Thursday, August 27, 2015

Pasteur, Lister, y el cine como relato histórico




UNA PEQUEÑA (¿Y SÉPTICA?) HISTORIA DE LA ASEPSIA
Pasteur, Lister, y el cine como relato histórico.

Alejandro Molina Carreño.


INTRODUCCIÓN


Desde la —relativamente reciente— pretendida consideración del cine como herramienta de historia, cuando no de narrativa directa de procesos históricos, un elevado porcentaje de académicos —esto es: el grupo de personas que constituyen el sector en el que, por norma general, delega la casta de menor consideración dentro del mismo gremio, disciplina científica o intelectual— se ha mostrado contrario a la misma, aduciendo lo que considero no dejan de ser apolilladas consideraciones rayanas con materias propias de siglos predecesores, como pueden ser: no ser un libro, falta de rigor, lo casquivano de las pretensiones inherentes a cuanto proviene de la gran industria, la ausencia de tradición, su potencial uso a modo de exégesis, o su irremediable naturaleza dramática, dado el medio que se utiliza respecto al tema que trata (y que presumimos de contenido histórico).
Afortunadamente, han sido también muchos los autores que se han encargado de defender, mediante una extensa bibliografía, la otra cara de la moneda: una visión sana y constructiva de la relación cine-historia, un punto de vista favorable a través del cual hacer posible la incursión del drama fílmico en las siempre agitadas aguas del relato histórico.
Sea cual fuere el enfoque que se le dé al debate, su punto de inflexión, en última instancia, será siempre el mismo: la objetividad del relato, es decir, lo pulcro de la descripción, la anatomía de su posicionamiento. Pero como bien sabemos, tampoco la palabra está exenta de proyección, y como dice Rosenstone (el abanderado de esta nueva disciplina o “historiofotia”, horroroso término acuñado por Hayden White):

Después de todo, la historia se escribe o se filma en el presente y la marca de lo contemporáneo está en todas ellas, tanto en las cuestiones que planteamos sobre el pasado, como en las respuestas que damos.

De esta manera, tanto la imagen como la palabra son susceptibles de sufrir la infección de la autoría o la contaminación del Zeitgeist. Entonces, ¿no sería maravilloso que existiese una herramienta capaz de aislar el relato por completo, haciendo de este modo las delicias de Ranke? ¿Cabe la posibilidad de llevar la asepsia a la historia? ¿Hay esperanza en que un relato fílmico sea capaz de ostentar tan ansiado título?
El motivo por el que he escogido la película “The Story of Louis Pasteur”, dirigida por William Dieterle en 1935, no es otro que el acercamiento que hace la misma a tan delicada cuestión como es el surgimiento de la asepsia y los métodos antisépticos a raíz del trabajo de Pasteur, lo que nos conduce a la siguiente cuestión: si llevamos a cabo la cirugía de un hecho histórico mediante el cine, si investigamos las figuras de los padres de la cirugía antiséptica a través de una película, ¿cuál es exactamente —en caso de haberlo— el causante de la putrefacción de dicha narración, aquello que, según los académicos, desacredita al cine de cara al abordaje de temas históricos? ¿Cómo podríamos combatirlo?
Siguiendo, pues, este paralelismo, así como el juego de palabras que propongo, pretendo hacer un ejercicio de reflexión: enfrentarnos, como Pasteur y Lister, al academicismo, a los posicionamientos contrarios a aceptar un nuevo modelo narrativo para la Historia, y tratar de esbozar las pautas necesarias para esterilizar cuanto sea posible tales narraciones, con el fin de que no mueran tras una brutal y séptica intervención crítica.


MARCO HISTÓRICO

—Apuntes biográficos: la cirugía antes y después de Lister—.


Mankind looks grateful now on Thee
For what Thou didst in Surgery.
And Death must often go amiss,
By smelling antiseptic Bliss[1].

Con estos versos elogiaba el químico alemán Friedrich Stromeyer la figura de Joseph Lister (1827-1912)[2], quien supuso toda una revolución en el mundo de la cirugía, pues, en palabras de Frederick Treves (también cirujano, conocido por su relación con El hombre elefante):

Él [Lister] deshizo la impenetrable nube que había permanecido durante siglos entre los grandes principios y una práctica exitosa; hizo posible un tratamiento que hasta ahora no había sido sino la visión de un soñador […] Con él llegó la promesa de un futuro; sin él estaba la desesperación de un pasado impotente.

Hay quien habla incluso de un antes de Cristo y después de Cristo en cirugía en clara referencia al periodo pre-asepsia y post-asepsia en lo que a cirugía se refiere (no estaría de más sustituir entonces Cristo por Lister en tan exaltada clasificación). Y es que las operaciones y las fases postoperatorias antes de la entrada de las medidas antisépticas por parte de Joseph Lister suponían un elevadísimo riesgo de muerte, dadas las condiciones en las que se llevaban a cabo. En palabras de James Y. Simpson (descubridor del cloroformo):

“un hombre yaciendo en la mesa de operaciones de uno de nuestros hospitales quirúrgicos se encuentra más expuesto al peligro de muerte que un soldado inglés en el campo de batalla de Waterloo”.

Antes de la aparición de Lister, las operaciones quirúrgicas constituían la auténtica antesala de terribles infecciones debido a la falta de asepsia, y la gran mayoría de las mismas conducían a idéntico fin: la muerte del paciente. Las infecciones que tenían lugar en los hospitales eran conocidas como: gangrena, septicemia, piemia, erisipela… Su causa, sin embargo, era desconocida (y tergiversada en la concepción de su génesis), por lo que el combate frente a las mismas era, si se me permite, estéril.
En 1850 el porcentaje de defunción después de una amputación se encontraba entre el 25 y el 60% (cifra máxima que alcanzaba París), y en la práctica militar el porcentaje podía ascender al 90%. Los hospitales eran, a pesar de la naturaleza de su construcción y la labor en ellos desempeñada, los más peligrosos lugares en caso de tratamiento de heridas y amputaciones. El mismo Simpson añadía que el cirujano «usaba una chaqueta especial para operar o incluso se ponía un delantal, pero estas prendas estaban con frecuencia rígidas por la sangre cuajada y el pus. Los cirujanos, algunas veces, se lavaban las manos y limpiaban los instrumentos; pero más a menudo después que antes de operar».
El caso de Glasgow, donde trabajaría Lister, es significativo, pues sufrió más que la mayoría de las ciudades del XIX, dado su rápido desarrollo industrial: en 1860 contaba con una población de 390.000 personas, sus calles eran estrechas y sus casas, insalubres. La falta de medidas higiénicas adecuadas —soterradas por la impaciente y ávida sed de crecimiento económico por parte de las clases burguesas—, hacían que la ciudad creciera en condiciones perniciosos e insanas, sin un adecuado plan urbano, hasta el punto de que el propio hospital estuviera amenazado por la insalubridad de las condiciones y su proximidad a un cementerio donde un buen número de cadáveres se separaban de la superficie por apenas unos centímetros.
Pero todo esto cambiaría merced a los trabajos de Pasteur y a la labor de Lister, desarrollada a raíz de los avances del primero.
Joseph Lister nació en Upton (Essex) el 5 de abril de 1827. Es considerado hoy el padre de la antisepsia moderna tras llevar a cabo radicales transformaciones en el modo en el que se realizaban las operaciones.
Lister estudió medicina en Londres, a la edad de 26 años fue admitido en el Royal College of Surgeons of England, y en 1854 se formó como cirujano en Edimburgo. Aquí, James Syme, el más brillante cirujano que entonces vivía en las islas británicas (sus méritos como profesor iban de la mano de su extraordinaria habilidad como operador) admitió a Lister como alumno, lo que sin duda supuso una importante influencia en su carrera. Finalmente, en 1860 Lister marchó a Glasgow, lugar en el que desarrollaría su labor más conocida: el triunfo sobre la infección de las heridas[3].
Thomas Anderson, profesor de química en Glasgow, había sugerido a Lister que estudiara los trabajos de Pasteur sobre la etiología de la fermentación. El gran eureka de Lister surgió cuando se enfrentó a dichos trabajos e identificó el proceso estudiado como el mismo que estaba causando infección y gangrena en los hospitales. Así, consciente del trabajo previo de Pasteur sobre la relación entre las bacterias y la putrefacción, Lister desarrolló la hipótesis de que las infecciones postoperatorias eran debidas a la acción de los gérmenes. Estaba convencido de que el problema se podría solucionar si se protegían las heridas con la aplicación de una sustancia que matara a los microbios, sentando a partir de ello las bases de su método antiséptico mediante el uso del ácido carbólico (fenol) y el bicloruro de mercurio para el lavado de heridas, manos y material quirúrgico, amén de pulverizar el aire con dichas sustancias. A él le debemos, por ejemplo, esa conocida imagen del cirujano con los brazos elevados en ángulo recto de camino a la mesa de operaciones. Esto ocasionó un increíble descenso en la mortalidad postoperatoria sin precedentes en la historia.
Tuvo para ello que enfrentarse a importantes retos de investigación como, por ejemplo, dar con una forma del ácido carbólico no irritable y soluble en aceite, con la fuerza antiséptica que él deseaba para poder comprobar el proceso de sepsis o putrefacción dentro de la herida. Sus trabajos eran revisados con lupa por sus rivales, que hablaban despectivamente del "tratamiento carbólico" y demás procedimientos, como si trataran con un charlatán, un mero vendedor de apotropaicos parches, hasta que al fin llevó a cabo su primera operación con éxito —siguiendo sus métodos— en la intervención de un niño de 11 años, el 12 de agosto de 1865: James Greenlees. Dos años más tarde, el listerismo estaba verificado, y la guerra franco-prusiana puso de manifiesto su éxito cuando el bando alemán, que había adoptado su metodología, hizo desaparecer la gangrena de sus hospitales. Más adelante, en 1877, fue nombrado profesor del King´s College, con lo que pudo expandir la teoría de gérmenes a todos aquellos doctores que aún dudaban o desacreditaban dicha teoría.
De este modo, venciendo al escepticismo poco a poco, las cuidadosas y próvidamente ejecutadas operaciones permitidas por la antisepsia y la anestesia reemplazaron el viejo énfasis en la destreza veloz y deslumbrante: ya no era necesario amputar en 30 segundos, como Liston, sino que podía intervenirse con meticulosidad y calma, pues los operados continuaban viviendo. A partir de entonces, lo que comenzó conociéndose como listerismo (un conjunto de métodos o curas) ha venido a formar todo un sistema científico que conocemos como cirugía antiséptica.
Todo esto fue posible, como dijimos anteriormente, no sólo al genio de Lister, sino al trabajo anterior de Pasteur. En una carta, el cirujano inglés agradecía su labor al químico francés de la siguiente manera:

“Permitidme daros cordialmente las gracias por haberme mostrado la verdad de la teoría de la putrefacción microbiana con sus brillantes investigaciones y por haberme proporcionado el sencillo principio que ha convertido en un éxito el sistema antiséptico. Si viniese a Edimburgo, no dudo que para usted sería una auténtica recompensa el ver cómo en nuestro Hospital la Humanidad se beneficia en gran medida de sus trabajos”.

El reconocimiento fue mutuo entre ambos, y en 1881 fue Pasteur quien alabó en público a Lister, en el Congreso Médico Internacional de Londres.

LA PELÍCULA

—Ficha técnica, sinopsis y consideraciones biográficas—.



Título original: The Story of Louis Pasteur.
Año: 1935.
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos.
Director: William Dieterle.
Guión: Sheridan Gibney, Pierre Collings.
Música: Bernhard Kaun, Heinz Roemheld.
Fotografía: Tony Gaudio (B&W).
Reparto: Paul Muni, Josephine Hutchinson, Anita Louise, Donald Woods, Fritz Leiber, Henry O'Neill, Porter Hall, Raymond Brown, Akim Tamiroff, Halliwell Hobbes, Frank Reicher, Walter Kingsford.
Productora: Warner Bros. Pictures.
Premios: 3 Oscar (1936), Mejor actor (Paul Muni), Argumento y Guión. Venecia (1936): Mejor actor (Paul Muni).
Sinopsis: En la Francia del siglo XIX, el químico Louis Pasteur (1822-1895), interpretado por Paul Muni, cree que las enfermedades son causadas por microbios invisibles, teoría que le vale del desprecio de la mayoría de los médicos de la época, en especial de su mayor crítico: el Dr. Charbonnet (Fritz Leiber, Sr.). Pasteur llevará a cabo sus investigaciones con la ayuda de un pequeño grupo de fieles colaboradores, junto a quienes se enfrentará a los retrógrados académicos, logrando no sólo encontrar una cura para el ántrax y una vacuna contra la rabia, sino instaurar la teoría microbiana e inaugurar un nuevo periodo en la historia de la cirugía.

La película se estructura en tres claras partes, marcadas por acontecimientos relacionados con los estudios de Pasteur (Paul Muni) en el campo de la bacteriología y las enfermedades infecciosas: teoría microbiana de la enfermedad, estudios sobre el ántrax, e investigaciones sobre la rabia, si bien la controversia en torno a la microbiología es el elemento vertebrador de la trama.
De Pasteur, como dato biográfico complementario a lo que la propia película aporta, debemos saber que estudió la fermentación láctica (descubrimiento de la bacteria que la produce), la fermentación butírica (carácter anaerobio de sus agentes) y la fermentación alcohólica, inventando la pasteurización. Se ocupó igualmente de diversas enfermedades tanto en animales como en personas, encontrando remedios para las mismas: la “pelvine” del gusano de seda, el carbunco (ántrax) en el ganado vacuno, el cólera aviar, la erisipela del cerdo, la peripneumonía de los bóvidos, la septicemia puerperal, el furúnculo, la osteomielitis y la rabia.
Además del personaje que da título a la misma, nos encontramos durante el metraje con Joseph Lister, de quien hemos hablado en el apartado anterior, encarnado por el actor Hallowell Hobbes. Las escenas que lo incluyen como personaje son esporádicas y puramente representativas, pero también las únicas (que yo conozca) en la gran pantalla. Son las siguientes:
1.      Durante el experimento de Pouilly-le-fort, donde aparece como un admirador de Pasteur, a quien ansiaba conocer.
2.      Como autor de una carta enviada a Pasteur donde se le comunica que en los hospitales de Praga y otros lugares, la aplicación de métodos antisépticos, basados en las investigaciones del químico francés, dan resultado.
3.      Al final de la película, elogiando públicamente, en una conferencia, a Pasteur, gracias al cual “no se  teme ya a la cirugía o al parto”.
Desfilan así mismo a lo largo del film otras personalidades como Émile Roux (interpretado por Henry O'Neill), colaborador de Louis Pasteur y descubridor del suero anti difteria; Napoleón III (Walter Kingsford), Louis Adolphe Thiers, (Herbert Corthell), o el niño Joseph Meister (Dickie Moore), la primera persona en la historia vacunada con éxito contra la rabia.
Su director, William Dieterle (Wilhelm Dieterle, 1893-1972), alemán nacionalizado estadounidense en 1937, comenzó como actor el mundo del cine, apareciendo en títulos tan emblemáticos como Fausto, de Murnau. Se trasladó a Estados Unidos en los años 30, donde demostraría su maestría narrativa, de virtuosa capacidad atmosférica mediante los juegos de luces y sombras, durante una prolífica etapa que abarca el final de la década de los 30 y los años 40, etapa en la que sus películas consiguieron numerosas nominaciones a los Oscar de la Academia. Destacó en el género biográfico con títulos como el que tenemos entre manos, amén de “La Vida De Emile Zola” (1938), que consiguió el Oscar a la mejor película, “Juárez” (1939), biografía del político mexicano (ambas con Muni en el papel protagonista), o la vida del poeta persa “Omar Khayyam” (1957).

 

ASEPSIA E HISTORIA
—The Story of Louis Pasterur—.

Ahora bien, ¿cómo trata esta película el hecho central de la reflexión: el surgimiento de los métodos antisépticos en la historia de la medicina? Mediante cuatro sencillos apuntes (todos ellos ligados por la insistencia desoída de Pasteur en la existencia de microorganismos):
1.      El inicio: el médico, en tanto que portador de gérmenes, es también un asesino.
2.      El vaticinio de Pasteur a Napoleón III acerca de la muerte de una pariente por contagio de su médico.
3.      La magnífica escena del parto de la hija de Pasteur, donde obliga al médico asistente a seguir sus reglas: lavarse las manos, no tocar nada que no sea el paciente y esterilizar los aparatos.
4.      La carta de Lister, en la que pone en conocimiento a Pasteur de la aplicación de métodos antisépticos basados en su teoría microbiana, y el éxito de los mismos. 
¿Queda pues, Lister, digamos que relegado? ¿Hay alguna tergiversación al respecto?
Partiendo del hecho de que en esta biografía podrían haber obviado la figura de Lister, creo que es lícito concluir que la película, de cara al espectador, sienta con bastante claridad el problema de la época y deja entrever la consiguiente revolución que Lister y todo aquel que siga su ejemplo y haga caso a las nuevas teorías, han comenzado. No hay pues, contaminación de ninguna clase, y sí un manifiesto posicionamiento a favor de abrir las mentes (que no desatar las lenguas, como apuntaba Ernst Gombrich de cara a sus intenciones con su Historia del Arte).
A menudo, el anuncio de una película arrastra consigo un pequeño y discreto subtítulo que reza: only in theater, lo que inevitablemente me transporta a uno de esos teatros de época victoriana (y anteriores) en los que tenían lugar las intervenciones quirúrgicas y las lecciones de anatomía y medicina en general. Así pues, llegados a este punto no somos más que un selecto grupo de espectadores pendientes de una demostración de cirugía aséptica.
Y es que hay dos maneras de abordar una película: la forma en que lo hacen los académicos, y la manera en la que lo hacemos los demás.
Para los primeros no hay remedio posible: se suceden las incongruencias, se arañan las más mínimas pesquisas y se traen a colación ingentes cantidades de consideraciones formales (por norma general pertenecientes a una escuela o generación, que es lo mismo que decir partido). La película ha sido diseccionada, le hemos amputado cuanto hemos creído necesario y ahora sólo cabe esperar que la gangrena haga el resto y la película muera, que sería lo mejor que podría ocurrirle, dada la mutilación a la que ha sido sometida: el personaje de Martel no existía, no se habla de la estereoisomería del ácido tartárico, de la refutación de la teoría de la generación espontánea, de la fermentación de la cerveza, la anaerobiosis o la erradicación de la pebrina, y para colmo: ¡el ataque de apoplejía lo sufrió cuando investigaba la pebrina, y no durante el desarrollo de la vacuna contra la rabia!
Hay, no obstante, un segundo modo de aproximarnos a esta película: provistos de antisépticos, que no serán otra cosa que las lentes adecuadas con las que no contaminar la intervención, es decir, el análisis. Estas lentes no son otras que las que nos permiten prescindir de lo que podemos tildar de nimiedades (como las expuestas en el párrafo inmediatamente anterior) para centrarnos en los elementos vertebradores de un discurso cuyas reglas, al fin y al cabo, difieren de aquellas que articulan el tradicional libro de Historia.
Pongamos por ejemplo el inicio de la película: París, 1860, un hombre asesina de un disparo a un médico (que previamente ha guardado en su maletín, como si nada, un instrumento quirúrgico que se le había caído al suelo). Tal y como aclarará la escena siguiente, el asesino lo consideraba responsable de la muerte de su mujer por no haber seguido las normas que Louis Pasteur, en una carta dirigida a los médicos, recomendaba contemplar de manera previa a toda intervención quirúrgica: lavado de manos y desinfección del instrumental.
¿Por qué comienza, y debe comenzar así la película? ¿Por qué no debemos prescindir de lo que muchos academicistas de la Historia podrían tachar de irrelevante, de no ser que, en lugar de licencia ficticia, recrease —y con rigor— un asesinato real? ¿Cómo es posible que lo que pretende Contar la Historia necesite de un aderezo ajeno a lo que la fuente escrita aporta?
Lejos de considerar el contenido dramático un estorbo para el correcto análisis del hecho histórico, estamos obligados a aceptarlo como precepto indeleble e imprescindible de cara a dicho análisis, tal y como aceptamos las exigencias a las que la palabra escrita nos somete. De este modo, la película, a modo de prólogo, contextualiza tanto una época como una de sus muchas frustraciones, además de abrir la puerta a lo que será el resto del metraje. El espectador ya se ha sentado en su asiento, ha aceptado participar en este pequeño viaje, y por tanto, está dispuesto a entrar en ese mundo que se desplegará ante sus ojos durante hora y media.
No es que los libros deban seguir esta premisa, sino que, igual que de un tratado sobre obstetricia o de una tesis sobre la longitud de las —supuestas— barbas de Moisés no esperamos un comienzo vertiginoso bañado en un suspense propio de Poe, no podemos esperar que para que una película que aborda un tema histórico sea válida, deba contar con un metraje exageradamente extenso en el que lo más emocionante de la misma sea su semejanza con una —soporífera o no— clase magistral de universidad
Huelga decir que no todo es justificable en una película. Louis Gottschalk, de la Universidad de Chicago, escribió una carta en 1935 al presidente de la Metro-Goldwyn-Ma-yer, en la que decía que “ningún film histórico debería ser exhibido sin que un historiador de valía haya tenido la oportunidad de revisarlo antes” [4]. Nótese la expresión “de valía”. Por supuesto que es necesario que, no ya un historiador, sino un experto en la materia, de la naturaleza que sea, supervise el trabajo del guionista si la película pretende ser fiel al pasado; a lo que yo insto es a que si Pasteur apareciese montando en scooter, o Lister criticase la labor de Pasteur, deberíamos ser capaces de analizar en primer lugar la intención de tales imágenes antes de denostarlas. El peligro es claro: podemos contagiarnos de una idea errónea, tergiversada, y salir infectados de la sala de cine, pero esto no es algo de lo que no adolezca un libro, y es nuestro deber prepararnos para combatir tal riesgo. Sin embargo, la posibilidad de, como es el caso, aprender acerca de una época de la historia a través del potencial de las imágenes, también existe, y creo más conveniente —si no más inteligente— empeñarnos en ser capaces de aguzar la mirada en lugar de desatar las lenguas, de modo que podamos extraer, como hacemos de las más diversas fuentes, el pedazo de interés y elocuencia que encierra, pues como dijo Plinio el Viejo: no hay libro tan malo que no tenga algo bueno.


CONCLUSIÓN: EL JURAMENTO DE CLÍO

 

Suponiendo que, como historiadores, de la mano de nuestra licenciatura corriera la jura de un deber similar al que se comprometen los médicos con el hipocrático, una de las obligaciones más relevantes, acaso su razón de ser, sería sin duda la pretensión de objetividad, que no es otra cosa que el intento de lograr una pulcra rigurosidad en el relato con miras a evitar toda contaminación partidista, ideológica o susceptible de enturbiar, como si de un cuadro cubista se tratase, la capacidad de contemplar el hecho histórico desde ambos lados y desde fuera a un mismo tiempo, esto es: sin posicionarse en ninguno de ellos.
Demostrada la imposibilidad de dicha pretensión —semejante a la de tratar de pensar sin utilizar palabras—, los historiadores nos hemos conformado con pulir la técnica y confiar, siquiera de manera utópica, en las rectas intenciones del firmante, si bien, al igual que Pasteur, observamos toda fuente y todo trabajo histórico a través del microscopio fabricado por nuestra disciplina, en busca del microbio capaz de corromper la narración. Sin embargo, a pesar de convertirnos en expertos identificadores de los más frecuentes virus, de las más terribles bacterias, continuamos siendo el paciente cero de la crítica compulsiva a cuanto no recrea las usuales estructuras del saber.
 Si la Historia es todo, pues todo sucede, es decir, pasa a formar parte de sus dominios (el pasado), ¿acaso no es testimonio del mismo? ¿No es una fuente, a la par que testigo, relato histórico? ¿No podría, pues, una película constituir, más allá de una fuente histórica —por el mero hecho de haber sido ya realizada, de ser manifestación de aquello que no es este preciso instante—, un elemento conductor del relato, una alternativa a la por costumbre tediosa y prolija narración con ínfulas de asepsia?
Las fuentes, en efecto, hay que saber leerlas, descifrarlas, y a menudo es ahí donde se queda el historiador, pues parece considerar que aprender a leer es harto más necesaria que aprender a escribir, lenguaje que, sin embargo, valora por encima de cualquier otro a la hora de legar a la posteridad la narración de cuanto el resto de manifestaciones humanas y culturales narran acerca de la historia de la humanidad. ¿Sucede acaso, como dice Rosenstone, que «creen los historiadores que el pasado les pertenece», donde sin duda está implícito su desdén por formas alternativas de narración, como sería, para este caso, el cine?  
La naturaleza de una película no es la del documental o la tesis, de modo que se permite licencias que corresponden a su lenguaje, y que debemos saber contemplar. Como decía Plutarco, acerca de los fantásticos acontecimientos que rodeaban la vida de Rómulo:

Estas cosas y otras del mismo estilo es probable que por su novedad y curiosidad más bien sean gratas a los que las leyeren que desbridas y molestas por lo que tienen de fabulosas.

The Story of Louis Pasteur es un discurso histórico de lo más atractivo y útil, de los más asépticos que puede uno encontrarse, con los elementos dramáticos justos —y acertados— para atrapar al espectador y predisponerlo para sobre cuestiones como la que nos traemos entre manos, que quizá, a priori, no son del interés o no parecen demasiado accesibles a personas ajenas a estas cuestiones, lo cual es un acicate para continuar ampliando información al respecto.
Parafraseando al protagonista de la historia: no nos dejemos contaminar por un escepticismo estéril. Siendo la única película que conozco que haga referencia a tan particular hecho como es el surgimiento de las medidas antisépticas, no puedo más que quitarme el sombrero ante la forma en la que se cuenta, y animar a que ejemplos como el suyo proliferen, en lugar de titubear o temer al académico de turno.


[1]La humanidad se ve agradecido ahora en ti/ Por lo que hiciste en Cirugía. / Y la muerte a menudo tiene que faltar, / Al oler la  antiséptica Bienaventuranza”. Traducción del autor.
[2] Me centraré más, respecto a los apuntes biográficos, en la figura de Lister, pues la película gira en torno a la figura de Pasteur, de quien hablaremos más adelante. 
[3] Durante 1866 y 1867 sus cartas reflejan la aplicación del nuevo principio aséptico, primero en casos de fractura y luego en abscesos, y cómo observaba de cerca y meticulosamente el progreso de sus pacientes; en julio de 1867, cuando tenía sólo cuarenta años, sintió que su deber era comunicar lo que había aprendido, poniendo así su experiencia a disposición de sus compañeros de trabajo, y escribió a la revista The Lancet la descripción en detalle once casos de fractura bajo su cuidado.
[4] Pablo Marín, Fragmento del prólogo  del libro Cine y visualidad: Historización de la imagen contemporánea. Ed. Universidad Finis Terrae.


Tuesday, August 25, 2015

Observaciones sobre el máster de Profesorado



Algunas observaciones sobre el máster universitario Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanza de Idiomas en su especialidad de Ciencias Sociales e impartido por la UGR (Universidad de Granada)[1].

Alejandro Molina.


Recuerdo con mastodóntica nitidez algunos de los momentos más increíbles de este máster, y los tildo de increíbles porque aun a día de hoy me cuesta creer que fueran reales, que sucedieran, que constituyeran el grueso, la norma, de un máster de postgrado por el que había pagado una cifra con tres ceros y que se suponía que iba a enseñarme a ser profesor. Varios de estos momentos se los debo a dos pedagogos. Pero antes de pasar a detallar estas hazañas, permitidme que enumere, grosso modo, los decretos fundamentales que el noventa y cinco por ciento de los docentes debían aceptar, las condiciones necesarias —sine qua non— para ejercer su labor en el máster:
1.      Serás un incompetente en tu materia y no transmitirás el más mínimo conocimiento de la misma ni te implicarás en ella.
2.      Serás elegido a dedillo para ejercer el puesto que engrose tu currículum (y por tanto, tu cuenta bancaria), y nadie será capaz de explicar qué demonios haces dando la clase que estás dando.
2.1.            Otros serán escogidos mediante conjuros especialmente elaborados para resucitar momias del Pleistoceno; para esta clase de docentes será aún más difícil explicar por qué imparten la materia que imparten.
3.      No tendrás la más mínima experiencia en el mundo de la secundaria más allá de la tuya propia en un instituto allá por el franquismo, no pudiendo, de ese modo, enseñar nada al respecto.
4.      Atosigarás al alumnado con trabajos absurdos y sin sentido para después no leerlos, con la única finalidad de confundirlos y poder justificar las calificaciones que has puesto mediante tiradas 3D+2[2].
5.      Sustituirás tu cerebro por un PowerPoint diseñado por un simio daltónico.
6.      Colaborarás con la imperante desinformación administrativa a través de tu incapacidad para encender un ordenador o conectarte a la red de la universidad.
7.      No enseñarás, bajo ningún concepto, a elaborar una unidad didáctica, ni sabrás lo que es.
8.      Pasarás lista como en un regimiento para controlar la asistencia, a no ser que ese día no te apetezca y pases un folio para que sea firmado por los asistentes; sea cual fuere la metodología escogida, lo harás al finalizar la clase y te tomará al menos diez minutos.

Ahora bien, pasemos a las prometidas observaciones.
El máster comenzó con una reveladora presentación a la que asistía el alumnado de todas las especialidades y en la que, lejos de aclararnos algo acerca del funcionamiento del mismo, nos contaron un par de chistes y admitieron que no tenían ni idea de la mitad de las cuestiones que les hacíamos, o de cuál iba a ser la dinámica de las nuevas modalidades ofertadas. En las presentaciones posteriores, enfocadas a las asignaturas que íbamos comenzando, se conformaron con reírse de nosotros por el dinero que estábamos pagando, por los horarios a los que éramos sometidos, y por el número ingente de alumnos por clase (que rozaba el centenar, lo que hacía imposible una docencia pormenorizada y especializada, como se supone que debe ser en postgrado).
Las clases comenzaron con un curioso bloque de tres asignaturas. Para una de ellas escogieron a un ciborg de último diseño revestido con la piel de una mujer y que, después de dejarnos bien claro que los monos no poseen un sistema educativo, recitaba el BOJA y las leyes de educación de cabo a rabo con ese deshumanizado tono de contestador automático capaz de eliminar más neuronas por minuto que todas aquellas drogas de las que el docente de otra asignatura decía que consumían los adolescentes, a quienes tenía por una rara especie difícil de comprender y a la que, según nos contó —con marcado acento de Félix Rodríguez de la Fuente—: les sale pelo en sus partes, tienen la libido por las nubes, a algunos les da por vomitar y a otros por pegarle al de al lado, a unos no les gusta estudiar, y tú, como profesor, no puedes estamparles la cara contra la pizarra. Para esta soberbia recopilación de revelaciones fueron necesarias como diez clases de dos horas cada una.
¿Qué aprendí de todo este insufrible bloque de asignaturas sin sentido? Que los monos no tienen profesores (ni los ciborgs corazón), y que los adolescentes son algo así como criaturas del espacio diseccionadas por psicopedagogos y almacenadas en un extraño edificio conocido como instituto.
Pero lo más interesante de todo sucedió en el siguiente bloque, que debía de ser especialmente dificultoso, pues para una de las asignaturas necesitaron a los dos pedagogos que mencioné al principio, y para otra, nada menos que a cuatro profesores de universidad.
El primero de los pedagogos tenía la costumbre de llegar a clase como a hurtadillas, mas no por una capacidad arácnida de pasar desapercibido, sino por ser una de esas personas con tan escasa presencia, de tan insulsa existencia (me pregunté incluso si proyectaría sombra), que se cuelan entre la multitud sin que nadie los advierta. Se sentaba en su pupitre y entonces alguien miraba de improviso al lugar, se callaba, y la clase, por efecto dominó, lo imitaba. Y ahí estábamos todos, mirando a aquel espectro sobrecogedor que, de repente, abría la boca y comenzaba a murmurar el contenido de la asignatura con el mismo nivel de voz con el que una vieja beata recita por millonésima vez un rosario. Nadie le pedía que hablara más fuerte puesto que lo único que hacía era leer lo que proyectaba el PowerPoint (oh, prodigiosa herramienta sin la cual he visto a cuatro profesores juntos tratando de arreglar un ordenador, pálidos y paralizados por puro terror de no poder continuar la clase sin una diapositiva que leer). Si alguna vez has ido a misa, ya puedes imaginarte la clase de este hombre, solo que en misa pasan más cosas, es más ameno. El profesor (una especie de ameba, o más bien: una ameba sedada) no tenía el más mínimo interés por lo que sucedía en clase, ni por nosotros, ni por enseñar nada —aunque esto se lo perdonamos: no había nada que enseñar en sus diapositivas—, pero la anécdota más increíble fue aquella en la que, en mitad de uno de sus inaudibles y verborréicos murmullos se quedó en silencio (muchos de nosotros manteníamos una ardua lucha contra nuestros párpados), y recordó que había dejado el coche en línea azul y necesitaba recargar su plaza. Ni corto ni perezoso, nos pidió suelto (un alma caritativa se apiadó del paria), y recibida la propina, se fue a echar el dinero. Volvió al cabo de un rato y retomó su soporífera labor.
Entre sus más destacadas aptitudes se encontraba la capacidad para esquivar toda aquella conversación cuyo contenido le superaba. Véase por ejemplo, cuando al parecer estudiábamos una parte del temario acerca del conocimiento objetivo y subjetivo, cómo se defendió ante una argumentación solipsista por parte de uno de los alumnos: "la realidad es como es" (sic), y la conocía sin duda al dedillo, pues otra de sus especialidades era el dominio de la descripción del tejido espacio-temporal. Un día nos enseñó lo que era el pasado: "el lunes —decía, siendo miércoles— no vine a clase porque estaba malo. Nos hemos situado en el pasado"(sic). ¿No es increíble? (Aún hoy me pregunto por qué fueron necesarias estas aclaraciones). Para hacer aún más patente su dominio de la física cuántica, nos enseñó también lo que era el futuro, preguntando a un alumno: "cuando acabe el curso, tendré mi certificado. ¿Dónde nos hemos situado?"(sic), y el alumno, altamente cualificado y aventajado años luz a nosotros, contestó: “en el futuro”.
¿Qué aprendí con él, aparte de a situarme espacial y temporalmente? Un día aprendí que el Sevilla jugaba contra el Madrid (así que salimos antes de clase); otro día, que el Madrid había fichado a un tal Odergar (no pienso molestarme en saber cómo se escribe este nombre) ya que lo utilizó como ejemplo de qué es la juventud —por lo que imaginé que el tal Odergar era uno de esos seres espaciales con pelos en sus partes—, y otro, que habían echado a los chunguitos de gran hermano, algo de lo que se habló largo y tendido en clase. No es mucho, pero ya me llevaba más que de asignaturas anteriores.
El otro pedagogo que vino a reforzar la asignatura, padecía lo que yo llamo el síndrome de Coelho, es decir, una insufrible vena profética que te predispone a exaltar los valores más edulcorados de la historia y los tópicos más trillados, así como a reducir ad absurdum cuestiones y conceptos que han supuesto auténticos quebraderos de cabeza a eminentes pensadores: la vida, el arte, la creación y la creatividad, la felicidad, la enseñanza y la tragedia.
Entró en clase animándonos al principio —y obligándonos después— a sentarnos en las primeras filas, como esos grupos de música terriblemente malos  que le dicen al público que se acerque a ellos, incapaces de comprender que el problema es su música. Inconexo, incomprensible, caótico, este hombre —insufrible de principio a fin—, paseaba de arriba abajo en las clases sin nada que decir, improvisando el contenido con disertaciones del tipo “¿qué es la educación?, ¿cómo viven las esponjas marinas? ¡La música! ¿Qué es la música? Educar es hacer música, la música y la educación son gemelas, ¿a qué huele la educación?”, y otros anuncios de compresas por el estilo. Sus clases eran sesiones de autoayuda de las que no podía extraerse nada coherente, pues no hay coherencia posible en los desvaríos preparados cinco minutos antes de entrar a un aula del mismo modo que entrarías como moderador a un congreso para papagayos hasta el tuétano de anfetaminas. ¿Su momento estelar? Sin duda alguna, cuando abría, sin el más mínimo viso de humildad, el libro orgullosamente por él escrito, su magna obra cuyo título a Dios doy gracias por no recordar, del que manaban pasajes que, con la modulación de voz que requiere la sabiduría suprema, tenía la bondad de leernos, y que habrían hecho vomitar a Séneca y llorar sangre a Voltaire. Huelga decir que, lejos de no aprender nada, nadie fue capaz de explicar, sin recurrir a teorías conspiranoicas, qué cojo*** estaba pasando en esa clase.  
Para terminar, me gustaría rescatar algunas anécdotas de aquellos profesores que se encargarían de enseñarnos a enseñar Historia y Geografía.
En la parte de Geografía, se nos mandó un trabajo para el que era necesario tener Facebook, además de un portátil en clase. Ni mi grupo de trabajo ni yo disponíamos de portátil, amén de que algunos no teníamos Facebook, y cuando se lo comunicamos al profesor, ¿qué solución nos dio? Ninguna. Continuó paseando por el aula mientras engordaba su cuenta corriente. ¿Y en qué consistía el trabajo? En agrupar refranes para saber si hablaban del invierno o del verano. Al parecer, es esencial para los alumnos de secundaria saber si en Alicante va a llover o no en base a las nubes que vemos en el horizonte. ¿Siguiente trabajo? Sacarnos a la pizarra para que interpretemos mapas del tiempo que no nos han enseñado a interpretar — a no ser que enseñarnos a interpretar un mapa consista en señalar unas líneas y decirnos: “esto es vaguada y esto isoisa”; "¿alguna duda?"—, mientras el resto de la clase espera para la actuación de la mujer barbuda y los elefantes bailarines, pues no puede tildarse más que de circo semejante despropósito lectivo.
Por la parte que toca a enseñanza de la Historia, the Oscar goes to aquel de cuya boca han salido joyas como las siguientes:
1.      "¿Cuándo tengo que poner las notas, lo sabéis?".
2.      "Esta asignatura se llama....” [acto seguido lo busca entre papeles].
3.      "Los criterios de evaluación no los he leído".
4.      "Yo nunca he dado clase en secundaria".
5.      "¿Cómo se llamaba el que escribió El origen de las especies?".
Bien, este profesor se dedicó a dictarnos durante dos horas y media una clase de historia de instituto sin levantar la cabeza del papel, mientras los alumnos, atónitos, se preguntaban mediante miradas cruzadas: ¿qué está pasando aquí? El profesor, además, no se molestaba en escribir en la pizarra los nombres propios (alemanes, italianos, etc…) que pronunciaba con el acento que le venía en gana.
Terminada la clase, un valiente eleva la voz entre el resto y le pregunta al profesor que si todas las clases van a ser así, es decir, con él leyendo de un folio, durante dos horas y media, contenidos que ya habíamos visto en la carrera. O lo que es lo mismo: ¿no nos van a enseñar a enseñar la historia, a hacer algo de provecho para cuando nos enfrentemos a una clase de instituto? El profesor, ofendido en su orgullo docente, reaccionando de la peor forma imaginable, entabló una maleducada y dañina discusión a voces con el estudiante, lo que provocó que el resto del alumnado hiciera mutis por el foro, por si les salpicaba algo y no aprobaban la asignatura de turno. ¿Y cuál fue el resultado de semejante algarabía? Después de varias amenazas, el profesor tomó —muy en consonancia con su parte[3] de la asignatura— medidas inquisitoriales, y triplicó la carga de trabajos y deberes a toda la clase, en un ejemplo sin parangón de profesionalidad y compromiso docente. ¿Qué se aprendió con él? Que a la autoridad no se la cuestiona, que con la Inquisición no se juega, y que debemos adorar al Gran Hermano.

¿Conclusión? Los profesores de instituto son personas dignas de admiración (aun habiendo de todo, como hay en todas partes), de las que tenemos muchísimo que aprender, y es que las prácticas en el instituto fueron lo único con sentido en este año insufrible y surrealista, este año de mi vida totalmente perdido y que nadie va a devolverme. Por qué está en manos de la universidad este máster es algo que soy absolutamente incapaz de comprender.  Después de pagar una cifra de tres ceros —y pagar después una cantidad de tres cifras en caso de que quieras que te den el título—, me pregunto si semejante cantidad es justa, teniendo en cuenta que lo expuesto durante el artículo es sólo un pequeño porcentaje de lo que constituyó todo el máster. Para mí, la palabra engaño se queda muy, pero que muy corta. 


[1] Este artículo no es más que el relato personal de mi visión particular en el máster cuya histriónica denominación figura en el título del artículo, visión que me apetece compartir y que encuentro de interés para aquellos lectores que deseen conocer mi experiencia.
[2] 3 dados más 2, tipo de tirada en juegos de rol.
[3] La calificación de esta asignatura, al estar dividida en cuatro partes, estaba sometida a uno de esos absurdos repartos de porcentajes cuya explicación por parte de los profesores recordaba a aquella famosa “la parte contratante de la primera parte, será considerada como la parte contratante de la primera parte…”, de Una noche en la ópera.