DEBORAH
Alejandro Molina Carreño
Los que pueden
actúan, y los que no
pueden, y sufren por ello, escriben.
pueden, y sufren por ello, escriben.
W. Faulkner.
Entré al Rex, tal y como hacía todas las noches. De casa al
trabajo y del trabajo al bar. No quiero recordar en qué trabajaba entonces,
pero ganaba algo de dinero y no me iba del todo mal. Por eso frecuentaba tanto
el Rex. Allí era donde invertía mi dinero.
Pedí un Jack Daniel’s con hielo. Me
gustaba beber bourbon sentado en un taburete con los antebrazos apoyados en la
barra, escuchando música swing, la mirada perdida en los reflejos del licor a
través de los cubitos, en el reflectante caleidoscopio formado por las lanzadas
de luz que atravesaban el vaso. Allí, entre la multitud, podía pasar
desapercibido. La gente charlaba y se movía por todas partes, esperando que algo
sucediera,
Beppe, el camarero, era amigo mío. Se
me acercó y me comentó que esa noche habría concierto. Unos tipos increíbles, me
prometió. Una de las camareras a las que aún no conocía se me acercó. Le pidió
a Beppe dos Manhattan. Luego me miró descaradamente, tanto que pensé que estaba
contándome los pelos de la nariz.
—¿Tú eres Alex? —me preguntó. Pronunció
mi nombre con esmero, como si debiese hacerlo bien.
—Sí —contesté, mirándole a la cara.
Era una mujer con uno de esos atractivos
que reside en un toque especial entre la vulgaridad de siempre. Su toque era el
pelo. Tenía un pelo negro precioso, cortado a la altura de la barbilla, con una
caída especial, suave pero rígida en su forma, que le ocultaba parte del
rostro. El resto era lo de siempre: dos tetas de niña, una cintura de avispa y
dos piernas de infarto. Imaginé un culo prieto, pequeño. La imaginé desnuda en
la cama conmigo. No pude evitarlo.
—Encantada. Yo soy Deborah.
—Encantado, Deborah.
Deborah volvió a buscar a Beppe tras la
barra, esperando su pedido. Parecía que no le interesase nada más de mí. O eso o
esperaba una reacción por mi parte. Mi turno, por así decirlo. A las mujeres
les gusta dar órdenes con su silencio. Pero les gusta más aún ser
desobedecidas. Le di un trago a mi vaso y volví a centrarme en el cobrizo
brillo del bourbon.
—¿Cuánto tiempo llevas en Florencia? —me
clavó la mirada otra vez.
—Unos seis meses, más o menos. No estoy
seguro.
En realidad no tenía ni idea de cuánto
llevaba en Italia. Podían ser años, podían ser días. Yo no tenía ninguna
necesidad especial de llevar una cuenta.
—¿Eres español?
—Sí. De Granada —bebí de nuevo y el
vaso se quedó vacío.
—Sabía que eras español. Beppe me ha
hablado de ti. A él no le caen bien los españoles. Dice que son todos
gilipollas.
—Estoy de acuerdo.
—Dice que eres su primer amigo español.
Está realmente sorprendido.
Beppe me dijo en una ocasión algo
parecido. Los españoles que frecuentaban su bar se regían por un estricto código
de estupidez. Se pasaban la noche dando voces y emborrachándose hasta que alguien
les sugería que se largasen de allí. Yo era muy callado y nadie tenía que
decirme cuándo iba lo suficientemente borracho para tener que irme a casa. A
Beppe le gustaba eso.
—Él es el primer italiano que conozco.
—¿De verdad?
Deborah parecía sorprendida. Se quedó
pensativa unos segundos. Beppe sacudía la coctelera con fuerza. Yo imaginaba a Deborah
contra la pared del baño, con las piernas abiertas y las bragas a sus pies,
tensas, estiradas entre un tobillo y otro. Yo estaba detrás, dándole duro.
—No suelo hablar con la gente —le dije.
—Beppe dice que eres un gran tipo. Un
gran tipo. Le gusta decir eso.
—Beppe sí que es un gran tipo.
—También dice que eres escritor.
—Parece que Beppe habla demasiado.
—¿Por qué dices eso?
Beppe apareció con los cócteles. Los
puso en la barra y Deborah los colocó sobre su bandeja. Se dio la vuelta sin
mediar palabra y fue a servir. Yo le hice un gesto a Beppe con el vaso, y él
cogió una botella de Jack Daniel’s del estante de bebidas. Me sirvió.
—¿Qué te parece Deborah? —me preguntó.
—Es simpática.
—Está buena, ¿verdad?
—Sí. Por qué no.
—¿Cómo que por qué no?
—Supongo que está bien —contesté. Beppe
me había servido, y yo me llevé el vaso a la boca—. Todas las mujeres están
buenas en algún momento del día.
—Si eso es así, este es el momento de
Deborah. Y el tuyo también, chico.
—¿El mío?
—Le he dicho que eres escritor.
—¿Por qué lo has hecho?
—A las tías les ponen los artistas. Era
eso o pintor. Y tú no tienes pinta de pintor.
—Tampoco parezco un maldito escritor.
—Eres un bohemio, chico. Lo dicen las
otras camareras.
—Mierda…
Beppe volvió a perderse entre las voces
y las manos que agitaban el dinero como si estuviesen en la bolsa, ansiosos por
otra acción. Odiaba que la gente se hiciera una idea equivocada de mí sólo por
el hecho de escribir algo de vez en cuando. Me habían publicado un par de
relatos, pero eso no me hacía especial. A mí me gusta escribir, a otros les
gusta apretar tuercas, preparar hamburguesas, escribir ecuaciones o sumar
números.
La música paró de repente. Dos tipos se
subieron al escenario con guitarras acústicas. Comenzaron a tocar bossa nova.
Lo hacían realmente bien. Mi vaso se vació de nuevo. No podía entenderlo: se
vaciaba y se vaciaba sin que me diese cuenta.
La gente se relajó con el concierto.
Deborah surgió de la nada.
—¿Qué tal, escritor?
Me hizo la pregunta como si hubiésemos
roto algún tipo de hielo entre nosotros. Había familiaridad en su voz. Imaginé
que le daba un beso en la frente y le decía buenos días.
—No soy escritor.
—¿Ah, no?
—Que me guste escribir no significa que
sea escritor.
—Siempre he querido conocer a un
escritor.
Aquello sonó tierno. La miré. Ahora me
parecía mucho más atractiva que antes. No sabría decir por qué, pero su cara
había cambiado. De repente, no era la misma.
—En ese caso, lamento defraudarte.
Deborah se sentó en un taburete, junto
a mí. El humo, la música, la luz, el ruido… todo era agradable.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis —le mentí.
—¿Qué bebes?
—Jack Daniel’s.
—¿Solo?
«Claro, coño —pensé—. Cómo quieres que
me lo beba, ¿con lejía?»
—Sí, bueno, no me gustan los refrescos —dije.
Ella parecía memorizar cada respuesta.
—¿Estás escribiendo algún libro ahora?
—No. Atravieso una mala racha. Una
especie de crisis literaria. Pero no te preocupes, forma parte del oficio. No
hay por qué deprimirse. Es decir, ¿qué es un escritor feliz? ¿Quién quiere uno
de esos?
Comencé a hablar demasiado. Solía
pasarme cuando decía alguna frase estúpida. Trataba de deshacerme de ella
rápido, llenando el espacio de palabras y más palabras sin demasiado sentido,
como si borrase el rastro de lo que nunca debí haber dicho. Obviamente, el
bourbon también hacía lo suyo.
—Eres gracioso —dijo ella.
Deborah sonreía. Me fijé en sus labios.
Quería esos labios. Quería lamerlos. Estaba claro que ella pensaba en un millón
de cosas mientras me escuchaba. Quizás pensaba en lo mismo que yo y se estaba
imaginando mis labios entre sus piernas.
—Nunca me habían dicho eso —dije. Esta
vez era verdad. No solía hablar con la gente, así que no escuchaba cumplidos
muy a menudo—. Oye, ¿puedes beber mientras trabajas?
—Sólo cuando hay concierto.
—¡Beppe!
Beppe llegó al instante. Cuando sirvió los
dos Jack Daniel’s me miró con una tonta sonrisa de satisfacción, la sonrisa de
un tipo que estaba a medio camino entre celestino y proxeneta.
—Me gustaría saber sobre qué escribes.
—Créeme: no te gustaría.
—¿Por qué?
—¿A qué te dedicas tú? Es decir, cuando
sales del bar.
—¿Yo? —Deborah recibió la pregunta con
la alegría de un crío que acaba de acceder a eso que lleva horas suplicando en
vano. Al parecer eran pocos los que se interesaban por algo más que por el
hecho de que fuese camarera. Les bastaba con eso, con saber que era camarera.
Pero yo sabía cuánto le gusta a una mujer que se interesen por ella. Tanto como
que las ignoren—. Ahora estoy haciendo un curso de cocina —dijo.
—¡Vaya! Eso sí que es interesante.
—¿Más que tus escritos?
—Una receta no es como un relato. Mis
relatos saben fatal. Siempre les falta algo. Pero una buena receta…
—¡Qué tonto eres! Pero me gusta que
seas tonto —eso era lo más sincero que nadie me hubiese dicho antes.
—¿Y qué platos sabes cocinar ya?
—Muchos. En serio. He aprendido
muchísimo —Deborah le dio un trago al bourbon. No estaba acostumbrada—. ¡Puaj!
¡Qué asco! ¿Cómo puedes beberte esto? —aquello, sin duda alguna, me hacía más
interesante. Si bebiese Bombay Safir con alguna mierda el efecto no habría sido
el mismo, porque a ella seguramente le habría gustado. Las mujeres siempre
quieren ver algo diferente en uno. Beber Jack Daniel’s solo no era muy habitual
entre la gente de su edad, lo cual comenzaba a hacerme diferente.
—Tienes que aprender a beber, a
saborear el bourbon.
—Sabe fatal.
—No creo que sea para tanto.
—¡Beppe! ¡Una Coca-Cola!
—¡¿Qué?! —ahí se había pasado. No puedes
echarle Coca-Cola a un Jack Daniel’s—. De eso nada, señorita.
—¿Qué dices? —ella reía. Sus labios
eran más apetitosos con cada trago.
—No puedes hacer eso. No puedes echarle
Coca-Cola.
—Está bien. Pediré otra cosa. Pero esto
te lo bebes tú.
—Haré un esfuerzo.
Beppe le puso un ron con Coca-Cola.
¿Qué otra cosa podía beber alguien como Deborah? Fue a atender un par de mesas
y volvió a mi lado. Había cierta prisa en sus formas, cierta ansiedad.
—Si quieres, un día puedo prepararte
una vychissoise.
—¿Vychi qué?
—Crema de puerros.
—Eso debe ser cosa de franceses. Les
encanta ponerle nombres ridículos a todo.
—¿Tú crees?
Ella se quedó callada. Aquello no eran bueno
para mí. Ese silencio era tenso, acaso fruto del aburrimiento. Estaba siendo
trivial, soso. Más me valía decir algo pronto, llamar su atención de nuevo. Las
cosas funcionan así: tienes unos diez minutos para hacer que una mujer se
interese por ti, y para ello debes decir tres o cuatro cosas llamativas. No
tuve elección.
—Imagina que un tipo entra a un bar —comencé
a decir. Deborah me miró. Había incertidumbre en sus ojos—. El tipo se sienta
en la barra y pide un Jack Daniel’s. Entonces, una camarera, una muy atractiva,
se le acerca y le dice: «¿tú eres Darío?». Si fueras escritora, ¿Cómo
continuarías la historia?
—¿Y eso para qué es?
—Es para el relato en el que estoy
trabajando.
—¿Ah, sí?
El concierto continuaba. La música era
cada vez mejor. Deborah retomó el interés en mí. Se acomodó en el taburete, dio
un trago a su bebida y comenzó a hablar. Estaba dispuesta a darme toda una
lección sobre cómo le gustaría que yo actuase.
—La chica —dijo Deborah— pensaría que
Alfredo, el dueño del bar, le había dicho que un tal Darío, un chico atractivo
que siempre venía a beber solo al bar, era escritor. Así que ella quería
conocerlo. ¿Cómo se llama ella?
—¿La camarera?
—Sí.
—Carol —contesté.
—Carol nunca había conocido a un
escritor —continuó Deborah—. Le llamaban la atención las personas que se
dedicaban a hacer algo fuera de lo normal. Él le dijo que sí, que era Darío.
Entonces le preguntó que con quién tenía el placer de hablar, y ella dijo,
avergonzada, que con Carol. «Encantado, Carol, ¿quieres una copa?» —Deborah
incluso gesticulaba por mí y ponía voz grave de hombre; llegó a mover las manos
como hacía yo en ocasiones—. Ella le diría que estaba trabajando, pero que por
una copa no iba a pasar nada. Luego él se interesaría por ella y terminarían
hablando de sus relatos. A ella le encantaban sus ideas y acabaría le
preguntaría que si podría leer alguna vez alguno. Él contestaría que por
supuesto, que sería un honor que ella leyese algo. Después seguiría trabajando
y él pagaría y se marcharía. Carol, desilusionada, cerraría el bar y, al salir
a la calle, se lo encontraría apoyado en la pared, fumándose un pitillo. «¿Qué
haces aquí?». Y él diría: «¿no habías dicho que querías leer algo?». Iríamos a
su casa, y por el camino, así, sin más, me pararía, me miraría a los ojos y me
besaría.
—¿Te miraría y te besaría? —repetí, sonrojado
y sonriendo.
—Es un buen final.
—¿Tiene que terminar ahí? ¿No pueden
llegar a su casa?
—Pueden hacer lo que tú quieras. Es tu
historia.
—Eres tú quien la ha inventado —le
dije, confuso.
En ese momento, un torrente de palmas
irrumpió en la escena. El concierto terminó y Deborah volvió corriendo al
trabajo.
Yo me bebí un Jack Daniel’s más allí
sentado, solo. La gente se había animado con el concierto y Deborah no paraba
de servir mesas. Pagué la cuenta, me despedí de Beppe y salí a la calle a
fumarme un cigarrillo.
El resto ya te lo ha contado Deborah.
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