Monday, January 26, 2015

El arte es el espejo del alma

EL ARTE ES EL ESPEJO DEL ALMA
Alejandro Molina Carreño


En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo.
Marcel Proust.

Sólo hay arte por y para los demás.
J. P. Sartre.


Hace unos días, leyendo Miau, de Benito Pérez Galdós, tuve que pararme ante un párrafo y releerlo un par de veces. Me pareció exquisito, sublime, uno de esos fragmentos que parecen contener la esencia de una verdad que nos exige detener la lectura, cerrar el libro —sin olvidar atrancarlo con nuestro dedo índice en la página por la que íbamos— y reflexionar sobre lo leído. Recordé entonces la gran cantidad de veces que me había sucedido eso mismo con distintos libros, y también medité al respecto. Pensé que, cada vez que nos quedamos de piedra, mudos ante un cuadro, un pasaje literario, unos versos, una escultura, una edificación o cualquier otra manifestación artística, accedemos a una porción del alma humana que está atrapada en dicha obra, latente, a la espera de que el lector-espectador se haga con ella y la absorba. Es algo comparable al momento en que miramos a los ojos a un recién nacido, pues no en vano se ha dicho siempre que son los ojos el espejo —o el reflejo o la ventana— del alma. Recuerdo aún los versos de Whitman:

Bueyes que agitáis el yugo y la cadena o estáis inmóviles bajo la sombra de las hojas, ¿Qué expresan vuestros ojos?
Expresan más que todos los libros que he leído en mi vida[1].

Se trata, sin duda, de un sobrecogimiento análogo a aquel que el aprehensivo de Stendhal bautizó con su nombre, ese momento en el que miramos a los ojos a un niño —o al buey—, y en el que no estamos sino contemplando, cara a cara, lo que realmente somos. Siendo los efectos tan similares —mutismo, reflexión, introspección, etc…—, considero, pues, que el arte es igualmente ese espejo del alma a través del cual podemos explorar, conocer y aprehender una parte muy importante de la auténtica naturaleza, tanto del espíritu humano, como de la inefable —mas no por ello inabordable— realidad a la que pertenece.
Decía Picasso: «la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando». Esta famosa cita del pintor malagueño es el punto de partida perfecto para esta reflexión, ya que conjuga los dos ejes principales de toda obra artística: la inspiración y el trabajo.
Comencemos por la inspiración. Literalmente significa: recibir el aliento. Como todos sabemos, se trata de esa indescriptible sensación o experiencia arrebatadora, espontánea en su aparición (aunque pueda prolongarse en el tiempo) que lleva al artista a abordar, componer (parcial o totalmente) o terminar una obra de arte. Es mediante la inspiración como recibe el escritor las palabras adecuadas, el verso idóneo, la idea definitiva o cualquier otra de esas herramientas que permanecen inaccesibles, a priori, ante el mero hecho de solicitarlas, pluma en mano, delante del papel en blanco. Al admitir que la inspiración es algo que recibimos, estamos diciendo que procede de fuera de nosotros. Antiguamente consideraban que ese aliento que nos ayuda en nuestro trabajo artístico provenía de los dioses. Con el tiempo esa idea se fue haciendo figurativa, perdiendo su componente divino. Ante esta situación, Cicerón acuñó el término afflatus (soplo) para reivindicar su carácter primigenio, haciendo hincapié en la idea de soplo o aliento de los dioses. Hoy día, si preguntamos a los artistas, podemos encontrar quien esté del lado de Cicerón, y quien, como Proust o Samuel Beckett entre otros, defiendan que la obra de arte reside ya en nuestro interior, se encuentra en nosotros mismos, de manera que, en lugar de recibir la obra del exterior, lo que hacemos es excavar dentro de nosotros para sacarla a la luz, como si fuéramos una mina de la que extraer eso que ya se encargaron los siglos de sepultar en lo más profundo del alma, en sus más recónditos estratos. Sin embargo, esta última postura, de la que soy partidario, no resta un ápice de divinidad a la inspiración, no viene a decir, en absoluto, que no exista ese arrebato creativo, ese repentino eureka que contiene la clave de la obra, sino que cambia la procedencia del viento o soplo que tanto preocupaba a Cicerón. Es en nosotros donde reside la auténtica divinidad, pues somos la fuente primera y última, la musa y el demiurgo de toda obra.
Si aceptamos el punto de partida anterior, el trabajo al que hace referencia Picasso en su archiconocida frase no sería más que ese proceso de excavación constante, la persistencia, el arrojo, el ahínco y la constancia ante todo y sobre todo, como medio de hallar eso que tenemos dentro: la obra de arte. Cuanto más profundo se cave, cuanto más tiempo le dediquemos al pico y a la pala, más resultados obtendremos. En este sentido, me gusta entender la inspiración como ese candil que nos alumbra en la galería, bajo tierra, en las entrañas de nuestra alma, el barreno con el que extraer, en los momentos más difíciles, en esos momentos donde la obra se nos resiste, donde la roca se muestra más impenetrable, el preciado mineral que queremos sacar a la superficie.
Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿por qué cavamos? Como escritor que soy: ¿por qué escribo? Me gusta pensar que el arte es como una perla, que se forma cuando un cuerpo extraño entra en el interior del molusco, de manera que éste reacciona para cubrir ese cuerpo extraño con una mezcla de sustancias que termina conformando el nácar del que luego, a base de capas, estará formada la perla. El arte es la perla que formamos en nuestro interior cuando se introduce en nosotros una fuerte impresión, la invasión de una de esas verdades irremediables de la vida que se nos clavan como un puñal, que se nos graban con fuego. Proust señalaba, como tantos otros antes que él, que «no es la educación de los niños, es la de los poetas la que se hace a bofetadas»[2], y Nietzsche apuntaba que sólo en el más profundo dolor podía hallarse la verdad. La razón de que escribamos responde a la frase de Proust, y conduce a la de Nietzsche. Pero, ¿por qué la sacamos al exterior? ¿Cuál es la razón del ejercicio, la función de esa perla? Apollinaire, en un pequeño tratado acerca de los cubistas, señalaba que la función del artista es renovar la verdad; en nuestro caso particular, el de los escritores, Hermann Broch, según Milan Kundera, defendía que «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela»[3]. Si bien estas palabras están destinadas a justificar las grandes novelas de la historia de la literatura, los grandes hitos de la misma, indican, sin duda alguna, el ingrediente común de toda imperecedera obra de arte: esa luz que las caracteriza y que ciega, de puro resplandor, a quien las contempla. Sartre, con quien encabezamos esta reflexión, añade a esta última apreciación un matiz fundamental:

Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas […] Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo […] No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo […] Sólo hay arte por y para los demás[4].

El escritor no puede leer su obra como lo hará el lector, de modo que para que su labor artística sea completa debe pasar por los ojos de otro. Este es un pensamiento hermoso. Estamos excavando en nosotros mismos para ofrecer el oro hallado a todo aquel que esté dispuesto a tomarlo. Estamos regalando nuestra perla. Todo ejercicio literario —y por tanto artístico— es, en última instancia, un acto de comunicación, un ejercicio de empatía. De ahí la frase de Proust con la que abríamos la reflexión, extraída del siguiente fragmento:

En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo.

La literatura indaga en el alma, a la que accedemos con la lectura. Cuando, como me ocurrió con Miau, una página nos corta el habla, cuando contenemos la respiración ante un verso (ante un acorde, un cuadro o cualquier otra clase de obra de arte), lo que realmente hacemos es aguantar la respiración, pues estamos buceando en las aguas de la verdad, estamos contemplando al hombre mismo, a su alma. Cuando traemos a colación una cita, recitamos un verso, recordamos un refrán o apuntamos en una cuartilla un aforismo, estamos rescatando esa parte de nosotros —que es también de otro— que es indeleble, que permanece aferrada a nuestro espíritu y que no pudimos ver hasta que otro, el escritor en este caso, la sacó del suyo para enseñárnosla.  El arte es, sin duda, el espejo del alma.
Dios hizo la luz el primer día (la luz que llevamos dentro), pero no creó el Sol hasta el día cuarto. Ese Sol es la inspiración que nos guía en el trabajo, y aunque parezcan pocos los días que separan al primero del cuarto, es mucho lo que en ellos, mediante el trabajo, creamos.




[1] W. Whitman, Hojas de Hierba.
[2] M. Proust, El tiempo recobrado.
[3] M. Kundera, La desprestigiada herencia de Cervantes, conferencia leída en los Estados Unidos en 1983, recogida en la obra El arte de la novela.
[4] J. P. Sartre, Por qué escribir, Revista Latinoamericana de comunicación CHASQUI, septiembre nº 091.

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