Tuesday, November 25, 2014

ONE BEER, ONE BOURBON, ONE SCOTCH (relato)

ONE BEER, ONE BOURBON, ONE SCOTCH[1]
Alejandro Molina Carreño





Lo primero que veo son mis pies. Luego veo a Liss, a mi derecha. Los dos estamos tumbados en un colchón azul con florecitas blancas estampadas. El colchón está en la bañera, y nosotros encima. El baño apesta. Tengo un líquido extraño en la comisura de los labios; poca cosa. Recuerdo que pusimos ahí el colchón porque nos pareció gracioso. Me cuesta recordar. Cosas de la borrachera. Liss duerme, semidesnuda, a mi izquierda. Hay una botella de Tullamore Dew en el suelo, junto al wáter, un paquete de Camel vacío y un cenicero con tres colillas sobre el bidé. Mis pantalones están en el toallero. No hay toalla. Empiezo a recordar cosas. Llamé a Liss a eso de las ocho de la tarde. Por teléfono su voz sonaba cercana, como cuando me susurraba al oído que yo le gustaba. Yo enredaba mis dedos en el cable del teléfono e imaginaba que alguien me grababa con una cámara y me veía hablar sujetando el auricular con la derecha, con los dedos de mi mano izquierda enredados en el cable del teléfono. Quedamos en la puerta del BeBop, el pub al que siempre vamos, a las nueve y media. Liss estaba preciosa.
Vuelvo a fijarme en ella, allí, a mi lado en la bañera. Puedo ver sus dos hermosas tetas subiendo y bajando, despacio; puedo ver su clavícula, su cuello, su boca abierta con un delgado cabello en la comisura de sus labios. Un pedazo de camisa roja asoma bajo su culo.
Entramos al BeBop a las diez menos diez. Primero unas birras para abrir boca, luego tres o cuatro bourbons, y por último, un buen escocés, cortesía de Gigi. Es la camarera. Le he caído en gracia y siempre termina invitándonos. Llevo meses acudiendo religiosamente al BeBop cada noche. Liss viene un día sí y tres no. No sé si lo paso mejor cuando voy con ella o cuando estoy solo. No suelo recordar cuándo me invita Gigi, pero sé que lo hace, la he visto hacerlo. Suelo perder la memoria a la par que la cuenta de lo que he bebido. Es la delicada euritmia etílica, el crack del dos mil nueve una noche tras otra.
Lo estaba pasando bien, había un concierto de bossa-nova, Liss bailaba con todo el pub y los borrachos me saludaban al salir, como si con mis despedidas les sellase la moral para que pudieran volver a entrar mañana.
Hablé con una tía acerca de El guardián entre el centeno. Siempre acabo hablando de ese libro con alguien: «no me puedo creer que no lo hayas leído», les digo; «te encantará», les advierto; «lo apuntaré», me dicen. Ninguna de las personas a las que se lo he recomendado lo ha leído. Me lo habrían dicho.
Un tipo en la barra montaba el espectáculo. Era la primera vez que lo hacía. Demasiada cerveza. Sólo bebía cerveza. No conozco su nombre, pero frecuenta el BeBop tanto como yo. A diferencia de todos nosotros, va allí a conocerse mejor a sí mismo. El resto no le importamos.
Recuerdo una canción: Ciribiribin, y a Liss quitándose de encima al pesado de turno. No parecía mala gente. Me veo pidiendo un bourbon con dificultad en el habla. Me lo pienso dos veces antes de hacerlo, no tengo claro qué es lo que quiero. Es la última imagen permitida por el olvido. El olvido es estricto en su censura, pero lo hace por nuestro bien. De otro modo, la vida sería demasiado explícita. Dicen que el arte está en sugerir. Dicen que lo dijo Mallarmé.
Mi nuevo recuerdo es que he olvidado el camino de regreso a casa. No sé si follamos. Suelo perderme esa parte en cada borrachera. Mi olvido es un católico ortodoxo.
En el baño tengo los ojos cerrados. No me muevo un ápice. Liss ronca. Por la ventana, a la izquierda de la bañera, comienza a entrar luz. La mañana baña la escena y la hace desagradable. La mañana es hermana de lo explícito; la noche lo es de la sugerencia.
Alguien toca a la puerta. «¿Está ocupado?», se oye al otro lado. Yo ni me inmuto. Liss sigue roncando. Insisten: «André —dicen—, ¿estás ahí, André?». Entonces la voz da paso al discurso de unos pies decididos e inquietos a la vez. Al minuto son cuatro los pies que, ahora sí, muestran preocupación. La voz es diferente. La reconozco. Es Aarón. El de antes debió ser Moisés. No suelo hablar mucho con él. Aún no he guardado su timbre de voz entre mis referencias más directas.
Yo continúo callado, con los ojos cerrados, junto a Liss, que mueve los pies y la cabeza, reaccionando al ruido. Sus tetas vuelven a acaparar mi atención. Adoro sus tetas.
Tocan a la puerta con fuerza e insisten, alternándose, mis dos compañeros de piso: «André, ¿estás bien?; André, déjate de tonterías y abre la maldita puerta, ¡me estoy cagando!; André, la clase es dentro de media hora, necesito ducharme; ¿estás bien, André? ¿Estás ahí?; abre de una puta vez, coño. ¡André!».
Liss despierta. Se echa la mano a la cabeza, y por su gesto adivino que debe dolerle mucho. La luz le molesta, cierra los ojos y pregunta:
—¿Quién es?
—¿Liss? ¿Eres tú? —le dicen desde el otro lado.
—¿Qué pasa? pregunta Liss. Le cuesta hablar. Es por la cabeza.
—Joder, abrid la puerta ya. Menudo susto nos habéis dado.
Liss reacciona. Analiza la situación, el baño, ve el Camel, la botella, mis pantalones; nota su camisa bajo su culo. La saca, se la pone y sale de la bañera como puede.
«André, despierta —me dice—. ¡Un segundo! —les dice a ellos». Yo sigo sin hacer nada. Ella me zarandea, insiste, pero no reacciono. Se está asustando. Sé muy bien cuándo se asusta. Conozco esa cara. Es la cara que pone cuando ve una película de miedo.
Liss abre la puerta y Aarón y Moisés entran al baño. «No reacciona», dice Liss, y ellos se me acercan, comienzan a golpearme la cara y a gritarme. Yo sigo tumbado en la bañera, con los ojos cerrados, estático. Luego le dan al agua. Tampoco sirve. Me buscan las pulsaciones, pero, al parecer, las perdí junto a la cuenta de los bourbons. Se ponen histéricos y gritan que hay que llamar a una ambulancia. Entre Moisés y Aarón me levantan en peso y me sacan de la bañera. Parece que peso. Sin embargo, contemplando la escena, me siento de lo más ligero, prácticamente etéreo. Liss está llorando. Sus lágrimas están fermentadas con maíz y centeno. Su llanto no ha sido ensayado y se equivoca en un par de suspiros, pero no tiene importancia. Moisés y Aarón me sacan del baño. Liss los sigue y yo siento que me quedo allí dentro, bajo la luz de la ventana, entre la porquería del baño. No sé a dónde ir. Sigo escuchando gritos y llantos.




[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.


Sunday, November 23, 2014

DEFUNCTOS PLORO

DEFUNCTOS PLORO
Un relato acerca de la muerte.




Defunctos ploro cuenta las vidas cruzadas de varios personajes cuyo nexo común consiste en la vinculación que sus oficios poseen con la muerte. Así encontramos, entre otros, a Ginés, un enterrador ateo casado con una mujer de profundas convicciones religiosas, o a Laura, una joven antropóloga recién incorporada a una empresa de seguros de vida que se cuestiona la ética de su empleo.

Podéis haceros con un ejemplar en esta dirección:

CRÓNICA DE UN ÚLTIMO ACORDE (relato)


CRÓNICA DE UN ÚLTIMO ACORDE[1]
Alejandro Molina Carreño






Con el último acorde decenas de aplausos cayeron sobre nosotros, aplastando toda disciplina. No hay silencio en la cima del mundo.

—¡Qué concierto! —dice entusiasmada Ana, la que fuera compañera sentimental de Aldo por entonces—. Fue en agosto del noventa y dos. Surgió así, de repente. Aldo había venido a verme con Nito, amigo suyo, un músico del que había escuchado historias de lo más estrafalarias. Los invité a comer. Ya sabes lo que pasa en agosto en estos pueblos: un buen plato alpujarreño con unas cervecitas en la plaza, bajo el sol, el carajillo de rigor (con hielo, por supuesto), y luego un pacharán, una copa, otra… Estaba atardeciendo cuando dejamos en paz a Aitor, el camarero, que ya había recogido todas las mesas. Decidimos ir a la balsa para echarnos un rato a la sombra de un enorme fresno que todavía tiene nuestros nombres escritos en la corteza con una navaja. Nito recordó que llevaba una guitarra y una harmónica en el coche, así que cogieron los instrumentos y estuvieron tocando algunos temas mientras atardecía. Fue así como surgió la idea. «Oye», le dije a Nito, «¿por qué no te quedas y dais un concierto?». Él no se lo creía. «¿Un concierto?», decía. Y sin más ni más, volví corriendo al pueblo, entré en mi casa, cogí lo necesario y me puse a hacer los carteles con mi hermana.

—No había forma de echarlos de allí —Aitor seca vasos con un pañuelo blanco, moteado a causa de los restos de jabón. Su barba y su mirada inquieta hacen pensar en un Van Gogh rehabilitado—. Llegaron a la una, pidieron unas cervezas, y yo miré al cielo, desesperao. No era la primera vez que Ana se pasaba por aquí a tomar algo con unos amigos y acababan borrachos perdíos. Ese día yo estaba mu cansao. La noche anterior había sío la despedía de soltero de mi cuñao. Hicimos una fiesta a puerta cerrá en el bar y cuando abrimos ya era de día. No había dormío en to la noche y allí estaba ya Isidoro, a las siete la mañana, con su boina gris, su mala follá y su cayao, pidiendo un sol y sombra, así que no tuve ni un minuto de descanso. A Ana no podía echarla de allí por mu cansao que estuviera. Somos amigos. En un pueblo tan pequeño to el mundo se conoce, y uno sabe distinguir entre un día especial y un sinsentío. Pero a las siete y algo de la tarde tuve que decirles que me dejaran siquiera limpiar aquello pa poder abrir por la noche. Pa eso y pa que mi mujer no me matara de ver cómo estaba to. Así que acabaron las copas y se fueron. El otro que iba con ellos, el que no era su novio, Nito o algo así creo que se llamaba, el que tocaba la harmónica, me dio un abrazo y to. No paraba de repetir lo maravilloso que era el pueblo, la gente, yo, y mi bar en concreto. Estaba terminando de limpiar cuando apareció Ana otra vez. «¡Fuera de aquí!», le dije. «Espera, Aitor, tranquilo; vengo a hacerte una proposición». Un concierto, me dice. Me sorprendió la idea porque era algo que no habíamos hecho nunca. Y antes de que me diese cuenta, ya había accedío a dejarles el fondo del bar pa tocar, ahí donde ves el billar.


Nito dejó la guitarra en el suelo y apagó su amplificador. La gente se acercaba a nosotros para darnos la enhorabuena antes incluso de que dejase de escuchársenos por el micro. Las sonrisas del público brillaban de pura sinceridad, te apretaban la mano con fuerza suficiente como para palpar su franqueza a través de los poros de sus dedos. Luego comenzó a sonar música. Nito y yo nos mezclamos con la gente y pedimos unas cervezas.


—¡Treinta y tres cervezas! —dice Aitor—. ¡Treinta y tres! Bebían como animales. En España la gente bebería matarratas si fuese gratis. Si lo fuera sabío… A veces paece que gratis signifique obligatorio. Aunque ellos habían dao el concierto, claro. Pero es que fueron muchas cervezas…
—Eres un tacaño —le interrumpe Rita, su mujer; menuda, gordita, de su edad pero con la cara más envejecida, con un par de lunares y una poderosa voz aguardentosa—. Los niños lo hicieron mu bien. Les dimos barra libre como pago.
—Habría salío más barato haberles dao algo de dinero.
—Naciste tacaño y te morirás tacaño. Ya ve usté la que lía por treinta cervezas.
—¡Treinta y tres!
—¡Como si son cuarenta, leñe! ¡Calla ya! —Rita le levanta la mano a Aitor y le mira con los ojos abiertos como platos, en lo que parece una orden rutinaria—. Pa una vez que viene gente famosa al pueblo… —Rita traga saliva y vuelve a centrarse en la historia—. En el pueblo nunca se había escuchao esa música. Aquí del pasodoble y la copla no salimos. Ellos tocaron blus de ese, o como se llame. Mu bonico. Había hasta carteles. Así se enteró la gente. Lo organizaron mu bien, la música estuvo mu bien… to mu bien. Hay un cartel guardao por aquí —Rita busca en unos cajones que hay junto a la caja registradora.
—Mira que te gusta guardarlo to… —dice Aitor, y justo después Rita se vuelve hacia él con ojos de nuevo amenazantes.
—Aquí está —dice luego, sacando un folio arrugado de entre las cajas.

—El cartel lo pintamos entre mi hermana y yo —dice Ana, cartel en mano—. Fui a mi casa, cogí unos folios y unos cuantos rotuladores, y volví a la balsa a preguntarles qué nombre iban a utilizar —Ana enseña el cartel. Puede leerse el nombre que escogieron, en un chillón rojo fosforito: “El Azote del Oso Armónico y el Monaguillo Eléctrico”—. ¿Te lo puedes creer? Lo de Oso era algo normal, porque a Nito le llamaban Oso de toda la vida. Todavía hoy le llaman así. Pero, ¿monaguillo eléctrico?


El primer trago de cerveza es siempre nuevo. No hay dos iguales. No hay absolutamente nada idéntico a otra cosa. La primera cerveza del día sabe a calma. La primera cerveza de la noche sabe a todo lo contrario. Nosotros estábamos allí para hacerles beber su primera cerveza de la noche. Escoger un nombre racional habría rebajado la graduación de aquella cerveza. No puedes bautizar al demonio.


«No puedes bautizar al demonio», me dijo —dice Ramón, organizador del festival PampaBlues—. Fui al concierto porque había carteles por todo el pueblo: “El azote del oso armónico y el monaguillo eléctrico. A las veintitrés once en La Posada. Música blues”. Con lo pequeño que es el pueblo habría bastado con un solo cartel en la plaza, pero claro, al haber tantos y por todas partes, parecía más importante de lo normal. ¡Y vaya si lo fue! Música blues. ¿Qué era eso? En el pueblo nadie hablaba de otra cosa. Una vez encontraron restos prehistóricos cerca del cortijo de Isidro y vino muchísima gente. Pero esto lo superaba. Esto sí que había sido un descubrimiento. Nunca había sonado esa música aquí. Fue como si alguien inventase la rueda. Por eso decidimos organizar el festival anual de blues. Ahora lo conoce todo el mundo, aunque pocos saben que la cosa empezó con ellos dos solos, en el bar de Aitor. Desde entonces han venido muy buenas bandas, y cada vez vienen más. Pero ellos no volvieron. Los llamé y los llamé, pero siempre me decían lo mismo: «repetir algo es el primer paso para que deje de ser irrepetible». «¿Y cuál es el segundo?», les pregunté la segunda vez que me dijeron eso; «no hacerlo igual», contestaron. Estaban chalados.

—Qué cosa, hijo mío, qué cosa —declara Josefa, de setenta y dos años, sentada en una silla, en la puerta de su casa—. Ni Antonio Molina cantaba así. Y la guitarra y la flauta aquella pequeñica, más bonico, más precioso… Y muchachos jóvenes. Que parecía que tuvieran más años de cómo lo hacían de bien. Y el cantante más guapo… Todo, todo. Todo mu bien, mu precioso. Yo me acuerdo que el pie se me movía solo, que me decía la Juana: «chiquilla, ¡que vas a hacer un boquete en el suelo!». La gente allí bailando, cantando… Como locos, hijo mío. ¡Estábamos como locos!


Abrimos con Smokestack Lightnin'. Nito no concebía otra forma de abrir un concierto de blues, y escogió la armónica y los aullidos para hacer de aquella noche el lugar escogido por los dioses. Tras la expectación disimulada y el desenfreno contenido, una entusiasta ovación dio vía libre a la colonización sonora.


—Aberdeen Mississippi Blues. Ese fue el segundo tema —recuerda Lúa, la hermana de Ana—. Desde entonces se convirtió en uno de mis blueses favoritos. He oído varias versiones, pero ellos le daban un toque alegre y hasta bailable con la harmónica, sin perder el toque añejo. Bueno, de esto me he dado cuenta con el tiempo. Aquel día, después de la primera canción, estábamos todos alterados. Aquello fue una ducha de agua fría. Todo el mundo espabiló y se puso a mover la pierna y a bailar. Aitor no daba abasto tirando cervezas, y Rita gastaba una botella de whiskey tras otra. A partir de esa canción, todo salió a pedir de boca.

No recuerdo una borrachera igual —dice Paquito, haciendo memoria. Le cuesta trabajo distinguir una borrachera de otra, como le costaría a cualquier persona distinguir un día normal de trabajo de cualquier otro; pero al final lo admite—: no, no recuerdo otra igual. En la barra, el Lomona, el panadero del pueblo, un tipo enorme como una foca y con los mismos bigotes, tragaba un whiskey detrás de otro. «No puedo parar», decía, «es por culpa de la música». ¡Y llevaba razón! Ninguno podíamos hacerlo. Tragábamos y tragábamos sin darnos cuenta. La música te gritaba: «¡bebe y pásalo bien, coño!». Y tú le hacías caso. Así acabó el Lomona, que se derrumbó en el suelo al décimo whiskey. Pero la música no paró. No lo habríamos permitido. No tengo ni idea de qué canción sonaba cuando pasó. Abrió los ojos al poco de caer al suelo y dijo que le pusieran otro whiskey, que qué cojones hacían todos a su alrededor, agobiándolo. Tuvimos que levantarlo entre cuatro. Yo también tuve mi momento crítico. Sonaba la de Shake your Hips, de esa sí que me acuerdo, porque Nito me la cantaba a menudo. No tengo ni idea de cuánto pude beber esa noche.


Nito decidió nombrar mánager a Paquito porque llevaba veintitrés cubatas encima y seguía en pie. Paquito era nuestro hombre, sin duda. Era nuestro ambiente. Goin’ Down South comenzó a mullir la almohada de una resaca de cristal. La escueta luz del local hacía de bajo, las suelas de la gente ponían el ritmo, sus murmullos curaban el sonido, como en un vinilo añejo, y los dedos de Nito masajeaban los nervios de una acústica tenuemente amplificada, tejiendo la hipnosis sureña, atávica letanía de reminiscencias africanas.


—Aquí tenía diez años —dice la madre de Nito, con una foto en la que Nito aparece vestido con unos pantalones verdes y una camisa del mismo color, con una guitarra eléctrica en sus brazos—. Fue un amor a primera vista. Desde el mismo día en que un amigo suyo le enseñó aquella música, Nito le juró fidelidad. Tanto en la salud como en la enfermedad, la guitarra permanecía pegada a él. En la salud le daba alegría; en la enfermedad, consuelo. Estuvo trabajando en los melocotones para poder comprársela. Cuando llegaba a casa, nada le aliviaba el picor de manos mejor que su guitarra.

—Yo no sabía de blues —admite Ana—. Aldo tocaba la guitarra, pero jamás me había hablado de blues. Lo suyo había sido siempre la literatura. Sabía que había tenido un grupo con Nito hacía años, pero nada más. Cuando lo vi tocar aquella música en directo me enamoré de él más de lo que ya lo estaba. Se había guardado durante meses esa faceta. Nito cantaba como los ángeles, y verlos allí juntos, dándole a la gente algo que nunca habían oído, haciéndoles bailar y sonreír… Todavía se me pone la piel de gallina cuando lo recuerdo. Fue como descubrir la verdadera razón de por qué me atraía, de por qué le quería, así, de repente, una noche en el pueblo, tocando blues.

—Se retrasaron —Aitor continúa discutiendo con Rita—. En las películas, cuando pides una pizza, si el repartidor llega tarde te hace un descuento. Hay veces que incluso ni la pagas.
—Eso fue por el cantante, que venía de otro concierto —aclara Rita.
—De un concierto no, de un ensayo.
—¡Qué más da! ¿Vino o no vino?
—Pregúntaselo a mis bolsillos.
—Y dale. Mira que eres cansino. Eres más repetío que el ajo que te comes cada mañana. A veces me dan ganas de regalarle por su cumpleaños treinta cervezas, pa que se calle.
—¡Treinta y tres, que no te enteras!
—Lo que sea —dice Rita, disimulando una nueva y letal mirada a su marido—. El otro, que estuvo bebiendo aquí hasta que llegó el cantante, era un niño mu simpático.
—Aldo.
—¿El cantante?
—No, el novio de Ana. El cantante era Nito.
—Míralo que educao se pone ahora. Claro, como las cervezas que se bebió mientras lo esperaba sí que las pagó, ahora tiene nombre. En fin, que el otro, ¿Aldo has dicho?
—Síííííí… —contesta Aitor, resoplando.
—Qué rancio eres, hijo mío… Pues eso, que Aldo estuvo esperando aquí, en la barra, mientras venía el otro pa poder empezar el concierto. Llevábamos esperando una hora o así y él nos decía que retrasarse era algo normal, que no nos preocupáramos. To el mundo estaba nervioso. Y él tan tranquilo. Ana se encargó de que la gente no se fuese. Los vendió tan bien que toos habríamos esperao lo que fuera hecho falta. Al final empezaron pa la una o así.

—Yo pensaba que no llegaba —aclara Ana—. Después de convencer a Aldo en la balsa, Nito recordó que tenía ensayo con su banda. Nito no sabía ni dónde tenía la cabeza. Bueno, en realidad le daba igual. Es decir, a él no le importaba que la cabeza estuviese sobre los hombros, bajo el sobaco o en el culo. Pero sí que sabía muy bien dónde estaba su corazón. Tanto Aldo como él sabían llegar al corazón de los demás. Aquella primera vez fue mágico —Ana se queda pensativa un instante. Trata de disimular una lágrima. Es un gesto difícil, aunque parece no faltarle práctica—. Total, que Nito nos preguntó en la balsa qué hora era. Faltaba media hora para su ensayo. «Me largo», nos dijo, «estaré aquí para el concierto». Aldo le dijo entonces: «espera un momento: ¿qué coño vamos a tocar?». Y Nito le contestó que lo verían sobre la marcha. Luego subió al coche. Unas horas después, todo el mundo llegó puntual a La Posada. Todos menos él, por supuesto.

—Cuando llegó la gente estaba nerviosa —Lúa, la hermana de Ana, se calla un instante para hacerse una coleta. Su pelo es dorado como el trigo en verano—. Tan pronto como empezaron a tocar se calmó el ambiente, o más bien acabó de estallar, porque todo el mundo llevaba bebiendo ya un rato. Recuerdo que mi hermana me miraba incrédula, alegre. La cosa pasó de un aparente batacazo por el retraso a un éxito rotundo. Es una pena que ya no estén juntos. Quizá algún día vuelvan por aquí, al festival, aunque dicen que lo han intentado y no hay manera.


Improvisar es demostrar de qué eres capaz. Nito es capaz de llegar tarde, pero también es capaz de hacer que todo suceda rápido. Eso es lo que ocurre cuando disfrutas de algo. Y por Dios que disfrutamos.
Al terminar de hacer Nancy Jane, algo nos pedía que fuésemos más lejos, que subiéramos un peldaño que ni siquiera estaba allí para poder subirse, que le pegásemos la etiqueta de «único». Hay momentos así en la vida, en los que lo arriesgas todo. Fue nuestro as en la manga en la partida decisiva. El cuerpo te lo pide, te dice: «hazlo, hazlo, es el momento». Y nosotros lo hicimos. Si no haces caso a ese tipo de consejos, estás perdido.


—¡Se salieron a la calle! —dice Iván, un asiduo al festival que vivió aquel primer concierto. Lleva un engominado tupé sobre sus gafas de sol y una camiseta de Robert Gordon—. En mitá del último tema se pusieron de pie, desenchufaron de un tirón la guitarra y la harmónica y los jodíos echaron a andar por el bar. Nadie había visto nunca na igual. Les hicimos un pasillo pa que avanzaran, despacico, al ritmo de la música que seguían tocando, y cuando llegaron a la puerta del bar y salieron fuera les seguimos hasta la plaza, cantando y dando el ritmo con las palmas, por mitá el pueblo, en plena noche, sin un gato siquiera a la vista. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?


Éramos los guitarristas de Hamelín. Allí había cerca de veinte razones diferentes para emborracharte. Nosotros secuestramos al menos quince, de modo que treinta machacantes piernas nos siguieron a la plaza, la rodeamos y volvimos al bar; el eterno retorno, un útero etílico, palpitante. Las voces de aquella gente daban instrucciones para dar a luz al final, repitiendo con nosotros el estribillo. Nito me miró, sonriendo, y yo supe que era el momento de que la serpiente mordiese su cola. A la una, a las dos, y… Con el último acorde decenas de aplausos cayeron sobre nosotros, aplastando toda disciplina. No hay silencio en la cima del mundo.





[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

LA CRUZ SIN CARA (relato)

LA CRUZ SIN CARA[1]
Alejandro Molina Carreño






Caracasco es a la marihuana lo que un repartidor a la pizza. Cierto que él no se anuncia en las páginas amarillas, pero su teléfono es uno de esos que algún conocido (o el conocido de un conocido) tiene en su agenda. En este caso particular, mi caso, la persona que me proporcionó el número fue mi padre, aunque de manera indirecta, todo hay que decirlo.
Mi padre es un hombre comedido, de los que consideran que escandalizarse es cosa del medievo. Progre, de pasado hippie, mi padre guarda un par de vicios junto a un montón de vinilos de grupos como Led Zeppelin, The Doors, Frank Zappa o Santana, discos que han sonado continuamente en mi casa. Que siga escuchando esa música es comprensible, pero que también los vicios perduren es algo que no había sospechado nunca. Pensaba que eso de fumar hierba era, digamos, propio de la juventud, de la juventud entendida como una edad anterior a la edad en la que uno se casa, algo por lo que simplemente se pasa durante el instituto y quizá en la facultad, algo que, nos guste o no, se supera. Sin embargo, el matrimonio y la paternidad, a diferencia de lo sucedido con muchos de los padres de mis amigos, no sólo no habían logrado apagar las luces de la juventud en mi padre, sino que le habían insuflado un mayor resplandor. «Ahora, ahora y no antes soy joven», nos repite a mi madre y a mí cada día. La primera que vez lo hizo fue vestido únicamente con una sábana blanca a modo de toga y una corona de laurel fabricada por él mismo. Todos los domingos por la mañana se dedica, en atuendo semejante, a la lectura en voz alta de clásicos grecolatinos —Plutarco, Plinio, Platón, Lucrecio, Virgilio, Salustio, Demócrito y un sinfín más de nombres que me obligó a aprender de memoria—, y una de aquellas mañanas descubrió que en la antigua Roma una persona joven era aquella comprendida entre los treinta y los cuarenta y cinco años, pues era el perfil de persona que ayudaba a sostener la sociedad con su labor. Así pues, a sus cuarenta y cinco años, mi padre se mantenía joven como una rosa en todos los sentidos, el vicioso inclusive.
Todo me dice (no sólo mi madre), que mi padre, a mi edad, era mucho más peligroso de lo que me deja serlo a mí hoy día; más aún: sigue siéndolo, y al igual que ese vinilo de unos tal Kiss que tanto adora, otras muchas cosas dan vueltas en su cabeza, cosas como la marihuana, que lleva años mezclando con la música a modo de cóctel explosivo (aunque esto es algo de lo que me he dado cuenta hace poco). Hay quien se conforma con lo que dice el Eclesiastés de que hay un tiempo para cada cosa, y quien argumenta que no hay una edad para ninguna cosa; mi padre, por lo visto, prefiere definir sus propios conceptos y crear sus propias épocas.
Volviendo al principio (sé que me despisto con facilidad), todo el pueblo sabe quién es el Caracasco, y eso que en realidad nadie le ha visto la cara (aunque, ahora que lo pienso, puede que precisamente esa sea la razón de que todo el mundo lo conozca).
El Caracasco se mueve libre por la calle subido a una moto roja en la que reparte la mandanga. La moto hace un ruido horrible debido a un tubo de escape que bien vale un mes de alquiler de mi casa; avanza con la sonoridad de un tanque, sin duda para compensar que apenas corre, que no pasa de los ochenta, que respeta las normas, no vaya a ser que los civiles no respeten que lleve la moto llena de marihuana. Alguna vez lo habrás visto pasar en su caballo de hierro del color de la sangre, camino de no sabes dónde, camino quizá de tu casa cuando no estás, quizá de la de un amigo, pero siempre hacia alguna parte, siempre adonde le espera el cliente. Su casco es negro con una visera ahumada, brilla al reflejo del sol con ese destello tan característico y amenazante de las películas. Ya sabes lo que dicen: nunca se lo ha quitado delante de nadie. Hay quien jura que se ducha y que duerme con él. Puestos a decir, hay quien afirma que no se lo puede quitar, que se lo dio el demonio como regalo y que ahora está pegado a su cabeza a causa de la letra pequeña del contrato, el pago eterno por apropiarse de algo que crece en el campo y que vende a otros sin sufrir por ello ninguna consecuencia.
No sé cuánto sabrá mi padre acerca de todo eso del casco, o si será uno de los pocos, si es que existen, que le haya mirado a los ojos y no se haya visto reflejado; de hecho, me gustaría poder preguntárselo, pero él no sabe todavía que yo sé que tiene su número, o quizá sí y no le importa, que tampoco sería extraño.
La cosa fue así. Un día sin más, uno cualquiera, cogí su teléfono móvil para llamar a un amigo. No me manejo nada bien con estos aparatos, a menudo con sólo tocarlos ya están sucediendo cosas que soy incapaz de controlar, y esta vez no fue una excepción: accedí sin querer al registro de las últimas llamadas, y el primer número que aparecía llevaba por nombre Rodrigo. Imagino que mi padre no tomó precauciones porque no sospechaba que alguno de nosotros supiera a quién se refería exactamente —dada la ingente cantidad de personas que existen con ese nombre—, ya que siempre que podría alegar que se trataba de un viejo amigo, de un escayolista o de una empresa de abonos amiga (cultivamos nuestras propias hortalizas y hasta tenemos alguna que otra gallina). Pero no hay más Rodrigo en el pueblo (vivo al menos), que Caracasco, y esto fue más que suficiente para hacerme dudar.
Si aún sigues sin ponerle cara a Caracasco (valga la expresión), y tampoco te dice nada su nombre, quizá el de Aurora te suene de algo. Exacto: ella es su madre.
La Aurora, como todo el pueblo sabe, fue violada y tuvo un aborto de los de ruda, romero y orégano. Se la conoce porque todos han evitado tocarla. Tras la violación, se corrió el rumor de que estaba enferma de algo contagioso. Yo creo que muchos pensaban, sin decirlo, que era sida, y como la mitad del pueblo no sabe de qué habla cuando lo hace, dieron la espalda a la mujer para curarse de espanto. Hubo viejas que incluso la llamaron bruja, ya que aquí, si sobra algo, es imaginación, y además de la mala. Paco el Tejas, el violador, sigue todavía en la cárcel, pero de todas formas Caracasco no es suyo.
Para mí la versión es bien distinta. Yo creo que la Aurora se inventó aquello de la enfermedad ella misma, para que así fuese más fácil que no la tocasen, que era lo que al parecer se había propuesto después de aquel traumático episodio: vivir en paz. Me gusta imaginar el sacrificio que esa mujer hizo para tener a su hijo, y me río de los curas y los poetas que tanto hablan de palabras como sacrificio, amor, trabajo, compasión... La Aurora no quiso más tacto que el de su propia piel durante años, y reservó el ajeno al de un padre seguramente bien escogido, una elección cargada de significado. Y así estuvo tres años, ajena a todo cuerpo, alejada de todo contacto, de cuerpo presente pero como en ninguna parte. Claro que, en el momento en que no pudo disimular el embarazo, fue cuando la gente empezó a especular.
Nacido Caracasco, la Aurora se lo llevó al cementerio. Las viejas que cambiaban flores como cambian las amas de casa los jarrones de sitio, y el enterrador, el pobre Jacinto, que en paz descanse, casado con una verdadera loca que todavía habla con él incluso cuando ya está muerto y enterrado por su hijo, que conocía la profesión al dedillo —a pesar de ser cirujano plástico en la ciudad— veían pasear a la Aurora entre las tumbas con el crío en brazos. Buscaba un nombre que le gustase, y así fue como topó con el de un primo de mi vecino Emilio que se llamaba Rodrigo, a quien le había caído el tractor encima, hacía ya años. Dicen que se quedó mirando esa tumba durante horas. Pocos días después, algunas viejas y Jacinto corroboraron que era el nombre de la tumba que había, con tanto celo, observado. Al difunto Rodrigo la Aurora no lo conocía, al menos eso dice Emilio, mi vecino, y yo le creo. Sin duda escogió aquel nombre porque no había ni hay ahora más Rodrigo en el pueblo que su hijo, algo que, supongo, lo hacía único. Lo que la pobre no sabe es que así y todo es conocido por Caracasco, y que pocos recuerdan ya las ocho letras de origen germánico que, no sé si la madre lo sabe, significan famoso caudillo.
Caracasco a pesar de todo no ha tenido mala fama, no la de muchos otros, payos o gitanos, de los que se dice que llevan una seis muelles en el pantalón, una barra de hierro en el maletero o un puño americano en el bolsillo de la chaqueta. A esta ausencia de malhadada nombradía ayudó su apellido: Pilato, el cual no es el de la madre, que el suyo es Osorio, y no ha habido Pilato alguno en el pueblo, ni tampoco en los de al lado. Como de inteligencia nadie dota a la Aurora, descartan que sea una referencia religiosa. Yo no soy más listo que nadie, y me faltan dedos para contar la de veces que uno más tonto que yo me ha quitado el título de avispado (decía Plinio, en boca de mi padre, que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno), pero aun así no puedo quitarme de la cabeza eso de lavarse las manos, lo que, si lo piensas bien, da más sentido a que la Aurora mirase el nombre en el cementerio y no diese a conocer al padre; le da sentido a ese anonimato que tanto irrita a los que no son nadie, pero del que mi padre, por ejemplo, está tan orgulloso. «Que hablen y que juzguen, no es mi problema»: así es como creo que piensa la Aurora. Pilato no fue bueno ni malo, hizo lo mismo que Dios, entregar al pueblo a una persona y hacerle responsable de sus propios actos.
A pesar del apellido desconocido, parecidos que delaten al padre los hay para todos los gustos, pero no son más que leyendas, porque no pueden contarse ya los días que hace que Rodrigo (qué raro se me hace llamarlo así) lleva una visera negra por cara. Mi abuela (que descanse, que paz ya tuvo), decía que era el vivo retrato de Emiliano, el concejal de cultura, que no por ello el culto del pueblo; hay quien dice que es hijo del antiguo alcalde, don Diego, que está casado y sólo por el rumor de dicha paternidad perdió ya unas elecciones; las gitanas comentan que es medio payo medio gitano, que tiene las manos blancas pero que la cara es de ellos, y a partir de ahí empiezan a especular con los figuras del pueblo: el alambique, Nestorio el muelas, Juan lagarto, Pepe mierda, el Pulga, el Pañales, el Porras, José Turulo, el Medio muerto, el Silencioso, Rafael el del Pistolas... Pero yo dudo que sea gitano, dudo incluso que sea de aquí, y no por las juntas de la Aurora, que no eran pocas, sino porque en un pueblo, o todo se sabe, o se inventa, y aquí hay de todo menos consenso.
En fin, como iba diciendo, después de ver el nombre en el móvil de mi padre me quedé algo fuera de juego, como se dice, o en bragas, para que me entiendan también los que no son aficionados al fútbol. Sentí entonces el impulso de llamar, la tentación de cruzar esa puerta. Yo nunca había fumado marihuana, aunque todos mis amigos lo hacían desde los catorce o los quince años, algunos incluso antes. Ni que decir tiene que no juzgué a mi padre en ningún momento; no era algo que pudiera reprocharle. Supongo que en el fondo no me extraña, de un modo u otro me ha transmitido su alergia al escándalo junto a unos cuantos genes de místico, sensible, pedante e idiota, de modo que pulsé el botón de llamada casi de manera inconsciente mientras pensaba si hacerlo o no.
La voz del Caracasco sonó lejana y metalizada, seguramente por hablar con el casco puesto, pero también familiar: «¿qué hay, primo?», me soltó. Le dije que no era Alberto, que así se llama mi padre, sino su hijo. «¿Qué Alberto?», me preguntó para confirmar la identidad; «Alberto media oreja», contesté. El mote proviene de mi abuelo, y no tiene nada de original: perdió un trozo de oreja en la guerra civil a consecuencia de la metralla en una explosión. No hablaré de colores porque no creo que eso justifique ni una sola de las muertes de la época, pero sí repetiré lo que él decía: «yo iba con los buenos».
Caracasco se quedó un poco parado al principio, imagino que porque no sabía por dónde iba a salirle.
—Oye, no le digas nada a mi padre, que no sabe que te estoy llamando —le dije—. Yo sé guardar un secreto.
—Más te vale, chaval. ¿Dónde estás?
—En casa.
—Nos vemos en el campo de fútbol en diez minutos.
Y antes de que yo pudiera articular ninguna otra palabra, antes incluso de poder concretar el pedido, Caracasco había colgado el teléfono. El campo de fútbol estaba al lado de casa, así que fui a mi dormitorio, cogí todo el dinero que tenía escondido entre los calzoncillos del cajón de mi mesita de noche, comprobé que mis padres seguían en el jardín (donde suelen pasar las mañanas del sábado regando las plantas, charlando y tomando el sol), y me puse en marcha. 
Cuando salí a la calle me sentía como Judas caminando sobre un empedrado, entre fachadas blancas, directo a la boca del lobo, al pecado definitivo, un tanto nervioso ante lo inminente del encuentro, con el corazón en la boca y los huevos, con perdón, en la garganta.
Atravesé el barrio del Perchel, que no es un barrio conocido, como pueda serlo el Follarate o las Acequias. Y no lo es porque nada importante ha pasado todavía en el mismo, que es como decir que nada hay que el resto considere destacable. Sin embargo, es el lugar de nacimiento y la residencia de Caracasco y de la Aurora, pero con todo y con eso no tiene trascendencia porque no es allí donde se realizan los trapicheos.  Caracasco no es tonto, sabe que el rumor hace el nombre y no quiere estar ahí cuando eso ocurra. Su casa es la de las cortinas verdes, las mismas que las de la puerta del estanco, la única con el balcón lleno de flores y plantas. La miré bien de arriba abajo, no sin cierto reparo, pero no advertí rastro alguno de vida. No paso con frecuencia por allí, aunque no hay mes que no pise el barrio, que aquí todo de tan pequeño acaba siempre frecuentado. ¿Estaría la Aurora al tanto de las lucrativas actividades de su hijo? Lo más probable es que no le importase un comino. Casi puedo verla lavándose las manos al respecto. Estas cosas suelen ser consecuencia de una infancia difícil, de un ambiente enrarecido, ¿y qué infancia le espera al hijo de una bruja, como han llegado a llamarla? Le espera crecer en una casa que encoge, inventarse un padre entre camellos, cabalgar a lomos del hierro y la chapa, dudar de si tu madre es quien te arropa al anochecer o quien se come a los niños que ya no se ven más por el barrio; estudiar en vano, trabajar en balde y madurar antes de aprender a ser responsable. Bastante mérito tiene que no acabase loco o que no esté ya en la cárcel.
El campo de fútbol estaba desierto: una larga extensión de grava gris y dos porterías sin redes, con los palos de amarillo pálido a causa del sol, agrietados y repletos de ronchas de óxido.
Escuché de pronto el ensordecedor rugido de la moto y mi corazón casi se para. Aquello iba a ser lo más parecido a delinquir que estaba a punto de hacer en mi vida.
Miré hacia el sonido y vi el reflejo destellante del casco, como una señal de explorador, licuado como un espejismo a causa del calor.
Llegó allí puntual como un autobús británico. Sin bajarse siquiera de la moto, algo huraño aunque sin llegar a lo desagradable, con la desconfianza del gato como mecanismo de evaluación, me hizo un gesto con el casco para que me acercase a él y nos escondiéramos un poco de los niños y las abuelas que, a juzgar por las voces, no debían andar muy lejos.
Bajamos hasta los banquillos, una especie de aljibe de cemento abierto por una de sus caras, y sin más ni más le di veinte euros, que era cuanto llevaba encima, y él me entregó dos bolitas de papel de plata del tamaño de una nuez. Acto seguido su teléfono sonó de nuevo y él volvió a su moto y salió despedido como alma que lleva el diablo, dejándome allí a solas con las bolitas de papel de plata y las voces de los niños y las abuelas cada vez más cerca, posiblemente de regreso de un paseo al pantano, a veinte minutos a pie del campo de fútbol.
Abrí las bolitas y vi dos pequeños cogollos de un verde intenso llenos de pelitos blancos. La marihuana olía fuerte (un olor ácido, afrutado e intenso como el pegamento), así que tuve que guardármela dentro de los calzoncillos, por eso de que oliese lo menos posible (era agosto, así que algo debió contrarrestar), y comencé a desandar el camino antes andado.

Al volver a casa me encontré con una nota de mis padres: se habían ido a la playa. Era algo que hacían a menudo, planeaban una escapada y dejaban a su hijo allí tirado, seguros de que no le apetecería nada darse un chapuzón en alguna bonita cala de Almería con sus aburridos viejos. A veces se equivocaban, otras acertaban; en esta ocasión, no pudieron hacer mejor análisis, por lo que me puse manos a la obra.
Imité a mi padre en lo que imaginaba que era su ritual. Le había visto hacer aquello cientos de veces, eso sí, siempre con la puerta cerrada. Fui a su despacho, como le gustaba llamar a esa habitación, abrí la ventana, le eché un ojo a sus vinilos y puse uno al azar, de un tal David Bowie, con algo de Dory o una palabra parecida en el título. En aquella habitación sólo había montañas de discos, posters de Janis Joplin y Jimi Hendrix, un solo sillón, un enorme equipo de música y una guitarra eléctrica con su amplificador. Él había sido guitarrista en un grupo de blues cuando aún no era joven (no en el sentido romano), y hay pocas cosas de las que se muestre tan orgulloso en su vida como de haber teloneado en una ocasión a los Ten Years After.
Dejé el vinilo dando vueltas en la pletina. A los pocos acordes comencé a liarme el porro como buenamente pude, dado que era mi primera vez. Una vez conformado lo que no pasaba de ser un engendro tubular, di mi primera calada. Tosí y casi me atraganto. Me senté en el sillón, di otra calada y entonces sí que me noté mareado. La música pasó de desapercibida a hipnótica, y el ambiente, recargado de reminiscencias sesenteras y psicodélicas, comenzó a atraparme, a mullirme con dulzura en su aire. De repente, inmerso en un mundo de evasión y quietud, vi la imagen del Caracasco, esta vez como un rostro repleto de facciones, como un casco articulado, esculpido, modelado, salpicado de detalles que hacían de ojos, nariz y boca perfectamente identificables. Entonces pensé que aquello de Caracasco en realidad no era más que una pista, el revelado de un mito, y que todos, no solamente todos nosotros, todas las cosas incluso: animales, plantas, nubes… cualquier clase de objeto, absolutamente todo —incluido Caracasco— tiene un rostro que lo identifica.
Di una calada más y lo tuve todavía más claro: aun siendo una cruz, todos tenemos cara; sólo hay que saber mirarla.




[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

Saturday, November 22, 2014

DIOS SE ESCRIBE CON MAYÚSCULA (relato)

DIOS SE ESCRIBE CON MAYÚSCULA[1] 
Alejandro Molina Carreño





—La primera vez que me dijeron que Dios se escribía siempre con mayúscula, porque se refería a DIOS padre y creador, fue en el colegio. Si «Rogelio» se escribe con mayúscula, ¿cómo no iba a escribirse así «Dios»? Yo había escrito en un dictado «dios», así, con minúscula. Cuando la maestra lo vio tachó con un rotulador rojo la palabra y me explicó que Dios va siempre con mayúscula. Esa vez, lo recuerdo bien, sentí miedo al pensar la de veces que me habría saltado una regla tan importante. Yo era muy creyente de pequeño; no me preguntes por qué, ni yo mismo lo sé. Mis padres eran católicos al uso, o sea, de los que bautizan a sus hijos y abren así la veda a la inercia que te lleva a hacer la primera comunión y deja de contar, de modo que de ir a misa, rezar o hablar de Dios, nada de nada. Tampoco tenía una tía especialmente creyente o una abuela beata, ni se me apareció la Virgen o el santo de turno. Se ve que durante el catecismo, o donde fuese, cuando me hablaron detenidamente del cielo, del infierno, de Adán, Eva, Moisés y Noé, toda esa mierda, debió de impresionarme muchísimo. No encuentro otra explicación. Una vez, en un examen de matemáticas en el colegio, me quedé parado delante de un problema que no me salía. Yo era muy repelente por entonces y quería sacar en todo un diez, así que la idea de entregar un examen sin terminar me superaba. Quedaba muy poco para que acabara la clase, y no había manera de resolver el dichoso problema. Entonces me fijé en el crucifijo que había sobre la pizarra, al lado del cuadro del Rey Don Juan Carlos, y me puse a rezar a Dios con todas mis fuerzas para que me echase un cable, para que me ayudara a resolver el problema. Pues bien, al momento tuve una iluminación, y listo: problema resuelto. Me levanté, porque con aquello terminaba el examen, y se lo entregué a la maestra, doña Rosa, que era mi vecina (vivía en el piso de abajo y a veces incluso iba a su casa para que me recordara qué deberes eran los que había mandado si se me olvidaban). En aquellos años yo vivía donde trabajase mi madre, que también era maestra. Le tocara el pueblo que le tocase, la mandaban siempre a las casas de los maestros, que estaban al lado de los colegios, y allí hacinaban a todo el funcionariado docente del pueblo de turno, lo que incluía a un buen montón de críos como yo. Total, que le di el examen a doña Rosa y le dije: «señorita, ¿sabe lo que me ha pasado?»; «¿qué?», me preguntó ella; «que había un problema que no me salía, y entonces he mirado la cruz y le he pedido al Señor que me ayudase, y entonces lo he resuelto». Ella se rio y me dijo: «eso no ha sido Dios, has sido tú, que eres inteligente». Ahora que lo pienso, qué lección de doña Rosa, ¿no? Era una mujer muy apañada. Bueno, a lo que iba. La primera vez que me di cuenta de que había escrito Dios tantas veces en minúscula, es decir, sin el debido respeto, como si no saludas al entrar a casa, que tu padre se molesta y te grita: «¡¿es que no vas a saludar?!», caí en la cuenta de que Dios tenía que tener un mosqueo conmigo de tres pares. Y bueno, en realidad esto te lo quería contar para que vieras lo creyente que era cuando crío, aun sin una educación religiosa estricta. ¿Por qué la religión me había calado tanto?
—Sabía exactamente a qué te referías, no hacía falta que diseccionases los recuerdos.
Ramón era una persona ahorrativa como pocas. Las palabras se acumulaban en su cabeza como monedas en una hucha. Pagaba su parte, sin alardear, y de vez en cuando te invitaba a un par de frases. En ocasiones así las conversaciones sabían realmente bien.
—Ya sabes que soy algo manirroto —continué—. De todas formas, en el fondo no pretendía convencerte de nada. El tema de la religión siempre me ha quitado el sueño. He pensado en voz alta. Cuando pienso en Dios me viene a la cabeza la cara de un viejo severo pero simpático, como un profesor de instituto que te parece un capullo al principio, pero que luego resulta ser el tío del que mejor recuerdo guardas, sólo que con el pelo blanco y una barba larga y blanca también, como el que pintó Miguel Ángel (creo que todo el mundo ve a Dios como lo pintó el toscano). Siento que vigila mis pasos, Dios, quiero decir, y que nunca puedo tomar una decisión sin reparar antes en ese otro punto de vista, en qué pensará Él de mí (ese «Él» también se escribe con mayúscula, algo que aprendí más tarde), de lo que estoy haciendo. Supongo que será la conciencia. Soy como adicto a la conciencia, no puedo pasar sin ella, hasta el punto de que soy incapaz de atender mis apetitos por el mero hecho de atenderlos. Debo sopesar primero, calcular en una balanza si la transacción es o no adecuada. Es como si yo no pudiese ser yo al cien por cien, de forma animal, sin ese yo interno taladrándote la sesera todo el día, distrayendo la atención de lo que realmente quieres hacer. Porque en el fondo yo creo que cada uno debería vivir su vida como le diera la real gana. Y me refiero a ser uno mismo, sin tapujos ni moralinas. Las reglas más importantes son las que no están escritas. En fin, ya estoy divagando otra vez. ¿Pero por qué será? ¿Por qué le pongo la cara de Dios a mi conciencia? ¿Por qué no es un Pepito Grillo, algo que se pueda espachurrar contra el suelo?
Ramón lo dijo todo con su silencio.
—Sí, sé cómo suena —continué de nuevo—. Es cosa mía, eso seguro. No entiendo bien muchos de los axiomas sociales. Antes, cuando alguien me contaba cualquier cosa, lo que sea, yo le daba inmediatamente categoría de verdad. Era inocente como un niño. Ahora no me fío de nadie, pero estoy deseando poder fiarme de alguien. Sea como fuere, yo me tragué todo el rollo religioso a raja tabla. Fíjate si me lo tragué que cada vez que me acuesto doy gracias por disponer de una cama, un techo y la esperanza de despertarme al día siguiente. ¿A quién le doy las gracias? No lo sé. Pero la cara esa que antes te describía, la de las barbas blancas y expresión de profesor-padre, la tengo en mente cuando pienso esas cosas. Así que imagino que es a Él a quien van dirigidos mis lamentos, porque no son más que lamentos, al fin y al cabo. Es decir, por un lado está bien eso de apreciar lo que tienes, dormimos mejor cuando dormir es un privilegio; pero si te das cuenta, he dicho: «la esperanza de despertarme al día siguiente». Agradezco cada día vivido como si fuese un oasis en mitad del desierto. Supongo que un día de vida es lo que más aprecio del mundo. Así que doy gracias y espero que nadie escuche a mi subconsciente gritando: «¡regálame otro día, regálame otro día!» Español hasta la médula. El lazarillo de los dioses. Porque, al fin y al cabo, llámalo Dios, Zeus o Destino, la cosa es la misma: a dónde te diriges. Uno busca su propia suerte, guía su propio destino y se aprovecha de él en lo que puede. Si mirando a la cruz y pidiéndole a Dios la solución de un problema de mates, resolví el problema, me aproveché de Él. Total, lo único que un dios quiere de ti es que creas en él. Y ese «dios» va con minúscula, porque se refiere a cualquier otra divinidad no cristiana, y por tanto herética.
Nada más callarme noté la garganta seca. El sonido de un vaso rompiéndose en el suelo me devolvió a la realidad. Ramón y yo giramos la cabeza de forma inconsciente. Un par de chicas reían en torno a los cristales rotos del suelo, en los dos taburetes contiguos a los nuestros. El camarero refunfuñó y salió de la barra con un recogedor y un cepillo. Le di un trago a mi copa y saqué un cigarrillo. Ramón prendió su zippo antes de que pudiera pedirle fuego.
—¿Por qué estaba hablando de todo esto?
—Te remuerde la conciencia por haberle puesto los cuernos a Sara —contestó él.
Ramón y yo miramos cómo barría el camarero los cristales. Yo miraba, pero no veía nada. Las palabras de Ramón me demostraron una vez más en qué consiste hablar.
Una de las chicas se nos acercó. Era alta y rubia, a medio camino entre una hippie y alguna otra moda con un nombre más complicado y que seguramente me parecería tan absurdo como el anterior. Sea como fuere, era guapísima.
—¿Tenéis fuego?
Ramón desenfundó con la elegancia de un espadachín y ofreció su zippo. Claro, con un mechero así, cualquiera. La chica se encendió el cigarro.
—Gracias.
«No hay de qué», dijo Ramón, con una sonrisa en el rostro. También las sonrisas eran sabiamente economizadas por su parte, tanto que la más simple de las sonrisas en su rostro, de puro extraña que era, resultaba fascinante. Y eso era algo de lo que hasta una desconocida como aquella rubia podía darse cuenta. En cierto modo, el rostro de Ramón se había habituado a la seriedad, pero a una seriedad contemplativa, como de evasión. ¡Y cómo lucían las sonrisas, cómo fluían las palabras por su boca! Mientras tanto, mis labios permanecieron torpemente sellados.
Ramón le preguntó a la chica si no se habían cortado, por lo del vaso, claro. Ella rió y culpó a su amiga, quien, y cito textualmente: «va ciega como una perra». La amiga, dándose por aludida en el cruce de miradas, se acercó a nosotros. Morena, delgada; no estaba mal.
—¿No pensabas traerme fuego?
Ramón esgrimió de nuevo.
«Soy Ana», dijo la morena. Entonces nos presentamos: Ramón, Ana; Ana, Ramón. Ramón, Julie; Julie, Ramón. Yo me llamo Aitor.
—¿Venís mucho por aquí? —preguntó Julie.
—Es la segunda vez —contestó Ramón—. Estuvimos aquí en el concierto de unos amigos, y nos gustó el sitio.
—Para que luego digan que segundas partes nunca fueron buenas —dije yo.
Aún recuerdo el escozor del pinchazo en el cogote provocado por semejante bobada. No sé si Julie entendió por dónde iba. Ana seguro que no. Ramón se apresuró a sonreír y cambió de tema. «¿Conocéis a esta banda? ¿Habéis estado en este pub? ¿Y en este otro pueblo? No me puedo creer que conozcas a Fulano», etc…
Creo que eran las tres de la mañana cuando salimos del pub. Por una razón que aún no logro comprender (no consideré su borrachera tan destructiva como para suicidarse de ese modo), Ana se había abalanzado sobre mí una de las veces que salí del baño, así que dejamos el local emparejados (lo de Ramón con Julie era incuestionable).
Una vez en la calle, Ana dijo que tenía bebida en su casa. Julie tenía coche y estaba borracha. Aun así subimos al vehículo y fuimos a casa de Ana.

Todas mis novias han sido unas moralistas. Les encantaba ir de liberales, aunque luego resultaron estar todas cortadas por el mismo patrón: el de la seguridad. Los dos primeros años todo es romanticismo: les atrae que no tengas trabajo fijo, que leas a Balzac o que defiendas con argumentos sólidos una postura apolítica, e incluso pasan por alto que esté empezando a salirte buche. Pero entonces tu cupón premiado vence y ella te suelta un sermón sobre por qué es importante votar; Balzac pasa de interesantísimo autor a otra distracción sin utilidad más, y lo peor de todo: te sugiere, con esa sutilidad femenina y de trazos viperinos, que busques trabajo y hagas deporte. A partir de ese momento, puedes apostar que se acabó el amor. Es ahí, justo cuando ellas se comportan como niñas, cuando te echan en cara tu falta de madurez. Bueno, eso ha sonado demasiado a despecho. Ya sabes que me refiero a ella. Me he propuesto deshacerme de mis prejuicios.
—Suerte con eso —soltó Ramón, junto con una bocanada de humo. Fumábamos en el balcón de casa de Ana.
—Es verdad —continué—. Quiero ser una buena persona. Tengo la cara de tú ya sabes quién en la cabeza (¿va ese «quién» con mayúscula?), echando por tierra todas las justificaciones que me invento. De pequeño me echaba un cable con las mates, y ahora me atormenta con esa mirada misteriosa, juzgando en silencio. Ya sabes a qué mirada me refiero, esa que te da ganas de decir: «¿qué pasa? ¿Qué problema tienes?». Es esa incertidumbre lo que me mata. Bien pensado, es como una mujer: es imposible comprenderlo. Pero mírame, tampoco entiendo una mierda de la teoría de cuerdas y puede que sea víctima, o parte, mejor dicho, de la realidad que describe. Con una mujer es igual, está ahí, rige tu vida, pero no sabes cómo funciona. Y quieres saberlo. Te preguntas: «¿qué tendrá esta mujer en la cabeza?». Es el tipo de preguntas que te haces cuando algo es absolutamente incomprensible: «¿qué ocurrirá tras la muerte? ¿Por qué vuelan los aviones?». Una prima mía me dio una vez algo parecido a una respuesta. Me dijo que las mujeres necesitan sentirse seguras. Nunca en mi vida he estado con una tía que se sintiera segura conmigo. Mírame, soy un tirillas. Pero más curioso aún es la seguridad en sí, el significado maternal de la palabra. En el fondo, creo que tienes que ser capaz de matar a un oso, si se dieran las circunstancias, para que una mujer te aguante toda la vida.
Ramón apagó el cigarrillo en una lata de cerveza vacía. Las luces de la ciudad brillaban como luciérnagas atrapadas, lucían con el nerviosismo de un pájaro enjaulado. Ramón llevaba puesta una bata rosa. Yo no podía salir de la cama sin mis vaqueros, pero no llevaba nada de cintura para arriba, y empecé a sentir algo de frío.
—¿Qué hora es? —preguntó Ramón.
—Son casi las seis. No tardará en amanecer.
—Nos largamos.
—La verdad es que no me gustaría dormir aquí.
Entré en el dormitorio de Ana sigilosamente. Me hubiera gustado decir que dormía, pero entra dentro de lo posible que lo estuviera fingiendo. Cogí mis cosas y esperé a Ramón en la entrada.
—Creo que no se trata de mí —le decía mientras esperábamos el ascensor—. Si he sido tan inocente a lo largo de mi vida, es decir, si lo reconozco con tanta facilidad, si sé que lo soy, debería haber cambiado. Me refiero a eso que dije antes, lo del lazarillo de los dioses —el ascensor emitió un pitido y las puertas se abrieron; dejé pasar a Ramón primero y luego pulsé el botón con la B—; no estoy tan seguro de ser yo quien lleve, ¿cómo se dice?, las riendas de mi destino. Es más bien al contrario. Me he propuesto cambiar. Quiero ser mejor persona. Quiero dormir tranquilo por la noche, sin arrodillarme entre las sábanas para suplicar que se me entregue un día más a pesar de mis errores. Y no hay manera. Por mucho que lo intente, me es imposible cambiar. ¿Por qué? Ahora lo veo claro: porque había tratado de engañarme a mí mismo. Creía que entendía de qué iba todo esto; me decía: «las cosas son así, se hacen por esto y por esto otro, y si no lo haces bien, el barbudo se te aparecerá por la noche y no te dejará tranquilo». Pero yo no entiendo la teoría de cuerdas. El barbudo no tiene por qué estar ahí, soy una víctima de mi propio destino. Yo aquí no dirijo nada. Y si no, ¿por qué hemos acabado aquí esta noche?
El ascensor se detuvo y emitió otro pitido. Me disponía a salir cuando Ramón me puso una mano en el hombro.
—Con ésta le has puesto ya dos veces los cuernos a Sara —me dijo—. ¿No vas a decírselo?
Reflexioné apenas unos segundos, sin fruncir siquiera el ceño.
—Joder —dije—, ¿es que no has escuchado nada de lo que te he estado diciendo?
Entonces di un paso para salir del ascensor, y noté cómo su mano se resbalaba por mi espalda.



[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.