Wednesday, January 7, 2015

MR. HYDE (relato)

MR. HYDE[1]
Alejandro Molina Carreño

“Angustia de sentirme abandonado
y pensar que otro a su lado
pronto, pronto le hablará de amor.”

“Nostalgias”, Carlos Gardel.



Las aspas del ventilador del techo avanzan despacio. Veo cómo su movimiento regular hace que las dos cadenillas que cuelgan de él dibujen diminutos círculos en el aire. Justo debajo, en la cama: nosotros, sentados, con las piernas entrecruzadas, abrazados, desnudos, con un ejército de pequeños fragmentos de atardecer filtrados por la persiana sobre nuestra piel, convirtiéndonos en lumínicos leopardos. Yo estoy dentro de ella. Ella me tiene dentro de sí. Nos miramos fijamente a los ojos, sin mover un solo músculo, empapados en húmedo y pegajoso sudor —caldo primigenio—, el barro con el que se modelan los nacimientos. Paso mi mano por su cuello, por su clavícula, y luego la abro cuanto puedo para abarcar uno de sus pechos. Ella pasa las palmas de sus manos por mi espalda, baja despacio y aprieta luego con las uñas, hunde con ansia sus dedos en mis formas, y yo hago con ella lo mismo, deleitándome en la voluptuosidad de su cuerpo, en la eterna y ardiente calma de la carne. Entonces se despega unos centímetros de mí y pone sus manos sobre la cama y estira los brazos tras ella, formando un ángulo agudo con su espalda. Yo hago lo mismo. Ahora hay una amplia V entre nosotros. Me fijo en el origen del mundo que retrató Courbet, justo allí, entre mis piernas, y veo, en esa neblina que produce el choque de la excitante incredulidad con la certeza del beso, cómo salgo y cómo entro en ella, al principio amable, manso, despacio, y luego furioso, rápido, rápido, cada vez más rápido. Ella tiene los ojos cerrados, ambos nos concentramos en la sensación de entrada y salida, en el ritmo, la cadencia, que continúa acrecentándose, de patética a apassionata, y ella vuelve a pegarse a mí y yo agarro el final de sus muslos y la subo y la bajo en peso con violencia. Ya sólo puedo pensar en mi placer, me olvido de ella y aumento la frecuencia, la violencia de las embestidas;  ella gime con fuerza, me suplica que siga, me araña con sus uñas y pega su nuca a la espalda, mientras perseguimos, con tácita vehemencia, el tiempo y el espacio donde reina la nada, el vacío, nosotros y nada más que nosotros mismos. Al cabo, ella grita y yo noto cómo las paredes de su sexo se contraen y aprietan con animalidad el palo mayor de su placer, y entonces también yo alcanzo la meta y vuelvo, durante unos segundos, a la satisfacción uterina, esta vez consciente de su viva tregua, de su divina clemencia. Nos corremos y nos corremos y nos corremos sin dejar de tocarnos y besarnos y pasarnos las manos por todo el cuerpo, y luego nos volvemos a abrazar entre jadeos y suspiros y sudor y fatiga y sueño, y entonces caigo rendido de espaldas y vuelvo a fijarme en el ventilador, que gira, que da vueltas, cuyo ritmo, cuya cadencia es, a pesar de nada y de todo, inagotable.

Hay dos tipos de monstruos dentro de nosotros: uno hace llorar a los adultos; el otro hacer reír a los niños. Pienso en ello mientras Zoe se ducha. Pienso en ello tumbado en la cama, bocarriba, contemplando el giro de las aspas. Los pedazos de atardecer comienzan a desaparecer, y ahora son las salpicaduras de luz de las farolas las que visten de paz el dormitorio y motean mi cuerpo. Quiero llegar un día a casa, alzar los brazos, abrir las manos en gesto amenazante y decir, con terribilitá: «¡¿dónde está la princesa de este castillo?!», y escuchar luego la risa de una niña a la que persigo mientras amenazo con comérmela, hasta encontrarla protegida bajo las faldas de Zoe, resguardada, feliz, junto a su madre.
Zoe… Un orgasmo con Zoe es algo parecido a una experiencia mística. El universo se abre ante mí y todas las ideas comienzan a encajar, a tener sentido, como esa pieza que desvela el misterio de un crimen, un crimen cuya víctima ha sido el pesimismo, la honda turbación que nos produce el día a día de este mundo. Mientras reconstruyo el homicidio, relamiendo mis labios, Zoe regresa al dormitorio. Una toalla rosa cubre su cuerpo desde el comienzo de su pecho hasta el final de su sexo. Su pelo cae por la espalda, liso y negro a causa del agua como un preciado trozo de ébano, una catarata estática esculpida en el tiempo e intacta. Su piel brilla, aún húmeda, resplandeciente como una joya. Se sienta al borde de la cama y abre el cajón de la mesita. Yo me desplazo hasta ella y le paso la mano por la rodilla. Subo por el muslo hasta la cintura y le quito la toalla. Mi dedo índice lame con delicadeza su entrepierna, y se introduce después y se dobla como si fuera un anzuelo. Con el dedo allí dentro, me pongo de rodillas en el colchón y le beso el cuello y los hombros, hasta que ella se pone en pie, se da la vuelta y me empuja sobre la cama. Luego se tumba sobre mí, me besa el pecho, la barriga, el ombligo, la cadera, la ingle… Después mi virilidad encuentra su boca, y antes de que pueda darme cuenta estamos haciéndolo de nuevo. Cuando la bestia de seis patas me implora que la espere, yo dilato la conclusión un par más de minutos.

El grifo de la ducha está estropeado, por lo que resulta difícil regular la temperatura del agua. Cae demasiado fría para mi gusto. Pongo la cabeza bajo la alcachofa y dejo que la presión con que sale el agua me masajee. Es como una sesión de psicoanálisis, como si Jung relajase tu mente con decenas de dedos, permitiendo que todas las puertas, aun las más recónditas, se abran de par en par y den paso al consuelo. El sueño de la razón produciendo monstruos. El primero que acude a mí es la ex pareja de Zoe. Nos lo hemos encontrado hoy por la calle, por lo que al fin he logrado ponerle rostro al protagonista de más de un dolor de cabeza. Allí, en la ducha, bajo el agua, veo con nitidez a ese hombre besando el cuello de Zoe, acariciándole la espalda, desnudándola, tocándola, corriéndose en ella. Mientras toda esta agua, demasiado fría para mí, cae sobre mi cabeza, veo a Zoe bajándoles los pantalones a otros hombres, masticando sus braguetas, suplicándoles que continúen, regalándoles dulces palabras; la veo pidiéndoles más, y la escucho diciéndoles «te quiero», con idéntico sentimiento, con el mismo tono que emplea conmigo, el mismo brillo de ojos, indistinguible sinceridad, espíritu ahíto; me los imagino de la mano por la calle, esbozando un futuro, escogiendo el nombre de aquella niña a la que también ellos perseguirían por casa, eliminando de la memoria un pasado nunca del todo satisfecho.
Cierro el grifo de la ducha y salgo de ella sin toalla. Estoy chorreando y pongo el suelo perdido de agua. Me miro en el espejo y veo un fraude, un engaño, un figurante, un reflejo que con sólo los ojos me retrata culpable. También yo me había rehecho y reinventado con otras mujeres antes de conocer a Zoe, sin haber nunca logrado un mero atisbo de originalidad, de unicidad, de esa interpretación y vivencia que es sólo mía y que es sólo nuestra; no puedo enfadarme con Zoe sólo por no haber sido yo el único hombre vivo en la tierra; pienso que la única y verdadera historia de amor ha sido la de Adán y Eva.

Cuando giro la manivela de la puerta del dormitorio me siento asqueado. Zoe, en ropa interior, sentada en la cama, se está liando un porro de hierba. Está apoyada en el cabecero de la cama, con el culo sobre la almohada y las piernas estiradas, una sobre otra. Yo sigo desnudo y mojado. Zoe está preciosa con ese conjunto de ropa interior y no puedo evitarlo: veo a otros tipos observando exactamente lo mismo que yo, igual de impresionados. No puedo evitarlo.
La habitación está demasiado oscura, así que subo la persiana y el dormitorio se ilumina con las luces del puerto. Entra una brisa maravillosa. El mar está en calma y yo me siento en el borde de la cama, en el lado opuesto al de Zoe, sin mirarla.
Escucho el mechero e inmediatamente huelo a hierba.
—¿Sabes? —le digo a Zoe, apesadumbrado—. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
—Lo dices como si te debiera algo a cambio —dice Zoe, expulsando un espeso hilo de humo.
Yo lo había dicho exactamente así.
—¿Eres sincera conmigo cuando me dices que me quieres? —le pregunto.
—Claro que lo soy —Zoe me pasa el porro.
—¿Y cuando se lo decías a los otros?
—¿Cómo?
—No quiero ser otro más, no contigo. Te quiero demasiado —le doy una calada al porro. Noto cómo esa calada me pide otra más.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué te pasa?
—No estoy seguro.
—Estás raro. Siempre que lo hacemos te pones a pensar, y siempre piensas demasiado.
—¿Qué hacían los otros? ¿Qué hacían después de correrse?
Zoe medita la respuesta en dos tiempos. En el primero, recuerda lo que hacían; en el segundo, decide si debe contármelo.
—Se relajaban —me dice—. Como todo el mundo. Tú eres un caso aparte. Me extraña incluso que no estés escribiendo ahora mismo.
—Te quiero tanto… —digo, en voz baja, para mí.
Zoe lo escucha y se pone a gatas sobre la cama. Llega hasta mí y me abraza por la espalda.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? ¿No te ha gustado?
Con ella siempre me gusta. Toda ella es sexo. No puedes cogerla de la mano sin tener una erección; así que no, no es eso.
—No es eso —contesto—. Me ha encantado. Contigo siempre es increíble.
—Entonces, ¿qué ocurre?
—No sé si puedo soportar la idea de perderte —le paso el porro. Ella lo recibe con calma, quitándole importancia al ansia con que esperaba recibirlo de nuevo.
—No me perderás. Siempre estaremos juntos.
—No soy el primero al que le dices eso, ¿verdad?
Giro mi cuello y la miro a la cara. Ella da una calada honda, lenta, como si el humo hubiese ganado en consistencia, y vuelve al cabecero de la cama. Zoe tiene facilidad para responder a preguntas así con distintos tipos de silencio. Este silencio dice, tan sólo: «no».
¿Qué garantías me da eso?  —le pregunto, molesto.
—¿Es que tú no tuviste relaciones antes de estar conmigo? —dice ella—. Sabes tan bien como yo que esas cosas se dicen, que los sentimientos cambian.
—¿Y por qué conmigo iba a ser diferente?
—Pero, a ver —Zoe, visiblemente molesta, se inclina hacia delante—, ¿a qué viene todo esto? ¿Qué pasa?
El ventilador siega el humo que asciende, incansable, lo corta en mil pedazos. Ella me pasa el porro y yo doy una larga calada. Me concentro en el rojo de la punta del cigarrillo, en cómo avanza hacia mí sin dejar a su paso otra cosa que cenizas. Así habrían fumado Zoe y sus amantes, en esta misma cama, en situación análoga —qué digo análoga: idéntica—; así he fumado yo otras veces con otras; así es como todo el mundo lo hace.
—¿No piensas contarme de qué va todo esto? —ella insiste; su voz posee esa cadencia hitchckoniana, ese acento de sujeto freudiano en blanco y negro. Yo apago el porro.
—Sólo dime algo que no le hayas dicho antes a nadie.
Zoe se queda pensativa. Está enfadada, pero aun así algo dentro de ella quiere complacerme, hacerme ver que es posible el amor después del Génesis. Yo no puedo quitarle el ojo de encima: las luces del puerto iluminan su ombligo y sus piernas. Nunca antes había estado con una mujer tan hermosa.
—Las cosas no funcionan así —me dice, sin mirarme a la cara.
—No soporto la idea de ser una especie de reposición en tu catálogo —le digo, frío, flemático, desalmado, en plena metamorfosis por el tósigo de la decisión que, sin saberlo, ya he tomado—. No quiero ser ese con el que te conformas aunque no posea virtudes que sí poseían los otros.
—No puedes tenerlo todo. Nadie puede —ella piensa su siguiente frase—; tampoco yo puedo llenarte en todos los sentidos.
—Pero lo haces. Me llenas en todos los sentidos.
Zoe enmudece. La imagino hablando con otro hombre sobre mí, tal y como hablamos ella y yo en ocasiones de nuestras ex parejas: «una vez tuve un novio que me pidió que le dijera algo que no le había dicho nunca a otro novio», diría ella; «menudo imbécil», sería de él la respuesta.
—Creo que voy a ir a dar una vuelta —le digo, de repente, levantándome de la cama.
—Todo esto es porque nos hemos encontrado hoy con Lucas, ¿verdad?
—Todo esto es porque no hay diferencias, porque ser o no tu pareja no es más que eso —encuentro unos calzoncillos tirados en el suelo y me los pongo.
—Creo que la diferencia es otra: mis ex no actuaban como si tuvieran la regla —dice ella, molesta, triste, asqueada—. Para eso ya estaba yo.
Me pongo un pantalón y una camisa. Ese comentario no me ayuda. De todos modos, algo se ha podrido. Empiezo a creer que no estoy dispuesto a dejarme ayudar por nadie. La miro mientras me abrocho la correa y pienso que no estoy dispuesto a sumar más lágrimas a ningún hombro.
Después de atar los cordones de mis zapatillas me dispongo a salir del dormitorio.
—¿Dónde vas? ¿De verdad es para tanto? —me pregunta Zoe, preocupada.
—Necesito pensar.
Ella se levanta de la cama y me agarra del brazo. Yo me doy la vuelta. Es tan hermosa…
—No sé a qué viene este ataque de celos —dice—, pero te quiero. Y no te quiero como quise a los demás. Eres lo mejor que me ha pasado nunca.
Me duele en lo más hondo de mi corazón, y sin embargo soy incapaz de apartar de mi mente la imagen de Zoe repitiendo esas palabras al mismo tipo que antes había dicho «menudo imbécil» refiriéndose a mí.
Me doy la vuelta, salgo del dormitorio y cierro la puerta. Me quedo un momento allí, al otro lado, con la espalda apoyada en la madera. Sé que nunca he querido a nadie como la quiero a ella.
La escucho llorar. La escucho llorar y pienso que todas las lágrimas pesan lo mismo.




[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

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