Wednesday, February 4, 2015

DEBORAH (relato)


DEBORAH
Alejandro Molina Carreño


 Los que pueden actúan, y los que no 
pueden, y sufren por ello, escriben.
W. Faulkner.



Entré al Rex, tal y como hacía todas las noches. De casa al trabajo y del trabajo al bar. No quiero recordar en qué trabajaba entonces, pero ganaba algo de dinero y no me iba del todo mal. Por eso frecuentaba tanto el Rex. Allí era donde invertía mi dinero.
Pedí un Jack Daniel’s con hielo. Me gustaba beber bourbon sentado en un taburete con los antebrazos apoyados en la barra, escuchando música swing, la mirada perdida en los reflejos del licor a través de los cubitos, en el reflectante caleidoscopio formado por las lanzadas de luz que atravesaban el vaso. Allí, entre la multitud, podía pasar desapercibido. La gente charlaba y se movía por todas partes, esperando que algo sucediera,
Beppe, el camarero, era amigo mío. Se me acercó y me comentó que esa noche habría concierto. Unos tipos increíbles, me prometió. Una de las camareras a las que aún no conocía se me acercó. Le pidió a Beppe dos Manhattan. Luego me miró descaradamente, tanto que pensé que estaba contándome los pelos de la nariz.
—¿Tú eres Alex? —me preguntó. Pronunció mi nombre con esmero, como si debiese hacerlo bien.
—Sí —contesté, mirándole a la cara.
Era una mujer con uno de esos atractivos que reside en un toque especial entre la vulgaridad de siempre. Su toque era el pelo. Tenía un pelo negro precioso, cortado a la altura de la barbilla, con una caída especial, suave pero rígida en su forma, que le ocultaba parte del rostro. El resto era lo de siempre: dos tetas de niña, una cintura de avispa y dos piernas de infarto. Imaginé un culo prieto, pequeño. La imaginé desnuda en la cama conmigo. No pude evitarlo.
—Encantada. Yo soy Deborah.
—Encantado, Deborah.
Deborah volvió a buscar a Beppe tras la barra, esperando su pedido. Parecía que no le interesase nada más de mí. O eso o esperaba una reacción por mi parte. Mi turno, por así decirlo. A las mujeres les gusta dar órdenes con su silencio. Pero les gusta más aún ser desobedecidas. Le di un trago a mi vaso y volví a centrarme en el cobrizo brillo del bourbon.
—¿Cuánto tiempo llevas en Florencia? —me clavó la mirada otra vez.
—Unos seis meses, más o menos. No estoy seguro.
En realidad no tenía ni idea de cuánto llevaba en Italia. Podían ser años, podían ser días. Yo no tenía ninguna necesidad especial de llevar una cuenta.
—¿Eres español?
—Sí. De Granada —bebí de nuevo y el vaso se quedó vacío.
—Sabía que eras español. Beppe me ha hablado de ti. A él no le caen bien los españoles. Dice que son todos gilipollas.
—Estoy de acuerdo.
—Dice que eres su primer amigo español. Está realmente sorprendido.
Beppe me dijo en una ocasión algo parecido. Los españoles que frecuentaban su bar se regían por un estricto código de estupidez. Se pasaban la noche dando voces y emborrachándose hasta que alguien les sugería que se largasen de allí. Yo era muy callado y nadie tenía que decirme cuándo iba lo suficientemente borracho para tener que irme a casa. A Beppe le gustaba eso.
—Él es el primer italiano que conozco.
—¿De verdad?
Deborah parecía sorprendida. Se quedó pensativa unos segundos. Beppe sacudía la coctelera con fuerza. Yo imaginaba a Deborah contra la pared del baño, con las piernas abiertas y las bragas a sus pies, tensas, estiradas entre un tobillo y otro. Yo estaba detrás, dándole duro.
—No suelo hablar con la gente —le dije.
—Beppe dice que eres un gran tipo. Un gran tipo. Le gusta decir eso.
—Beppe sí que es un gran tipo.
—También dice que eres escritor.
—Parece que Beppe habla demasiado.
—¿Por qué dices eso?
Beppe apareció con los cócteles. Los puso en la barra y Deborah los colocó sobre su bandeja. Se dio la vuelta sin mediar palabra y fue a servir. Yo le hice un gesto a Beppe con el vaso, y él cogió una botella de Jack Daniel’s del estante de bebidas. Me sirvió.
—¿Qué te parece Deborah? —me preguntó.
—Es simpática.
—Está buena, ¿verdad?
—Sí. Por qué no.
—¿Cómo que por qué no?
—Supongo que está bien —contesté. Beppe me había servido, y yo me llevé el vaso a la boca—. Todas las mujeres están buenas en algún momento del día.
—Si eso es así, este es el momento de Deborah. Y el tuyo también, chico.
—¿El mío?
—Le he dicho que eres escritor.
—¿Por qué lo has hecho?
—A las tías les ponen los artistas. Era eso o pintor. Y tú no tienes pinta de pintor.
—Tampoco parezco un maldito escritor.
—Eres un bohemio, chico. Lo dicen las otras camareras.
—Mierda…
Beppe volvió a perderse entre las voces y las manos que agitaban el dinero como si estuviesen en la bolsa, ansiosos por otra acción. Odiaba que la gente se hiciera una idea equivocada de mí sólo por el hecho de escribir algo de vez en cuando. Me habían publicado un par de relatos, pero eso no me hacía especial. A mí me gusta escribir, a otros les gusta apretar tuercas, preparar hamburguesas, escribir ecuaciones o sumar números.
La música paró de repente. Dos tipos se subieron al escenario con guitarras acústicas. Comenzaron a tocar bossa nova. Lo hacían realmente bien. Mi vaso se vació de nuevo. No podía entenderlo: se vaciaba y se vaciaba sin que me diese cuenta.
La gente se relajó con el concierto. Deborah surgió de la nada.
—¿Qué tal, escritor?
Me hizo la pregunta como si hubiésemos roto algún tipo de hielo entre nosotros. Había familiaridad en su voz. Imaginé que le daba un beso en la frente y le decía buenos días.
—No soy escritor.
—¿Ah, no?
—Que me guste escribir no significa que sea escritor.
—Siempre he querido conocer a un escritor.
Aquello sonó tierno. La miré. Ahora me parecía mucho más atractiva que antes. No sabría decir por qué, pero su cara había cambiado. De repente, no era la misma.
—En ese caso, lamento defraudarte.
Deborah se sentó en un taburete, junto a mí. El humo, la música, la luz, el ruido… todo era agradable.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis —le mentí.
—¿Qué bebes?
—Jack Daniel’s.
—¿Solo?
«Claro, coño —pensé—. Cómo quieres que me lo beba, ¿con lejía?»
—Sí, bueno, no me gustan los refrescos —dije.
Ella parecía memorizar cada respuesta.
—¿Estás escribiendo algún libro ahora?
—No. Atravieso una mala racha. Una especie de crisis literaria. Pero no te preocupes, forma parte del oficio. No hay por qué deprimirse. Es decir, ¿qué es un escritor feliz? ¿Quién quiere uno de esos?
Comencé a hablar demasiado. Solía pasarme cuando decía alguna frase estúpida. Trataba de deshacerme de ella rápido, llenando el espacio de palabras y más palabras sin demasiado sentido, como si borrase el rastro de lo que nunca debí haber dicho. Obviamente, el bourbon también hacía lo suyo.
—Eres gracioso —dijo ella.
Deborah sonreía. Me fijé en sus labios. Quería esos labios. Quería lamerlos. Estaba claro que ella pensaba en un millón de cosas mientras me escuchaba. Quizás pensaba en lo mismo que yo y se estaba imaginando mis labios entre sus piernas.
—Nunca me habían dicho eso —dije. Esta vez era verdad. No solía hablar con la gente, así que no escuchaba cumplidos muy a menudo—. Oye, ¿puedes beber mientras trabajas?
—Sólo cuando hay concierto.
—¡Beppe!
Beppe llegó al instante. Cuando sirvió los dos Jack Daniel’s me miró con una tonta sonrisa de satisfacción, la sonrisa de un tipo que estaba a medio camino entre celestino y proxeneta.
—Me gustaría saber sobre qué escribes.
—Créeme: no te gustaría.
—¿Por qué?
—¿A qué te dedicas tú? Es decir, cuando sales del bar.
—¿Yo? —Deborah recibió la pregunta con la alegría de un crío que acaba de acceder a eso que lleva horas suplicando en vano. Al parecer eran pocos los que se interesaban por algo más que por el hecho de que fuese camarera. Les bastaba con eso, con saber que era camarera. Pero yo sabía cuánto le gusta a una mujer que se interesen por ella. Tanto como que las ignoren—. Ahora estoy haciendo un curso de cocina —dijo.
—¡Vaya! Eso sí que es interesante.
—¿Más que tus escritos?
—Una receta no es como un relato. Mis relatos saben fatal. Siempre les falta algo. Pero una buena receta…
—¡Qué tonto eres! Pero me gusta que seas tonto —eso era lo más sincero que nadie me hubiese dicho antes.
—¿Y qué platos sabes cocinar ya?
—Muchos. En serio. He aprendido muchísimo —Deborah le dio un trago al bourbon. No estaba acostumbrada—. ¡Puaj! ¡Qué asco! ¿Cómo puedes beberte esto? —aquello, sin duda alguna, me hacía más interesante. Si bebiese Bombay Safir con alguna mierda el efecto no habría sido el mismo, porque a ella seguramente le habría gustado. Las mujeres siempre quieren ver algo diferente en uno. Beber Jack Daniel’s solo no era muy habitual entre la gente de su edad, lo cual comenzaba a hacerme diferente.
—Tienes que aprender a beber, a saborear el bourbon.
—Sabe fatal.
—No creo que sea para tanto.
—¡Beppe! ¡Una Coca-Cola!
—¡¿Qué?! —ahí se había pasado. No puedes echarle Coca-Cola a un Jack Daniel’s—. De eso nada, señorita.
—¿Qué dices? —ella reía. Sus labios eran más apetitosos con cada trago.
—No puedes hacer eso. No puedes echarle Coca-Cola.
—Está bien. Pediré otra cosa. Pero esto te lo bebes tú.
—Haré un esfuerzo.
Beppe le puso un ron con Coca-Cola. ¿Qué otra cosa podía beber alguien como Deborah? Fue a atender un par de mesas y volvió a mi lado. Había cierta prisa en sus formas, cierta ansiedad.
—Si quieres, un día puedo prepararte una vychissoise.
—¿Vychi qué?
—Crema de puerros.
—Eso debe ser cosa de franceses. Les encanta ponerle nombres ridículos a todo.
—¿Tú crees?
Ella se quedó callada. Aquello no eran bueno para mí. Ese silencio era tenso, acaso fruto del aburrimiento. Estaba siendo trivial, soso. Más me valía decir algo pronto, llamar su atención de nuevo. Las cosas funcionan así: tienes unos diez minutos para hacer que una mujer se interese por ti, y para ello debes decir tres o cuatro cosas llamativas. No tuve elección.
—Imagina que un tipo entra a un bar —comencé a decir. Deborah me miró. Había incertidumbre en sus ojos—. El tipo se sienta en la barra y pide un Jack Daniel’s. Entonces, una camarera, una muy atractiva, se le acerca y le dice: «¿tú eres Darío?». Si fueras escritora, ¿Cómo continuarías la historia?
—¿Y eso para qué es?
—Es para el relato en el que estoy trabajando.
—¿Ah, sí?
El concierto continuaba. La música era cada vez mejor. Deborah retomó el interés en mí. Se acomodó en el taburete, dio un trago a su bebida y comenzó a hablar. Estaba dispuesta a darme toda una lección sobre cómo le gustaría que yo actuase.
—La chica —dijo Deborah— pensaría que Alfredo, el dueño del bar, le había dicho que un tal Darío, un chico atractivo que siempre venía a beber solo al bar, era escritor. Así que ella quería conocerlo. ¿Cómo se llama ella?
—¿La camarera?
—Sí.
—Carol —contesté.
—Carol nunca había conocido a un escritor —continuó Deborah—. Le llamaban la atención las personas que se dedicaban a hacer algo fuera de lo normal. Él le dijo que sí, que era Darío. Entonces le preguntó que con quién tenía el placer de hablar, y ella dijo, avergonzada, que con Carol. «Encantado, Carol, ¿quieres una copa?» —Deborah incluso gesticulaba por mí y ponía voz grave de hombre; llegó a mover las manos como hacía yo en ocasiones—. Ella le diría que estaba trabajando, pero que por una copa no iba a pasar nada. Luego él se interesaría por ella y terminarían hablando de sus relatos. A ella le encantaban sus ideas y acabaría le preguntaría que si podría leer alguna vez alguno. Él contestaría que por supuesto, que sería un honor que ella leyese algo. Después seguiría trabajando y él pagaría y se marcharía. Carol, desilusionada, cerraría el bar y, al salir a la calle, se lo encontraría apoyado en la pared, fumándose un pitillo. «¿Qué haces aquí?». Y él diría: «¿no habías dicho que querías leer algo?». Iríamos a su casa, y por el camino, así, sin más, me pararía, me miraría a los ojos y me besaría.
—¿Te miraría y te besaría? —repetí, sonrojado y sonriendo.
—Es un buen final.
—¿Tiene que terminar ahí? ¿No pueden llegar a su casa?
—Pueden hacer lo que tú quieras. Es tu historia.
—Eres tú quien la ha inventado —le dije, confuso.
En ese momento, un torrente de palmas irrumpió en la escena. El concierto terminó y Deborah volvió corriendo al trabajo.
Yo me bebí un Jack Daniel’s más allí sentado, solo. La gente se había animado con el concierto y Deborah no paraba de servir mesas. Pagué la cuenta, me despedí de Beppe y salí a la calle a fumarme un cigarrillo.
El resto ya te lo ha contado Deborah.


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