cuenta—. Pero me alegro mucho, de verdad. Sé cuánto necesitabas algo así. ¿Ves como siendo positivos siempre conseguimos nuestros sueños?
Lucía era muy optimista. No era un optimismo exacerbado, ni hipócrita ni inconsecuente. Era una persona optimista y punto. Y eso me permitía idear un perfil excéntrico que justificase, en cierto modo, nuestra ruptura como un pulso entre dos personalidades dispares, entre mi aséptico racionalismo y las tontas elucubraciones feéricas de mi ex. Comencé a imaginar ficticias aficiones para Lucía, actividades relacionadas con el positivismo, el magnetismo, el esoterismo… La parte de Carver que más se asemeja a Woody Allen suele hablar de cosas así. Imaginé la época en la que a Lucía le dio por leer libros de quiromancia, la imaginé hablándome de los signos planetarios de la palma de la mano, de la línea de la vida y del ángulo del melómano, formado por la línea exterior de unión del pulgar con el monte de Venus. Aquellas cosas me mataban.
¿Sigues leyéndole la mano a la gente? —le pregunté.
¿Qué? —preguntó ella, totalmente desconcertada, a modo de respuesta.
Ya sabes, el monte de Mercurio y todo eso.
¿De qué estás hablando?
Olvídalo.
Me encendí un cigarrillo y di otro trago al whisky. Ella me asaltó, estaba como entusiasmada.
—Pero bueno, cuéntame más cosas. ¿De qué va la novela?
¿Por qué no me odiaba? ¿Por qué no me echaba nada en cara? ¿Por qué no recordábamos fugaces alegrías pasadas? De ahí no podía sacarse nada. Yo no había ido a Madrid para hablar con ella en términos cariñosos o compasivos. Tenía que reaccionar, encontrar el relato.
¿Cuánto tiempo llevas con el gordo ese? —le espeté. No sé si esto era típico o no de Carver, pero necesitaba agarrarme a algo. Por fin obtuve una mirada hostil de su parte.
—¿Qué has dicho? — me preguntó, visiblemente molesta.
—El gordo ese feo que me ha abierto la puerta es tu novio, ¿no?
Eres un imbécil.
«¡Por fin!». Yo no dije nada. Me limité a disfrutar de la ira que comenzaba a emerger de su rostro.
—¿Me has oído, imbécil? —continuó; yo no cabía en mí de gozo—. ¿Vas a quedarte ahí callado mirándome con esa cara de gilipollas que tienes?
«Sí, sí, sí —pensaba yo—. Sigue, por favor, sigue».
—Desde luego, no cambiarás nunca. Menudo hombretón. Te ríes de mi novio y te quedas callado como una puta. ¿Por qué no subes a casa a decírselo a la cara?
—Sólo he preguntado que cuánto llevas con ese gordo.
—Podrías haberme preguntado eso mismo por teléfono, ¿no crees? —Lucía se puso roja de rabia—. Estás enfermo. Siempre lo has estado. Por eso te dejé, porque eres un paranoico y un gilipollas. ¿Cuánto llevo con ese gordo? Quiero casarme con ese gordo, para que lo sepas. Él nunca me preguntaría cuánto tiempo estuve con este maricón. Él respeta a la gente, no la analiza de arriba abajo y saca conclusiones que cree dignas de Freud. Freud era otro gilipollas, como tú. Que os follen a los dos. Y pensar que creía que habías cambiado, que realmente te interesabas por cómo me iba…. No sabes cuánto me alegro de haberte dejado. Espero que tu novela sea un auténtico fracaso, engreído de mierda.
Ni que decir tiene que me sentía tan bien que estaba dispuesto incluso a llamarla puta o algo parecido si eso hacía que montase un espectáculo aún mayor. Era carne de cañón para un relato. Sin embargo, se levantó antes de que nada de eso ocurriese y se largó de allí después de dejar un billete sobre la mesa. Había dinero de sobra para pagar la cuenta. Era una señal para que no volviese a intentar contactar con ella, sin duda.
Pagué, y con lo que sobró me compré un paquete de tabaco. Cuando salí a la calle respiré el aire contaminado de la ciudad. No era mucho, pero con aquello había material como para empezar a escribir algo.
Recordé que Carver terminaba los relatos con cosas como: «miré a un lado y a otro de la carretera y crucé la calle». Yo esperé en un paso de peatones a que el semáforo mostrase al muñequito de color verde. Tuve la impresión de que tardaba mucho en cambiar de color.


[1] Relato perteneciente al libro de relatos cortos "La parte del ángel", Alejandro Molina Carreño.

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