EL ARTE ES EL ESPEJO DEL ALMA
Alejandro Molina Carreño
En realidad, cada
lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo.
Marcel
Proust.
Sólo hay arte por y para los demás.
J. P.
Sartre.
Hace unos días, leyendo Miau, de Benito Pérez Galdós, tuve que pararme
ante un párrafo y releerlo un par de veces. Me pareció exquisito, sublime, uno
de esos fragmentos que parecen contener la esencia de una verdad que nos exige
detener la lectura, cerrar el libro —sin olvidar atrancarlo con nuestro dedo índice en la página por la que íbamos—
y reflexionar sobre lo leído. Recordé entonces la gran cantidad de veces que me
había sucedido eso mismo con distintos libros, y también medité al respecto. Pensé
que, cada vez que nos quedamos de piedra,
mudos ante un cuadro, un pasaje
literario, unos versos, una escultura, una edificación o cualquier otra
manifestación artística, accedemos a una porción del alma humana que está atrapada
en dicha obra, latente, a la espera de que el lector-espectador se haga con
ella y la absorba. Es algo comparable al momento en que miramos a los ojos a un
recién nacido, pues no en vano se ha dicho siempre que son los ojos el espejo —o
el reflejo o la ventana— del alma. Recuerdo aún los versos de Whitman:
Bueyes
que agitáis el yugo y la cadena o estáis inmóviles bajo la sombra de las hojas,
¿Qué expresan vuestros ojos?
Se trata, sin
duda, de un sobrecogimiento análogo a aquel que el aprehensivo de Stendhal bautizó
con su nombre, ese momento en el que miramos a los ojos a un niño —o al buey—, y
en el que no estamos sino contemplando, cara a cara, lo que realmente somos. Siendo
los efectos tan similares —mutismo, reflexión, introspección, etc…—, considero,
pues, que el arte es igualmente ese espejo del alma a través del cual podemos
explorar, conocer y aprehender una parte muy importante de la auténtica naturaleza,
tanto del espíritu humano, como de la inefable —mas no por ello inabordable— realidad
a la que pertenece.
Decía Picasso: «la
inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando». Esta famosa cita
del pintor malagueño es el punto de partida perfecto para esta reflexión, ya
que conjuga los dos ejes principales de toda obra artística: la inspiración y
el trabajo.
Comencemos por
la inspiración. Literalmente significa: recibir
el aliento. Como todos sabemos, se trata de esa indescriptible sensación o
experiencia arrebatadora, espontánea en su aparición (aunque pueda prolongarse
en el tiempo) que lleva al artista a abordar, componer (parcial o totalmente) o
terminar una obra de arte. Es mediante la inspiración como recibe el escritor
las palabras adecuadas, el verso idóneo, la idea definitiva o cualquier otra de
esas herramientas que permanecen inaccesibles, a priori, ante el mero hecho de solicitarlas, pluma en mano,
delante del papel en blanco. Al admitir que la inspiración es algo que recibimos, estamos diciendo que procede
de fuera de nosotros. Antiguamente consideraban que ese aliento que nos ayuda en nuestro trabajo artístico provenía de los
dioses. Con el tiempo esa idea se fue haciendo figurativa, perdiendo su componente
divino. Ante esta situación, Cicerón acuñó el término afflatus (soplo) para reivindicar su carácter primigenio, haciendo
hincapié en la idea de soplo o aliento de los dioses. Hoy día, si preguntamos a
los artistas, podemos encontrar quien esté del lado de Cicerón, y quien, como Proust
o Samuel Beckett entre otros, defiendan que la obra de arte reside ya en
nuestro interior, se encuentra en nosotros mismos, de manera que, en lugar de
recibir la obra del exterior, lo que hacemos es excavar dentro de nosotros para
sacarla a la luz, como si fuéramos una mina de la que extraer eso que ya se
encargaron los siglos de sepultar en lo más profundo del alma, en sus más
recónditos estratos. Sin embargo, esta última postura, de la que soy partidario,
no resta un ápice de divinidad a la inspiración, no viene a decir, en absoluto,
que no exista ese arrebato creativo, ese repentino eureka que contiene la clave de la obra, sino que cambia la
procedencia del viento o soplo que tanto preocupaba a Cicerón. Es en nosotros
donde reside la auténtica divinidad, pues somos la fuente primera y última, la
musa y el demiurgo de toda obra.
Si aceptamos el
punto de partida anterior, el trabajo al que hace referencia Picasso en su
archiconocida frase no sería más que ese proceso de excavación constante, la
persistencia, el arrojo, el ahínco y la constancia ante todo y sobre todo, como
medio de hallar eso que tenemos dentro: la obra de arte. Cuanto más profundo se
cave, cuanto más tiempo le dediquemos al pico y a la pala, más resultados
obtendremos. En este sentido, me gusta entender la inspiración como ese candil
que nos alumbra en la galería, bajo tierra, en las entrañas de nuestra alma, el
barreno con el que extraer, en los momentos más difíciles, en esos momentos
donde la obra se nos resiste, donde la roca se muestra más impenetrable, el
preciado mineral que queremos sacar a la superficie.
Llegados a este
punto cabe preguntarse: ¿por qué cavamos? Como escritor que soy: ¿por qué
escribo? Me gusta pensar que el arte es como una perla, que se forma
cuando un cuerpo extraño entra en el interior del molusco, de manera que éste
reacciona para cubrir ese cuerpo extraño con una mezcla de sustancias que
termina conformando el nácar del que luego, a base de capas, estará formada la
perla. El arte es la perla que formamos en nuestro interior cuando se introduce
en nosotros una fuerte impresión, la invasión de una de esas verdades irremediables
de la vida que se nos clavan como un puñal, que se nos graban con fuego. Proust señalaba, como tantos otros antes que él,
que «no
es la educación de los niños, es la de los poetas la que se hace a bofetadas»[2], y
Nietzsche apuntaba que sólo en el más profundo dolor podía hallarse la verdad. La
razón de que escribamos responde a la frase de Proust, y conduce a la de
Nietzsche. Pero, ¿por qué la sacamos al exterior? ¿Cuál es la razón del
ejercicio, la función de esa perla? Apollinaire, en un pequeño tratado acerca de
los cubistas, señalaba que la función del artista es renovar la verdad; en
nuestro caso particular, el de los escritores, Hermann Broch, según Milan
Kundera, defendía que «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la
única razón de ser de una novela»[3]. Si
bien estas palabras están destinadas a justificar las grandes novelas de la
historia de la literatura, los grandes hitos de la misma, indican, sin duda
alguna, el ingrediente común de toda imperecedera obra de arte: esa luz que las
caracteriza y que ciega, de puro resplandor, a quien las contempla. Sartre, con
quien encabezamos esta reflexión, añade a esta última apreciación un matiz
fundamental:
Cuando las palabras
se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el
lector, pues las conoce antes de escribirlas […] Así, el escritor no hace más
que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es
decir, vuelve a encontrarse a sí mismo […] No es verdad, pues, que se escriba
para sí mismo […] Sólo hay arte por y para los demás[4].
El escritor no puede leer su obra como
lo hará el lector, de modo que para que su labor artística sea completa debe
pasar por los ojos de otro. Este es un pensamiento hermoso. Estamos excavando
en nosotros mismos para ofrecer el oro hallado a todo aquel que esté dispuesto
a tomarlo. Estamos regalando nuestra perla. Todo ejercicio literario —y por
tanto artístico— es, en última instancia, un acto de comunicación, un ejercicio
de empatía. De ahí la frase de Proust con la que abríamos la reflexión,
extraída del siguiente fragmento:
En
realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del
escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector
para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí
mismo.
La literatura indaga en el alma, a la
que accedemos con la lectura. Cuando, como me ocurrió con Miau, una página nos corta el habla, cuando contenemos la respiración
ante un verso (ante un acorde, un cuadro o cualquier otra clase de obra de arte),
lo que realmente hacemos es aguantar la respiración, pues estamos buceando en
las aguas de la verdad, estamos contemplando al hombre mismo, a su alma. Cuando
traemos a colación una cita, recitamos un verso, recordamos un refrán o
apuntamos en una cuartilla un aforismo, estamos rescatando esa parte de
nosotros —que es también de otro— que es indeleble, que permanece aferrada a
nuestro espíritu y que no pudimos ver hasta que otro, el escritor en este caso,
la sacó del suyo para enseñárnosla. El
arte es, sin duda, el espejo del alma.
Dios hizo la luz el primer día (la luz
que llevamos dentro), pero no creó el Sol hasta el día cuarto. Ese Sol es la
inspiración que nos guía en el trabajo, y aunque parezcan pocos los días que
separan al primero del cuarto, es mucho lo
que en ellos, mediante el trabajo, creamos.
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