Monday, February 8, 2016

Cuadro nº2




Dibujos de todo tipo emergen de un cuaderno que yace tirado en el suelo. Grafito, acuarela, tinta china, pastel y carboncillo. Es un cuaderno grueso, de blandas pastas negras y papel grisáceo. El artista debió dejarlo allí, quizás olvidado, quizás abandonado (como se abandona un recién nacido en la puerta de un convento), o tal vez lo dejase allí a modo de regalo. Los transeúntes se paran para mirarlo, y ven allí edificios, fachadas encaladas y pintadas de blanco, las hormigas que atraviesan el empedrado, el cielo atravesado de nubes y sus sombras moteando el suelo; se ven los transeúntes a sí mismos, y ven, sin saberlo, al artista que los ha retratado. Miran el cuaderno como se miran al espejo, como miran los beatos un relicario, como miran los niños un animal muerto. El viento pasa sus páginas, buscándose en vano. Lamenta, el pobre, su ausencia; se siente excluido del mundo que allí se representa, inconsciente de la libertad que supone el que nadie pueda atraparlo.

Cuadro nº1




Ella es ya mayor, una anciana. Mira un punto fijo en el cielo, como si advirtiese algo que a los demás se nos escapa; más aún: como si la mirasen, como si aquello que ella puede ver y los demás no vemos, clavara a su vez en ella la mirada. El marido, que empuja la camilla en la que ella va postrada, ni se molesta en mirar hacia arriba, y pone cuidado en no tropezar con ningún obstáculo o transeúnte, que al caso son sinónimos. Ya miró, hace tiempo, allí adonde su mujer lo hace, confiado en que se recuperaría, en que allí donde mira a la fuerza debía de haber algo, porque no podía ser el mero capricho de la enfermedad el que modelara aquella rigidez en un cuello antaño escultórico, obligándola a que el iris refleje tan sólo una sección exacta de la habitación, de la calle, del mundo; se resistía a creer que aquella expresión engarrotada, pétrea y, maldita sea, constante, hubiese venido a quedarse para siempre en aquella cara en la que no quedaba un solo recodo que no hubiera besado. Es una expresión de pánico, con una de esas sonrisas de hiena que deja ver parte de su dentadura, por la que escapa cada poco un hilillo de saliva que debe limpiarse con un pañuelo para no irritar la piel demasiado. Ella sigue mirando al cielo. Él sigue empujando la camilla. Ella sigue mirando al cielo. Él lleva en el bolsillo el pañuelo. Yo sigo observándolos ente la gente. Luego entran en el hospital de nuevo. Ya le ha dado el sol; ya le ha dado el aire; ya la han mirado rato suficiente.