Sunday, December 21, 2014

EAU TORRIDE (relato)

EAU TORRIDE[1]
Alejandro Molina Carreño



Andreas era amigo de Olivia. Siempre se había referido a él como un tipo de lo más peculiar, una apreciación que puede decir mucho de alguien, o absolutamente nada.
Una noche nos presentó. Mi primera impresión fue que era un tipo que no pasaba de normalito. Luego, una copa llevó a otra, hicimos buenas migas y acabamos yendo a su casa para tomar unas cervezas, cuando ningún bar estaba ya autorizado a seguir sirviendo bebida.
El tal Andreas tenía un apartamento considerablemente grande para vivir en el centro. El salón, decorado con gran gusto, además de acogedor olía de maravilla.
—Qué bien huele aquí —le dije.
—¿Te gusta?
—Es muy agradable. ¿Usas ambientador o algo de eso?
—Qué va. Es algo mucho más sutil. ¿Quieres saber lo que es?
—Claro.
—Es una historia un poco larga, pero merece la pena.
—Sorpréndeme.
Yo me acomodé en mi sillón y di un largo trago a mi cerveza.
—Verás —comenzó Andreas—, durante un tiempo este salón apestaba a perros muertos. Te lo juro, era una peste insoportable. No sé qué pasaba, pero de repente, nada más abrir la puerta de casa, una bofetada de olor inhumano te daba una hostia de mucho cuidado en plena cara y te ponía el cuerpo al revés. Yo se lo decía a mi mujer: «¿hueles eso?». Pero ella no me hacía ni puto caso, como si yo estuviera mal de la cabeza. «¿Lo hueles o no lo hueles?», le preguntaba, y ella decía: «¿qué quieres que huela?»; «¡pero si es insoportable!», le gritaba yo; «¡tú sí que eres insoportable!», me gritaba ella.
»Después de unos días así se lo dije a unos colegas, intenté traerlos a casa para que olieran lo mismo que yo, porque ya estaba empezando a pensar que estaba loco, pero la zorra de mi mujer no dejaba que entrasen en casa. Decía que era gente sin moral, que no podía permitir que personas de esa calaña pisasen el suelo que ella fregaba, porque lo fregaba ella, es verdad, ¡pero así de bien lo haría cuando olía a demonios! Fíjate que llegué a pensar que quizá lo que apestaba era yo. Trabajar en una fundición de bronce en pleno verano no es como darte un baño de rosas y azahar precisamente; llegas empapado de sudor a casa, verde como el increíble Hulk, te sientas en tu sillón a beberte una cerveza y piensas: «coño, ya toca ducharse», ¿comprendes? El polvo y la mierda y el bronce se te adhieren al cuerpo como una lapa, por lo que una ducha puede ser una solución, o puede que no lo sea, así que me pasé un tiempo olisqueándome como un sabueso: me olía los pies, los sobacos, las manos… todo; y no te voy a decir que oliese a jazmín, pero desde luego no era yo lo que ocasionaba aquel tufo infernal. Era el puto salón lo que apestaba. Aun así, empecé a ducharme cada vez más. Había días que podía meterme en remojo hasta siete veces. Sentía que tenía aquella peste pegada al cuerpo como una garrapata, y me restregaba con la esponja hasta hacerme sangre —Andreas hizo una pausa para darle un trago a su cerveza. Aproveché para olisquear el lugar en busca de trazas de aquel hedor mítico del que me hablaba, pero sólo podía advertir una fragancia deliciosa, arrebatadora—. Como la cosa no cambiaba —continuó Andreas—, pasé a sospechar de mi mujer. Puede que fuese ella la que apestara, y en cierto modo así era, pero no como podrías imaginarte. Cada vez que entraba en casa me acercaba a ella y le pasaba la nariz por todo el cuerpo, pero ella siempre iba perfumada, así que tuve que descartarla.
»En fin, la cosa fue a más, y me obsesioné hasta el punto de poner el salón patas arriba: lo limpiaba de arriba abajo varias veces a la semana. Cambié todos los muebles, volví a pintar, cambié el parqué del suelo… Y nada, coño, que aquello seguía oliendo peor que un vertedero. Estaba hasta los huevos. Joder, adoraba mi salón, me encantaba ver una película bebiéndome una cerveza en mi sillón, llegar del trabajo y echarme una siesta en este maldito sitio. ¿No estás a gusto aquí, ahora, tomándote esta cerveza en ese sillón, con este agradable olor? Mierda, eso es lo que yo quería entonces, y no había maldita forma de hacerlo. Así que un día, cuando ya no podía más, después de fregar por quinta vez el suelo y echar ambientador como para haber jodido la capa de ozono de por vida, todo ello en balde, para nada, me cogí tal mosqueo que la tomé con la pared: agarré la fregona a modo de pica y empecé a golpearla sin piedad, hasta que se desconchó y abrí un pequeño agujero. Al principio no le di importancia, pero luego me di cuenta de que el olor había aumentado, era más fuerte que antes. Desde que había jodido la pared, la peste, de insoportable, había pasado a nociva, no sé si me entiendes.
»A punto estuve de vomitar. Sencillamente ya no podía entrarse en el salón. Llamé a mi mujer para decírselo: «mira, ¿no lo hueles ahora? Es imposible que no lo huelas, esta peste podría tumbar a un cerdo». Y mi mujer, allí plantada delante del agujerito de la pared, negándose, en sus trece. Según ella, yo estaba loco, allí no olía a nada, y encima estaba empezando a hartarse de tanta tontería. Llegué incluso a asustarme: ¿y si era esquizofrénico? Peor aún: ¿qué mierda de esquizofrenia era esa? Si al menos escuchase voces o algo parecido, habría estado más tranquilo, pero, ¿quién coño huele cosas que se supone que no huelen? Leí incluso que algunos enfermos de cáncer cerebral huelen a quemado, así sin más, por la cara. Joder, si oler a quemado sin que nada se quemara era cáncer, ¿qué cojones tendría yo que olía como si se hubiera cagado un ejército de hienas? Así que nada, resignado, tirando de sangre fría, asumí la enfermedad, acepté que me quedarían pocos días de vida y decidí mojarme del todo. De perdidos al río, que se dice. Martillo en mano, empecé a picar hasta que eché la pared abajo. Pues bien: no eres capaz de imaginarte lo que me encontré —un nuevo trago refrescó la garganta de mi anfitrión, que continuó al instante—. En mi puta vida me habría esperado lo que vi. ¿Sabes qué era? ¿Sabes qué coño me encontré? ¡Un muerto! Me topé con un puto muerto. Joder, ¿te lo puedes imaginar? ¡Había un tipo emparedado en mi salón! No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero puedes hacerte una idea de su aspecto por la peste que desprendía. Parecía un zombi, estaba medio roído, con poca carne, verde… Se me revuelve el estómago sólo de recordarlo. Entonces lo comprendí todo. Una puta en toda regla. Meses atrás había sospechado algo, pero ese día lo confirmé: mi mujer se veía con aquel tipo a mis espaldas. El tipo se puso pesado y la amenazó con contar su aventura si no cumplía alguna condición concreta. Mi mujer era una gilipollas integral, así que seguro que la engañó para sacarle los cuartos. Y la perra, cuando se vio entre la espada y la pared, usó la espada para cortarle el cuello y la pared para ocultarlo, y asunto arreglado. No te haces a la idea de la satisfacción que me produjo llegar al fondo del asunto. Cuando vi al muerto, aspiré aquella peste profundamente, orgulloso de mi hallazgo, y tomé una resolución. Ojo por ojo. Cuando mi mujer llegó a casa se encontró con todo el estropicio, pero antes de que pudiera abrir la boca, acabé con ella.
»Saqué al muerto de la pared y lo troceé. Luego fui echando los trozos poco a poco en uno de los hornos de la fundición. Ahora hay un par de estatuas de bronce en alguna que otra rotonda, de esas que seguramente verás todos los días desde tu coche, que guardan un trocito del tipo. Luego emparedé en su lugar a mi mujer. Ella siempre usaba perfume, así que la bañé en Eau Torride, de Givenchy. Le había regalado aquel frasco en nuestro aniversario y no lo había tocado todavía. Decía que lo guardaba para una ocasión especial, así que el frasco entero se fue con ella. Desde entonces, como puedes comprobar, mi salón huele de maravilla.
—¿Me estás diciendo que tu salón huele así de bien porque tienes a tu mujer emparedada? —le pregunté, incrédulo.
—Así es —me respondió tan tranquilo.
—Estás loco.
—Tengo más cerveza en el frigo.
—Sigues estando loco.
Me tomé un par de cervezas más con él y charlamos de otras cosas. Yo no podía quitarme de la cabeza que aquel tipo tenía a su mujer en alguna de las cuatro paredes de aquel salón en el que yo estaba bebiendo. Él lo notó, y cada dos por tres me decía que me calmase, que estaba muerta, que no iba a salir de allí para obligarnos a bajar el volumen, que disfrutase del aroma. La verdad es que olía de maravilla, eso no puedo negarlo.
Me ofreció dormir allí, pero habría sido incapaz. Me veía en el sofá, despertándome a media noche con su mujer a mi lado, mirándome fijamente. De modo que se lo agradecí y me largué.
No he vuelto a ver a Andreas. Hace poco me crucé con Olivia por la calle y le pregunté por él. Según me dijo, ha dejado la fundición y ha montado un negocio de perfumes. Patrick Süskind debe estar revolviéndose en su tumba. Desde luego, es un tipo peculiar.   



[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

Saturday, December 13, 2014

EL CINE COMO HERRAMIENTA HISTÓRICA

EL CINE COMO HERRAMIENTA HISTÓRICA
—Reflexión sobre Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski—

Alejandro Molina Carreño


“En el cine es necesario no explicar, sino actuar sobre los sentimientos del espectador, y la emoción que es despertada es lo que provoca pensamiento.”[1]

Ante todo, que quede claro: vamos a hablar de una película. Sin embargo, no digo esto para disculparla o disminuir su nivel de relevancia, sino para que quede constancia de que a partir de ahora nos las veremos con los entresijos de un lenguaje que responde a normas propias que nada tienen que ver con las establecidas por los académicos de la historia, para quienes su disciplina es únicamente abordable mediante prolijas obras de enfermizo detallismo y competitivas referencias. Considero abiertamente que el séptimo arte es perfectamente capaz de hacer importantes aportaciones a la comprensión de la historia aun manejando herramientas ajenas (incluso consideradas por la mayoría como impropias) a las labores de Clío, al igual que tengo a la película Andréi Rublev por uno de los más elevados ejemplos de esto que defiendo.
De este modo pretendo evitar el molesto debate acerca de si el cine es o no susceptible de utilizarse como fuente o transmisor de conocimientos históricos, por lo que el lector que mantenga una opinión contraria a la que yo expreso puede, si así lo desea, dejar de leer este breve artículo en este mismo instante.

Cuando se publicó en 1964 el guión de Andréi Rublev en la influyente revista de cine “Iskusstvo Kino”, fue extensamente discutido entre historiadores, críticos de cine y lectores ordinarios. Sin embargo, la discusión no se centraba en los aspectos artísticos que corresponden a toda obra cinematográfica, sino a su apartado sociopolítico e histórico, lo que no viene sino a demostrar el increíble poder de calado que el cine tiene en la sociedad. No obstante, Tarkovski había dicho al respecto que ésta «no será una película ni histórica ni biográfica»[2]. ¿Cómo es posible, por tanto, que no sólo la incluyamos en el género que el mismo Tarkovski descarta y que tantos críticos discutieron, sino que además la consideremos un elevado ejemplo de ejercicio histórico?
Para contestar a esta pregunta, ruego se me permita presentar una nota del libro del propio director: Esculpir en el tiempo, quizá un tanto extensa, pero sin duda acertada, pues no hay nadie más capacitado que el autor mismo para hablar de su concepción y sus pretensiones:

«Uno de los fines de nuestro trabajo era el reconstruir para un público moderno el siglo XV tal y como era: esto es, el presentar ese mundo de tal manera que ni el vestuario, ni el lenguaje, ni las costumbres o la arquitectura diesen al público la sensación de ser una reliquia o una rareza de anticuario.
Para lograr el grado de verdad que da la observación directa, lo que se podría llamar verdad fisiológica, teníamos que alejamos de la verdad arqueológica y etnográfica. (…) Puesto que vivimos en el siglo XX nos es imposible el filmar directamente un material de hace seis siglos (…) Nuestro conocimiento de esa época es totalmente distinto al de la gente que la vivió; tampoco pensamos a la Trinidad de Rubliov de la misma manera en que sus contemporáneos la pensaron y, sin embargo, ha continuado viva a través delos siglos: estaba viva entonces y lo sigue estando ahora, y ése es un lazo entre la gente de ese siglo y la de éste».[3]

Tarkovski quiere que el espectador utilice su mirada contemporánea para ahondar en las dificultades de un tema que no ha variado desde la época de Rublev a nuestros días, esto es: la inextricable unión entre el artista y su tiempo. El valor de este punto de partida reside en el enfoque artístico anotado por el director respecto a la Trinidad de Rublev, y que Víctor Erice acertadamente señala como «el único lazo capaz de unir a la humanidad con su pasado», en una sociedad «desposeída de la tradición y la experiencia del tiempo cíclico»[4]. La Historia, al comprenderla en su sentido lineal, nos vela la posibilidad de observar con acierto aquello que es atemporal y se repite de manera circular, regalándonos, si permanecemos atentos, relatos y testimonios que, de un modo u otro, no dejan de ser coetáneos a nuestro tiempo. No en vano podemos escuchar esta interesantísima línea de diálogo en una escena de discusión teológica entre Teófanes y Rublev, mientras el ayudante de éste último limpia en el agua —referente simbólico constante— los pinceles de su maestro: «sirvo a Dios y no al hombre —dice el griego—. Respecto a los elogios, lo que se alaba hoy, se injuria mañana. Se olvidarán de usted, de mí, de todos. Todo es vanidad y cenizas. La humanidad ha cometido ya todas las estupideces y bajezas, y ahora solamente las repite. Todo es un círculo eterno que se repite y se repite». Rublev (definiendo su propio carácter) le recrimina a Teófanes su actitud, el hecho de que tan solo resalte la faceta malvada del hombre, y es entonces, en tan sencillo diálogo, cuando la visión personal y la visión de la época se funden en un solo hecho delante de nuestros ojos, y convergen, en el mismo celuloide, para mostrarnos la auténtica profundidad de esta obra, la profundidad misma de la Historia. 
Es precisamente por esta razón por la que considero esta película una herramienta perfecta para comprender la Rusia del s. XV, a pesar de ser desestimada por su propio creador como obra histórica. Tarkovski abole todo exotismo porque tacha de teatral y excesivamente decorativos los artificios empleados en las llamadas películas históricas, con el fin de hacerlas plausibles: «exactitud histórica no significa reconstrucción de los hechos».[5] Como indicaba Ernst Gombrich, los historiadores «no podemos dejar de mirar el arte del pasado con el telescopio del revés. Llegamos a Giotto retrocediendo por la larga ruta que parte de los impresionistas y pasa por Miguel Ángel y Masaccio, y por consiguiente lo que primero vemos en él no es parecido al natural sino contención rígida y altura majestuosa[6]». El famoso historiador del arte abogaba por la imaginación histórica como herramienta para superar esta lacra y poder así ajustar nuestra lente mental a cuanto la obra pretérita abarcase, de manera que nuestro observar contemporáneo no se redujese a un ejercicio descriptivo desde cierta posición elevada respecto a aquella de la que procede la obra, sino que fuese capaz de aprehenderla. De esta manera, la documentación que el cineasta ruso llevó a cabo para la preparación adecuada del guión no estaba dirigida a la erudición, sino a la poda: necesitaban saber qué excluir, qué eliminar del libreto para no caer en una mera recreación artificiosa, por otro lado irreproducible, de la Rusia del s. XV que Rublev respiró. Este es el gran logro de Tarkovski, quien sin duda había comprendido lo que las doctrinas taoístas intentan enseñarnos con tesón: el vacío da forma al jarrón.
Al elaborar un marco histórico creíble, logra que el espectador se sumerja en la narración de lleno (por otro lado magistralmente montada a través de una reelaboración de la duplas ritmo/tensión en el cine), logra que no se desvíe un ápice de la historia, que no se tope, en definitiva, con meras distracciones que aparten sus ojos de lo realmente importante: qué está ocurriendo, y de qué manera. Y es que ese es el poder del cine y, por tanto, de la imagen: la absorción de la atención mediante la recreación. ¿Quién no ha escogido nunca, ante la proposición de un amigo, a qué época de la historia le gustaría viajar, en caso de que existiera una máquina que nos habilitase semejantes destinos? Las películas son, qué duda cabe, las máquinas del tiempo más perfectas de las que a día de hoy disponemos, y la película de Tarkovski resulta ser una de las mejor engrasadas gracias al increíble ejemplo de adhesión marco-personaje que es logrado en la cinta, con la que sentimos que hemos vivido en el tiempo de Rublev, hemos comprendido al pintor sin verlo pintar, y hemos admirado su obra de la manera más asombrosa: desde fuera pero siempre dentro de la película.
A pesar de la sacrosanta poética aristotélica que modeló la estructura básica del drama, el guión de Andréi Rublev indaga en las posibilidades de una narración alternativa que permite al espectador explorar facetas de las historias que a menudo quedan supeditadas al objetivo del protagonista y que aquí, además de engrandecer la historia general, descubren, y de qué manera, un amplio repertorio de los más recónditos rincones de la psique del protagonista, conduciéndolo a una empatía absoluta con el espectador difícil de alcanzar con el método tradicional. Rublev es pasivo, pero sentimos que lo conocemos con mayor profundidad que aquellos a quienes se les “debe” conocer a través de sus acciones. Son las circunstancias que le rodean una vez abre los ojos —sale de su orden— las que se encargan de forjar esa mirada nueva que adquiere, del mismo modo que forja la nuestra a medida que avanza la historia. Su frustración, sus miedos, su moral, sus aspiraciones y sus demonios, todo lo que modela su espíritu (y que por tanto se verá reflejado en su obra), modela a un mismo tiempo el nuestro, hasta el punto de que incluso nosotros mismos, al término de la película, sentimos que también hemos vivido esa época, y más aún: que esa época ha forjado algo en nuestra alma, tal y como lo hacía la guerra en el pequeño Iván del primer largometraje de Tarkovski:

«En definitiva, las mejores producciones del realismo socialista han presentado siempre, a pesar de todo, héroes complejos, matizados, han exaltado su mérito, teniendo cuidado de subrayar algunas de sus debilidades. En verdad, el problema no es dosificar los vicios y las virtudes del héroe, sino el discutir el propio heroísmo (…) El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él».[7]

Rublev no es el artista que nos describen las fuentes o los manuales de arte, no es el que una película histórica convencional nos habría presentado; Rublev es algo muy diferente, es una época y una voluntad indesligables, es un artista en un momento de la historia a través de imágenes, y no una figura hecha de frígidos renglones sometidos a la apolillada aspiración de la asepsia. Tarkovski logra con este retrato fílmico apoderarse de una Rusia muy concreta y plasmarla en una película tal y como hace el pintor con su obra, a la manera que tan bellamente describió Winston Churchill: «y entonces la luz no es ya la de la naturaleza, sino la del arte».

Llegados a este punto podemos formularnos la siguiente pregunta: ¿no ha sido mediante la mirada personal e intransferible de Tarkovski —a través de los ojos de Rublev— como hemos logrado interiorizar el espíritu de todo un siglo, y hasta saborear sus virtudes y sus miserias? ¿Cabe imaginar un generador de conocimiento más subjetivo, y a la vez, con resultados más perfectos, con rigor más destacado? Ha sido gracias al amplio abanico de impresiones y sutilezas que la mente humana se complace en elaborar ante la maraña de sensaciones que es el mundo, ante el remolino de percepciones que del mismo se desprenden y de entre las cuales muchas de ellas resultan incomprensibles a priori, que hemos podido formarnos una idea más que sólida del siglo XV en Rusia, y de la particular obra del pintor, a quien en ningún momento hemos visto sostener un pincel.
El factor nacional ha resultado, sin duda, un elemento clave en la consolidación de nuestra experiencia, pues el problema no está en si un personaje está más o menos a este lado o al otro de un adjetivo, sino en qué valor da la sociedad a ese adjetivo, en este caso, la sociedad medieval rusa. De hecho, en una entrevista de 1962 publicada en la revista Cine Cubano, en la edición de ese mismo año, Tarkovski, ensalzaba el cine de Buñuel y Kurosawa por su carácter nacional. Defendía que el arte no podía ser cosmopolita, dado que sus fuentes beberían siempre de un contexto concreto, de manera que, cuanto más hondo llegue la raíz de dicho contexto, aquello que concreta una personalidad y la diferencia del resto, más elocuente será el arte nacido del mismo, lo que implicará un impacto inmediato en quien lo contemple. ¿De qué otra manera podría tener yo la sensación, como he tenido, de haber vivido durante tres horas y media en la Rusia del siglo XV? ¿De qué otro modo habría podido interiorizar la obra de Andrei Rublev hasta el punto de estremecerme al contemplar unos tonos dorados que más me conducían al rechazo que a la admiración? ¡Qué minutos los finales! ¡Esa doble resurrección, la primera verbal, en boca de Andrei Rublev, cuando dice que volverá a pintar, y la segunda a través de la hoguera consumida, esas cenizas a las que Teófanes ya hiciera alusión y de las que emergió, como todos sabemos, el Fénix!
Resultan especialmente conmovedoras las últimas imágenes de la película, en las que podemos ver la obra pintada por un pintor al que, repito: nunca vimos pincel en mano, por un pintor al que contemplamos perdido en la inmensidad del blanco de una catedral sin frescos, en cuyas paredes tan sólo arrojó pintura movido por la frustración. Imágenes que además, en contraste con el blanco y negro del metraje, se presentan ahora en color y reducidas a planos cerradísimos en los que apreciamos la más nimia pincelada, el más escurridizo detalle, todo ello aderezado con la sublimidad emocional de una música maravillosa. Ahora, y sólo ahora, tiene sentido contemplar las pinturas, pues ahora y no antes llevan la huella de una persona que tenemos la sensación de conocer, que sabemos por lo que pasó y con qué tuvo que vérselas, ya fuera consigo mismo o con el momento histórico que le tocó vivir. En estas pinturas, tras el relato cinematográfico, advertimos la huella del artista en su vertiente más personal y temporal, podemos conmovernos y sufrir con ellas porque lo hacemos con Andrei —con nuestros ojos a través de los suyos— y con la Rusia entera de su época.
    La emoción, sin duda, ha despertado en nosotros el Conocimiento. He aprendido Historia viendo cine, como no lo hice en la universidad. Y para ello me ha bastado tener predisposición a hacerlo.  




[1] Andrei Tarkovskii, "Iskat' i dobivat'sia," Sovetskii ekran 17 (1962) 9, 20. Cf. Gideon Bachman, "Begegnung mit Andrej Tarkowskij," Filmkritik 1962 (12), pp. 548–552. Translation by Robert Bird. Traducción propia al castellano.
[2] Ibid.
[3] Tarkovski, A., Esculpir en el tiempo, Ediciones Rialp, Madrid, España, 2002.
[4] Erice, Víctor, prólogo al libro Andréi Tarkovski, Vida y Obra, de R. Llano, 2003.
[5] Jozsef Veress, "Hüsség a vállalt eszméhez," Filmvilág 1969 (10), pp. 12–14 [Pol. trans. Barbara Wiechno].
[6]  E. Gombrich, Arte e Ilusión, Ed. Phaidon Press Ltd, 2008.
[7] Carta de Jean-Paul Sartre publicada por (y dirigida a) Alicata, el director del diario italiano  l’Unitá el 9 de octubre de 1963. Revista de Occidente nº 175 (diciembre de 1995), pp. 21-30).

Saturday, December 6, 2014

¿DÓNDE ESTOY? (relato)

¿DÓNDE ESTOY?[1]
 Alejandro Molina Carreño




Julia vivía a las afueras de la ciudad, en una coqueta casita de campo que acababa de comprar junto con su marido, a más de un kilómetro de distancia de la casa más cercana. No había pegado ojo en toda la noche, de manera que había recurrido al café para permanecer despierta durante el día, tal y como dictan las normas sociales. Le gustaba sentir el calor de la taza en sus manos, ver cómo el vapor que salía de la misma ascendía y se interponía, durante apenas unos instantes, entre sus ojos y el césped de casa, que se dejaba ver en todo su esplendor a través del gran ventanal del que disponía la cocina. Absorta en su contemplación, advirtió de pronto la figura de un hombre que se acercaba a la puerta de casa, como surgido de la nada. ¿De dónde había salido?
Tocó a la puerta cortésmente. Julia fue hasta allí y echó un vistazo por la mirilla. Se topó con la imagen ovalada de una especie de doctor de unos sesenta años, barba blanca, pelo canoso y encrespado, con unas gafas de pasta enormes y vestido con una larga bata blanca. El hombre decía «hooooo-laaaa» con pasmosa lentitud y marcada pronunciación, mientras dibujaba semicírculos en el aire hacia un sentido y luego hacia el contrario, como un limpiaparabrisas. No se movía del pequeño porche, y seguro de que le estaban observando, gesticulaba sobremanera, diciendo: «me-llaaa-mo-Ber-naar-do», con el dedo índice hincado en su pecho. Julia fue entonces a la cocina a por algo de comida y a continuación volvió a la entrada. «Ne-ce-si-to que…», comenzó a decir el viejo, que se vio interrumpido al abrirse frente a él la puerta. Julia permanecía firme como un soldado, con un cartón de leche y una barra de pan en las manos frente a él.
—Tome —dijo ella, con amable reproche, acercándole la comida—. Coma algo, que siempre que os doy dinero acabáis comprando whiskey.
—¡Pero si habla mi idioma! —gritó con júbilo quien momentos antes se llamó a sí mismo Bernardo; acto seguido enmudeció con una mano en la boca y otra en la cadera—. Son tantas las posibilidades… Dígame, si es tan amable: ¿dónde estoy?
—¿A qué se refiere? – preguntó Julia, desconcertada -. ¿No quiere la leche y el pan?
—No he venido por eso, pero se lo agradezco. ¿Dónde estamos, por favor? A juzgar por la vegetación parece…
—Granada —se adelantó Julia.
—¿Granada? —Bernardo ahogó una inesperada desilusión—. Bueno, no tiene por qué ser una mala noticia…
Julia clavó su mirada en Bernardo, que miraba al cielo con semblante pensativo, casi ausente, haciendo movimientos frenéticos con sus dedos, como si contase una cifra desmesuradamente grande.
—Oiga —le dijo al comprobar que no reaccionaba—, ¿qué hace usted aquí?
Bernardo volvió en sí.
—Verá, señorita…
—Señora —le corrigió Julia.
—Señora —Bernardo hizo una pausa que otorgó a su voz una gravedad corrosiva—. Verá usted: acabo de viajar en el tiempo.
—¿Qué? —Julia apretó en sus puños una inocente ilusión, una ilusión capaz de iluminar sus ojos.
—Sé que suena extraño, pero…
—Espere, espere, ¡tiene usted que pasar ahora mismo! —Julia se acercó a él y le colocó una amable mano en la espalda, cediéndole la iniciativa de entrar en su casa—. Vamos, vamos, entre, no sea tímido.
Bernardo accedió sin rechistar, desconcertado. Siguió a Julia, que dejó a su invitado en el salón y salió disparada por un pasillo gritando: «¡Jorge, Jorge!».

Jorge golpeaba la máquina de escribir con ambos dedos índice como una bomba extractora tratando de sacar petróleo de las entrañas de la tierra. Julia abrió la puerta sin llamar antes, cosa que molestaba, y mucho, a Jorge.
—¡Amor! —gritó ella, sin soltar la manivela de la puerta—. ¡Tienes que venir ahora mismo al salón!
—Te tengo dicho que no entres así, de sopetón —le recriminó Jorge con voz fría como un folio en blanco—. Estoy tratando de escribir.
—Por eso mismo te he llamado. Ven, no seas tonto.
—¿Pero qué pasa?
Julia fue hasta él y acercó su boca a la oreja de Jorge. Tan pronto como escuchó lo ocurrido se levantó de un salto.

Bernardo observaba con los ojos como platos el mobiliario de la casa. ¿En qué época se encontraba? No había televisión, teléfono, ordenador o reloj digital a la vista. El salón era un pequeño y acogedor cubículo con una presidencial chimenea de ladrillo visto, con un hermoso fuego encendido, custodiada por dos sillones viejos a cuyos pies se extendía una peluda alfombra color vino, nada ostentosa. Todo resultaba demasiado familiar, extrañamente contemporáneo a pesar de la evidente ausencia de tecnología. Una barra americana separaba el salón de la cocina, la parte más retrógrada de la casa. Como antesala a tan simpático rincón se topó con una vulgar mesa de madera rodeada de sillas y un par de grandes estanterías con libros. ¡Libros! ¿Serían ellos la respuesta?
Bernardo se acercó a los estantes dispuesto a fechar la vivienda en base a las obras allí almacenadas, pero tan pronto como seleccionó una edición de La guerra de los mundos, de H.G. Wells, Jorge y su mujer hicieron aparición.
—¡Hola! —gritó Jorge, entusiasmado.
—Hola… —dijo Bernardo, sin apartar la mirada de todas partes, con el libro en la mano.
—Me llamo Jorge —su sonrisa parecía hija de una curva imposible.
—Encantado. Yo soy Bernardo.
Se dieron un cálido apretón de manos, con fuerza suficiente por parte de Jorge como para confundirlo con una felicitación por haber logrado lo imposible.
—Siéntese, por favor —dijo Jorge, que actuaba con la grácil impaciencia de un grato anfitrión—. Julia, ¿por qué no traes algo de café?
Su mujer, visiblemente emocionada, hizo una inclinación con la cabeza y fue a la cocina. Tampoco el idioma parecía sufrir grandes cambios en aquellos sus huéspedes, lo que constituía una pista menos.
Los dos hombres se sentaron en sendos sillones frente a la chimenea. Jorge lo hizo con impaciencia contenida, y Bernardo con tensa frialdad, repasando de arriba abajo a aquel hombre, cuya vestimenta o aspecto, al igual que ocurría con la mujer, no permitían deducir época alguna.
—Así que… —comenzó a decir Jorge, para después interrumpirse a sí mismo—. ¡Un momento! Vuelvo enseguida.
Bernardo, atónito, vio cómo Jorge se perdía por el pasillo y regresaba con una libreta y un bolígrafo.
—Así que… —continuó Jorge, tomando asiento.
—Oiga —le interrumpió Bernardo—, no quisiera importunar, pero es muy importante que…
—Sí, sí, sí —dijo Jorge, haciendo lo propio—. Me lo ha contado todo mi mujer —achicó sus ojos tanto como el tono de su voz—: usted ha viajado en el tiempo.
Julia regresó con dos tazas. Bernardo aceptó una, aún humeante, con ambas manos. Aspiró el vapor con fuerza, como si el aroma del café albergase el misterio de los siglos. Julia se fijó en él y sonrió.
—Mi marido aún no le ha contado nada, ¿verdad? —dijo, sentándose en el brazo del sillón donde descansaba el mismo. Bernardo negó con la cabeza, y Jorge se disculpó con la mirada—. Perdone que le hayamos abordado de este modo —continuó Julia—. Mi marido es escritor, y se da la feliz coincidencia de que está escribiendo un relato sobre un hombre que viaja en el tiempo. ¡Imagínese! Al decirme usted de dónde venía no he podido ocultar mi entusiasmo.
—Interesante —dijo Bernardo—. Sin embargo, deben comprender que…
—Seis meses —volvió a interrumpirle Jorge—. Seis meses llevo con esta historia y no hay manera de sacarla adelante. Estoy frustrado.
—Lo lamento profundamente —añadió Bernardo—. Pero deben comprender que…
—Tiene que contarme lo ocurrido —Jorge miró al cielo, como si hablase con el Altísimo, justo antes de dirigir de nuevo sus ojos a Bernardo—. Paso a paso, por favor. Con sólo su presencia ya puedo verlo todo más claro —Jorge se puso en pie y alzó un brazo hacia el infinito—. «El pasado que vendrá» —enunció con voz de anuncio televisivo—. O mejor: «un futuro pasado de moda» —entonces se sentó otra vez, ante el asombro de Bernardo—. Bueno, el título está aún por decidir, claro. Debemos empezar por el principio. ¿Le importa que tome nota?
—¿Cómo dice?
—Que si le importa que escriba lo que ha sucedido. Usted me lo cuenta y yo lo voy convirtiendo en relato. ¿Le parece bien?
—Claro, claro —confesó Bernardo, acomodándose en el sillón—. Es sólo que lo primordial en este momento…
—Sí, sí —se apresuró a decir Jorge—. Conozco la importancia de un título, pero creo que será mejor que esperemos a terminar la historia para bautizarla como es debido. No se preocupe. ¿No le gusta el café?
—¿El café?
—He visto que no lo ha probado.
—Ah, bueno… —Bernardo permanecía estupefacto, con la taza en las manos.
—Vamos, beba. Le hará entrar en calor.
Bernardo obedeció.
—Ahora cuénteme —dijo Jorge, adoptando postura de atleta literario.
Bernardo, incapaz de encontrar un modo mejor de comunicarse con la pareja, accedió a relatar la historia desde el principio. Al fin y al cabo aquello le ayudaría a ordenar sus propias ideas, las cuales padecían el aturdimiento característico de un viaje de sus características.
—Veamos… —comenzó Bernardo, dejando que el crepitar del fuego hiciese de ancestral antesala a su narración—. Yo estaba en mi laboratorio —Jorge empezó a tomar nota como loco—. Acababa de terminar una serie de importantes cálculos en mi pizarra, esenciales para el desarrollo de mi proyecto. Llevaba trabajando en ellos más de veinte años y por fin había dado con la clave de todo.
Julia asomó su cabeza a la libreta de su marido, donde leyó:

El profesor Ben hacía cálculos en su gran pizarra, repleta de símbolos y ecuaciones tan complejas para el común de los mortales como un jeroglífico egipcio, pero igual de exóticas que éstos.

—Me di cuenta —continuaba Bernardo—, de que, en términos de relatividad… Un momento; ¿saben lo que es la relatividad? Porque de ser así no he debido retroceder demasiado en el tiempo, si es que lo que he hecho ha sido retroceder.
—Sí, sí, Einstein y todo eso —dijo Jorge.
—Yo no tengo ni idea de física —añadió Julia—. Me cuesta averiguar si la vuelta de la compra me la han dado como debían…
—Así que Einstein y todo eso... —dijo Bernardo, molesto—. Oiga, acabo de pulsar un botón, entrar en una cabina espacio-temporal y aparecer aquí sin más. ¿No cree que tengo derecho a saber…?
—¿Una cabina? ¿Hay una cabina espacio-temporal? —preguntó Jorge entusiasmado.
—Claro que hay una cabina —contestó Bernardo, tan ofendido por la duda como dispuesto a disfrutar de sus bien merecidos quince minutos de fama—. Se trata de un diseño propio realmente complejo. Consta de…
Bernardo dio lugar a una larga explicación técnica prácticamente incomprensible. Jorge anotó la descripción con sumo detalle, aunque otorgándole un toque personal aquí y allá, dejando caer alguna que otra pusilánime metáfora.
«Esto se escribe solo», dijo al término de la descripción. Julia volvió a leer, orgullosa, las palabras de su marido:

En ese momento, el fruto de su trabajo pendía de un ridículo botón, un círculo rojo de tres centímetros de diámetro diseñado así en sardónico homenaje a cuantos le tomaron alguna vez por loco, un simple botón encargado de brindar el más detallado, hermoso y nuevo génesis a cualquiera que lo pulsase.

—Así que lo pulsé, y aparecí aquí —concluyó Bernardo.
—No sabe usted lo importante que es esto para mí —añadió Jorge.
—¿Y desde cuándo, o desde dónde…? —dijo Julia—. Es decir, ¿de qué época procede usted?
—Eso es lo que trato de averiguar desde que he llegado —Bernardo dejó la taza de café en el suelo e inclinó su espalda hacia delante—. ¿En qué año estamos?
—Dos mil catorce —contestó Julia.
—No es posible —dijo Bernardo, dejándose caer pesadamente en el respaldo de su sillón. Su cabeza empezó a desarrollar un inesperado cálculo tras otro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jorge, en vilo.
Bernardo no respondía.
—¡Oiga! ¿Qué ocurre? —repitió.
—No he cambiado de año.... —contestó Bernardo. Su cara era un auténtico poema, y de los malos—. Cuando entré en la cápsula era el dos mil catorce también...  Deprisa, ¿qué día es hoy?
—Veintisiete de febrero —contestó Julia, en postura de cazador de respuestas.
—El mismo día… —musitó Bernardo, confuso—. Debe haber algún error…
El viejo se puso en pie y comenzó a dar vueltas por el salón, bajo la atenta mirada de la pareja.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jorge.
—Es el mismo día... —contestó con lentitud Bernardo—. Ha sido hoy, veintisiete de febrero, cuando he entrado en la cápsula.
—¿Quiere decir que no ha viajado en el tiempo?
Jorge le pasó la libreta a Julia, que la recibió como se recibe el cáliz un cura. Había un tono bastante claro de decepción en su pregunta.
—Debe haber algún error —dijo Bernardo, pensativo—. He entrado en la cápsula y he aparecido aquí, pero todos los cálculos eran correctos. De hecho me he materializado en otro punto del espacio, eso es indudable. He debido viajar de algún modo. ¿Qué sentido tendría si no que me transportase hasta aquí? ¡Ya sé! ¡La hora! Era de noche cuando viajé. ¿Qué hora es?
Jorge miró su reloj.
—Las nueve de la mañana —contestó.
Bernardo comenzó a saltar y a bailar de manera histriónica por el salón, frenético, poseído, fuera de sí.
—¡Lo he hecho! —gritaba—. ¡He viajado en el tiempo! ¡Acabo de hacer historia!
Julia y Jorge intercambiaron sus miradas. Luego se las devolvieron.
—¡Soy el primer hombre en viajar en el tiempo!
—Un momento —intervino Jorge con cierto disgusto—. Acaba de decir que es el mismo día y el mismo año.
Bernardo fue hasta él y acercó su cara a la de Jorge hasta el punto de que pudo oler el aroma a puro que desprendía su barba.
—¡Pero no es la misma hora! —le gritó entusiasmado Bernardo—. ¿No se da cuenta? Yo entré en la cápsula a las seis de la mañana. ¡Y ahora son las nueve! ¡He viajado al futuro!
Jorge se puso en pie despacio, como si soportase un terrible peso que le impidiera valerse de sus rodillas con la acostumbrada normalidad de siempre. Julia recogió las tazas de café y se fue, silenciosa, a la cocina.
—A ver si lo he entendido —dijo Jorge—. Entró en la cápsula a las seis de la mañana de hoy, y ha aparecido aquí a las nueve de la mañana.
—¡Exacto!
—Ha avanzado tres horas en el tiempo.
—¡He viajado tres horas al futuro!
—Así que no hay dinosaurios, ni centros comerciales en la luna, ni nada parecido.
—¿A qué se refiere? ¿Es que no se da cuenta de lo que esto supone? ¿No le sorprende?
—Bueno, sin ánimo de ofender, me he echado siestas que me han transportado a un futuro más lejano, para que me entienda…
Bernardo enmudeció. Jorge le puso entonces una mano en la espalda, un gesto que Bernardo pudo identificar ya como una familiar y característica invitación a alguna parte.
—En fin —dijo Jorge—, ha sido un placer conocerle.
—¿Cómo? ¿No quiere saber más? ¿No iba a escribir la historia?
—No es lo que estaba buscando, la verdad…
—¡Pero es un viaje al futuro! ¿Sabe cuántas aplicaciones tiene un hecho como éste en la ciencia?
—A mí si no ha visto a Jesucristo, a Carlomagno o a los habitantes de Marte, poco me interesa.
Jorge le empujó sutilmente con la mano y ambos emprendieron una corta marcha hacia la puerta de entrada.
—Cuando viaje de verdad al futuro venga a vernos —dijo Jorge—. ¿Lo hará?
—Pero bueno, ¿usted qué se ha creído? ¡Ya he viajado de verdad! ¡Y tres horas nada más y nada menos!
—Si está muy bien, está muy bien... Pero yo no puedo mandarle a mi editor un relato sobre un hombre que entiende por futuro el momento en el que termina de ver Ben-Hur.
—Esto es indignante... ¡Indignante!, ¿me oye?
Jorge abrió la puerta y cedió el paso a Bernardo, que salió afuera como por inercia.
—Vaya a contárselo a sus colegas científicos —dijo Jorge a modo de despedida—. Y vuelva cuando haya impedido que Hitler se dejase bigote, por ejemplo. Ha sido un placer.
Bernardo, boquiabierto, vio cómo le cerraban la puerta.
Jorge volvió a la cocina, donde su mujer preparaba tostadas y olía a mantequilla y mermelada de melocotón.
—A cualquier cosa le llaman viajar en el tiempo —le dijo antes de robarle un bocado de su tostada—. Me temo que nunca terminaré de escribir esta historia.




[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.