Wednesday, December 23, 2015

El monoteísmo no escogido como reverso espiritual del capitalismo




Si en el futuro alguna nación muy culta y poética devolviera a los alegres dioses primaverales de la antigüedad su derecho de mayorazgo y los entronizara de nuevo, redivivos, en este cielo egoísta que se ha convertido en una colina desierta, no duden que el gran cachalote sería el rey, glorificado en el alto sitial de Júpiter.

Herman Melville, Moby Dick.


Muy al contrario de lo que solemos creer, es en la elección misma donde se encuentra nuestra esclavitud. Muchos pensarán que la expresión correcta debería ser en el mal uso de la elección, sin embargo, ¿cuántas veces nos paramos a pensar si debemos elegir, si el momento en el que tomamos una decisión es el momento en el que debemos tomarla? Una cosa es meditar sobre lo acertado o lo erróneo de nuestra elección, y otra muy diferente plantearnos si había alternativa, si era siquiera necesario escoger. Pensamos que elegir nos hace libres, que esa es la tan anhelada virtud humana que nos diferencia de los animales —a menudo me pregunto por qué sentimos esa necesidad de diferenciarnos de ellos, cuando lo que debería darnos vergüenza es parecernos a tantos de nuestros semejantes—, pero nuestra capacidad de elección ha sido, como tantas otras cosas en este mundo, tergiversada y manipulada para hacer de ella una simple ilusión en nuestro camino por un determinismo en el que la providencia, lejos de disponer de los trazos de un Miguel Ángel, viste ahora prendas repletas de elementos holográficos y motivos iridiscentes para evitar ser falsificadas.
Debemos elegir desde antes de que sepamos siquiera el significado de esa palabra, y de hecho elegimos antes de saber que lo estamos haciendo. El filósofo español Ortega y Gasset defendía que el acto de mirar implicaba un acto de no mirar, dado que al mirar algo poníamos nuestra atención en ese algo y, por tanto, en ningún otro. El ejemplo de que un agricultor, un cazador y un pintor, aun mirando la misma parcela de un bosque, se fijarían en aspectos diferentes de la misma, ilustra de gran manera este pensamiento. De esa manera, con cada nueva elección damos de lado a algo, y de este modo nos vamos cerrando puertas, limitándonos, acotando el mundo y reduciéndolo a una triste fracción de cuanto en realidad dispone para ofrecernos.
De entre todas esas tempranas y limitantes elecciones a las que nos vemos obligados, y para las cuales no hemos sentido la necesidad de elegir, hay una que me parece especialmente triste, especialmente cruel y decadente, y es aquella que se refiere a la religión.
En la sociedad en la que yo he crecido, tarde o temprano, de un modo u otro, el monoteísmo imperante fagocita todo germen de emancipación imaginaria o determinación  genuina y siembra ante nuestros ojos los desoladores pasajes bíblicos —y/o sucedáneos—. Si no fue por vía familiar, lo fue por vía escolar, y si bien en esta última se nos brindó la quimera de la elección —todos recordamos aquella cómica asignatura que era alternativa a la religión—, era ya tarde para estar en disposición de adoptar una postura politeísta. Sí, he dicho bien: politeísta. Parece una obviedad, pero para mí es intrigante que el politeísmo no sea una opción.
Dentro de nuestra enfermiza predilección por las dicotomías —¿cuándo aprenderemos que una ecuación puede tener dos o más soluciones?—, podemos elegir entre creer o no creer; creer significará creer en un único dios, y no creer implicará un rechazo absoluto del politeísmo, pues, si no se acepta la existencia de un dios, ¿cómo aceptar la de una veintena? Y sin embargo, he ahí la mayor contradicción que encuentro en los creyentes: que creyendo en uno solo, consideren ridículo creer en dos. ¿A qué debemos este monopolio celeste? Más aún: ¿en base a qué se jactan del mismo los creyentes?
Pienso en las historias que rodean el catecismo de mi infancia: la matanza de los inocentes, los suplicios del infierno, la crucifixión, las plagas de Egipto, Eva mandando al garete a la humanidad… Pienso en el marcado carácter prosaico de sus historias, en lo atávico de las mismas, y no puedo sino temblar ante el mero hecho de imaginarme a un hijo mío no pudiendo escoger el escucharlas imbuidas de ese carácter perentorio y axiomático que adquieren al ser vertidos, como hicieran con el padre de Hamlet, en oídos inocentes. Acto seguido releo, entre tantos otros ejemplos de tan diversas culturas, a Ovidio: Filemón y Baucis, Faetón, Níobe, Minos y Céfalo, el Minotauro, el laberinto y Ariadna… Y noto entonces la diferencia, capto el tono, la vibración de los mitos; aprecio la frecuencia de nuestros mecanismos mentales y espirituales activándose, mientras que en el caso contrario no hallo más que adoctrinamiento prematuro y ese tufo marcial que lo acompaña.
¿Por qué, al igual que aborrecemos que nos comparen con un animal —a pesar de Whitman[1]—, consideramos ridículo el politeísmo? ¿Cuál es la diferencia entre adorar a un dios que se convirtió en cisne y adorar a otro que en sus ratos libres charla con el demonio? Jamás lograré comprender qué necesidad tenemos de lo único, de lo exclusivo, de lo eliminatorio, cuando es infinito el universo, cuando es tan vasto nuestro cerebro. ¿Qué hay de malo en venerar a una vaca, o adorar una brizna de hierba? ¿Por qué es ridículo que el plumaje de un pavo real provenga de los ojos de un gigante, y podemos no poner en duda que un hombre caminó sobre las aguas, o que otro abrió en dos el Mar Rojo? ¿Por qué no puede el gran cachalote de Melville equipararse a Yahvé o a Júpiter? Hasta tal punto somos cosechados con el fin de que las cosas no cambien, de que el sistema —es decir: nosotros— no se altere, que hemos hecho del cielo un cielo egoísta, una colina desierta, eliminando todo atisbo de magia, todo rastro de misterio; privándole de toda poesía más allá de la ciencia. Y hacerlo ha sido tan sencillo como siempre: escogiendo (cada vez antes) sin darnos cuenta, creyendo que ha sido nuestra voluntad, sin percibir la pátina de falacia que cubre nuestra certeza.
Qué razón llevaba Séneca cuando decía que no somos dueños de nosotros mismos. Esta sociedad a la que pertenezco ha logrado etiquetar cuanto le ha convenido como ridículo, de modo que no pueda ni plantearme mentalmente ninguna de esas ridiculeces sin esbozar una boba sonrisa de incredulidad en mi cara,  como si alguien supiera lo que puede o no puede ser posible,  como si alguien supiera algo, la más mínima cosa, con la menor de las certezas posibles; como si soñar no fuera una facultad humana, sino un defecto genético; como si ser uno mismo y construir su propio universo fuese cosa de niños; como si ser un niño no fuese prodigioso, o más aún: el inicio de todo.


Alejandro Molina Carreño.


[1] Oxen that rattle the yoke and chain or halt in the leafy shade, what is
that you express in your eyes?
It seems to me more than all the print I have read in my life.

(Bueyes que hacéis rechinar, al andar, el yugo y la cadena o que sesteáis en la sombra de los prados
¿qué me queréis decir con vuestros ojos?
Me decís más que cuanto han leído los míos en la vida).

Hojas de Hierba, Walt Whitman.