Sunday, February 15, 2015

LA MONROE (relato)



LA MONROE
Alejandro Molina Carreño




—¡Ramón! ¡La puerta!
—¡Voy, mamá!
Escuchamos las voces desde la puerta. No nos bajamos de la bicicleta ni para tocar al timbre. La casa de Ramón era una casa grande, la típica casa de pueblo con dos plantas, fachada blanca salvo por el ladrillo visto alrededor de las ventanas con rejas negras, el número trece en un bonito dorado sobre la puerta y un tranco de palmo y medio de mármol. Ramón se pasaba el día jugando a la Atari en su buhardilla, por eso siempre tardaba en abrirnos: tenía que bajar por las escaleras grises, como de chapa, que se desplegaban desde una trampilla en el techo hasta el suelo del segundo piso, y bajar luego las escaleras hasta el primer piso, donde estaba la puerta tras la que le esperábamos. Conocíamos aquella casa bastante bien. A pesar de que Ramón vivía a las afueras, íbamos allí con tanta frecuencia como podíamos. A su casa había que ir en bicicleta si no querías andar casi veinte minutos.
«Hola», dijo Ramón al abrirnos. Tenía quince años. Era un año mayor que nosotros, pero no por ello más listo. Tampoco era el chico más rico del pueblo, ni el más popular ni el que mejor jugara al fútbol, ni siquiera era el único con videoconsola; es más, podía resultar, la mayor parte del tiempo, un auténtico cenizo. Pero a nosotros nos interesaba otra cosa.
«¿Qué hahe?», preguntó el Panocha. El Panocha era mi sombra. Era incluso peor que una sombra, porque a veces tenía que aguantarlo hasta en las noches más cerradas. En el pueblo eran un poco rebuscados con los motes, y lo de panocha no le venía por pelirrojo, sino por murciano —como toda su familia— y porque costaba horrores entenderle de lo mal que hablaba. Todo lo aspiraba: la ‘c’, la ‘s’, uves y bes a discreción… Un horror. No era mal niño, pero no sabía qué significaban muchas palabras que para mí eran de lo más importante, como la discreción —que pronunciaba discrehión y pensaba que era un término militar— o la intimidad, cuya carencia era el más notorio rasgo de los panochas.
«Nada», contestó Ramón. Hicieras lo que hicieses, si no era interesante para el resto, no era nada. Así estuvieras resolviendo uno de los problemas del milenio que si a los demás las matemáticas no les interesaban, en lo que a ellos respecta no hacías nada. Además, por aquella época jugar a la Atari también había dejado de resultar interesante porque sólo tenía un juego y ya nos lo habíamos pasado como cuatro veces.
—Vamos a la mina —le dije—. ¿Estás preparado?
Recuerdo su cara aquel día: enarcó una ceja hasta perderla tras su flequillo, que cubría casi toda su frente, y ladeó ligeramente la cabeza. Creo que Ramón comenzaba a sospechar por qué íbamos tanto a su casa a preguntarle que qué hacía, escuchar que no hacía nada y quedarnos esperando un rato hasta que nos invitaba a pasar.
—¿No íbamos a ir el viernes? —preguntó, extrañado.
—Eho era a la hierra —dijo el Panocha.
—¿A la sierra? —Ramón achicó sus ojos, abrigó el labio de arriba con el de abajo y luego encogió sus hombros—. Me habré confundido. Tengo que cambiarme. Pasad.
Ni que decir tiene que Ramón tenía razón, que a la mina habíamos quedado en ir el viernes y lo de la sierra no había sido más que una improvisada y torpe estratagema del Panocha para salir del paso. En el pueblo no había mucho que hacer, la piscina estaba cerrada y a las cuatro y media de la tarde todos tus familiares dormían la siesta, por lo que había que guardar luctuoso silencio, cosa poco atractiva para un chaval cargado de energía, de modo que al Panocha —que estaba en la misma situación que yo— y a mí no se nos ocurrió un plan mejor para pasar la calurosa tarde de agosto que hacer que aquella ceja de Ramón se alzase como un resorte al oírnos mencionar la mina.   
Dejamos las bicicletas en el suelo, que era la forma más cómoda de aparcarlas, y entramos en la casa. Ramón nos dejó en la cocina y subió a su dormitorio. Era una cocina grande, impoluta, toda blanca salvo por el suelo, de color negro, con una isla en el centro rodeada de taburetes. Escuché el húmedo susurro que deja escapar la lata al quitar la anilla. El Panocha había abierto el frigorífico y tenía dos refrescos en la mano. Entonces nos sentamos en los taburetes y empezamos a contar. El Panocha había apostado que tardaría quince segundos en aparecer. Decía que cada vez aparecía antes, que sabía muy bien lo que hacía y que todas eran iguales. A mí no me gustaba ir repitiendo por ahí lo que escuchaba en casa de boca de mi padre, pero para que la apuesta tuviera sentido, corroboré sus palabras y me incliné por los veinte segundos. No recuerdo qué nos jugábamos. Realmente daba igual. Tan pronto como aparecía, lo demás no importaba: el tiempo pasaba más despacio para que pudiéramos contemplarla de hito en hito, con todo lujo de detalles, y un coro de ángeles entonaba un hermoso y agudísimo la mayor que bañaba por completo un aire cuyo oxígeno robaba por completo su presencia. La cuenta había comenzado, los dos permanecíamos con la mirada clavada en la puerta de la cocina. Cinco segundos: el Panocha y yo nos miramos; siete segundos: le doy un trago al refresco, despacio, muy despacio; once segundos: el Panocha también bebe; quince segundos: ha perdido su apuesta; dieciocho segundos: la Monroe entra en la cocina. «¡Qué sorpresa!», dijo ella, pasándose una mano por el pelo para atusarlo, como si aquel extraordinario pelo debiera arreglare. Iba descalza, vestía un pantalón muy cortito, como aquellos con los que McEnroe jugaba al tenis, y una holgada camisa blanca de manga corta con los dos primeros botones desabrochados. Finos bucles rubios caían sobre sus ojos, cuyas largas pestañas afilaban una mirada felina de color verde, desenvainada por sus voluptuosos labios. Uno estiraba los morros sin darse cuenta, tratando de alargarlos lo suficiente como para probar los de la Monroe. Su piel era suave a la vista e inalcanzable al tacto, sus pechos, redondos y perfectos, permanecían tersos y enhiestos, y aquella peca negra, junto a los carnosos labios escarlata recién humedecidos por su lengua, colocada por la genética en un infalible acto de estrategia.
Pasó por nuestro lado sonriéndonos, se sentó en la encimera con un pequeño saltito, apoyó las manos en el borde de la misma y cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, dos largas y hermosas piernas de prietos muslos con las uñas de los pies pintadas de rojo. La razón por la que nos hicimos tan íntimos de Ramón volvió a hablar: «¿qué tal estáis, chicos?». Su voz poseía ese agradable timbre con el que nosotros adornábamos el socorrido porfa porfa porfa que tanto lanzábamos a nuestros padres. El Panocha trató de decir algo, pero se atragantó con el refresco que aún estaba tragando y tosió para disimularlo. Yo dije que estábamos bien. Lo dije con la torpeza propia de un crío pronunciando sus primeras palabras. Tanto al Panocha como a mí nos costaba mantener la mirada de la Monroe. Ella descruzó las piernas y luego cruzó la izquierda sobre la derecha.
—Últimamente venís mucho por aquí —dijo—. ¿Qué vais a hacer hoy?
—Vamoh a una mina abandoná —se apresuró a decir el Panocha; lo dijo como si a una mujer de treinta y siete años le pudiera impresionar la valentía de un cateto murciano con una bicicleta amarilla.
—¿Ah, sí? —dijo ella de todos modos, sonriendo—. ¿No será peligroso?
—¡Quiá! —soltó el Panocha—. Eho no da mieo.
—¿A ti tampoco te da miedo? —me preguntó.
—No, señora —contesté, como si acabase de salir de un cascarón. Ella rió.
—No tienes que llamarme señora —dijo—. Ya nos conocemos.
Ramón irrumpió en la cocina de forma repentina.
—Mamá —dijo—, ¿dónde están los pantalones del Barcelona? Tengo todos los otros sucios.
—Están en el lavabo, cariño —cada vez que la Monroe pronunciaba aquella palabra: cariño, yo sentía un apagado desconsuelo por tener la madre que me había tocado tener. Ramón se disponía a marcharse cuando ella lo retuvo—. Espera, ven aquí un momento.
Bajó de la encimera con un saltito que hizo temblar su pecho para arreglarle el pelo a Ramón. Tan solo las cigarras se atrevieron a emitir sonido alguno mientras ella se humedecía sus dedos en la lengua para peinar a su hijo.
Cuando por fin Ramón salió de la cocina, la Monroe nos dio la espalda un instante para coger un vaso de uno de los armarios de la cocina. Se puso de puntillas y estiro el brazo. La camisa subió con el brazo, regalando a nuestra vista la carne de sus caderas. Al Panocha se le abrió la boca y la lata se le escurrió de la mano, asustando a la Monroe y poniendo el suelo perdido de refresco.
—Lo hiento —dijo, todo colorado, como si le llamasen el tomate.
—No te preocupes, no has roto nada —dijo ella justo antes de dejar en el fregadero el vaso que había cogido—. Esto se limpia en un periquete.
No perdió la sonrisa en ningún momento, ni disimuló rencor alguno. Simplemente cogió una bayeta y se puso a cuatro patas allí donde había caído el refresco. Aquel fue el momento más maravilloso de toda mi existencia. Al estar agachada, el ancho cuello de la holgada camisa dio vía libre a sus dos preciosos senos, que se nos mostraron en todo su esplendor, desplazándose de un lado a otro como apetitosos péndulos al ritmo de su mano derecha, que pasaba la bayeta sobre el líquido derramado. El pelo lamía sus clavículas, y su cuerpo, en aquella postura, con la espalda recta y terminada en aquel prodigioso culo, gritaba algo que yo no lograba definir del todo, algo demasiado animal, como un instinto sumido en plena hibernación que escuchase de repente el claxon de un coche. No pude evitarlo. Me empalmé. Tuve la erección más firme y dura de mi vida. Llegué a pensar que iba a romper el pantalón. No podía apartar los ojos del movimiento de aquellas turgentes tetas, de aquellos escuetos pezones que de nuevo me hacían estirar, sin querer, los morros y aun las manos, tratando de apresarlos. Tuve la sensación de que me veía, de reojo, y aun así sonreía satisfecha.
«Ya está», dijo, poniéndose en pie. El panocha había entrado en coma, o al menos eso parecía, y yo crucé rápidamente las piernas, antes de que ella se diera cuenta de lo que me ocurría. A continuación, entrelacé mis dedos y coloqué el resultado sobre mi erección.
Ramón volvió a la cocina en ese preciso instante con sus pantalones del Barcelona puestos y una bolsa del pan en la mano con linternas en su interior.
—¿Vamos?propuso.
Nunca había odiado tanto a Ramón. El Panocha, despertando de su letargo, saltó del taburete. Nunca había odiado tanto al Panocha. Era evidente que no podía ponerme en pie en aquel estado, a no ser que quisiera que Ramón me usase como percha para colgar la bolsa. Los tres se me quedaron mirando.
—Has… —comencé a decir—. Has… ¿mirado si tienen pilas?
Ramón sacó las linternas. Le dio una al Panocha y él se quedó otra. Las encendieron: funcionaban a la perfección. Hicieron un par de señales y tontearon unos segundos con ellas, pero no los suficientes. Yo seguía duro como una piedra.
—Comprobado —dijo Ramón—. Vamos.
—Y si nos llevamos también… ¿unos mecheros? —propuse, desesperado, sin poder quitarme de la cabeza la imagen de aquel reciente y carnal vaivén de los senos de la Monroe—. Puede que los necesitemos para ver si hay gas…
—No pienso llevar más cosas —se quejó Ramón—. Venga, vámonos ya.
—Vamos ya, cansino —dijo el Panocha, mientras le maldecía a él y a sus más allegados familiares en mi fuero interno.
—Esperad fuera un momento, chicos —dijo la Monroe, de repente—. Tengo que hablar con Javier.
Ah, claro, ese soy yo: Javier.
—Pero… —comenzó a decir el Panocha.
—¡Venga para fuera ya, hombre! —le dije, iracundo.
Ramón y él salieron a la calle, no sin cierto recelo, pero con mayor sumisión de la que hubiese creído. Cuando escuchó que cerraban la puerta, ella se acercó al taburete y se puso frente a mí.
—Creo que sé lo que te pasa —me dijo risueña; yo comencé a sudar—. ¿Puedo echar un vistazo?
—¿E-echar, un vi-vistazo? —tartamudeé, tembloroso.
—No te preocupes, tonto.
La gente decía que la Monroe era muy liberal, y mi madre, que participaba abierta y gustosamente en los chismorreos, solía comentar con Encarna, la vieja que vivía frente a nosotros, junto a la casa de mis tíos, que el problema era el trabajo de su marido. El padre de Ramón siempre estaba fuera. Trabajaba como azafato, profesión que hacía flaco favor a su hombría —ya se sabe cómo se las gastan en un pueblo—, por lo que apenas se le  veía el pelo. Yo no sabía qué era eso de ser liberal, pero en aquel momento pensé que si tenía algo que ver con lo que estaba a punto de ocurrir, ojalá todas las mujeres así de hermosas fueran liberales.
—¿Has hecho esto antes pensando en mí? —me preguntó, mientras me hurgaba en la entrepierna.
—Ssss-ssí… —logré articular.
Y no era mentira. En el pueblo todos los chicos soñaban con estar en mi pellejo; hasta yo había soñado con estar donde estaba en ese preciso instante, lo que no dejaba de ser extraño.
—¿Sabes que eres un muchacho muy atractivo?
—Gra-gracias…
La Monroe me metió la mano en el pantalón. Sus manos eran pura seda. Estaba pasando; estaba pasando y era tan real como el mejor de mis sueños. Lo hizo mirándome fijamente a los ojos, pasándose la lengua por los labios, aquellos labios escarlata, aquella peca perfecta, aquellos senos bamboleantes… Apenas me llevó unos segundos.
—¿Estás mejor ahora?
Yo apenas podía hablar. Los párpados me pesaban como el plomo, tenía la piel de gallina, pero de una gallina al borde de un ataque de nervios, y nunca antes había tenido la boca tan seca. «No se lo dirás a nadie, ¿verdad que no?». Yo negué con la cabeza, extasiado. «Eres tan mono…».

Un minuto después estaba en la calle.
—¿Qué quería mi madre? —me preguntó Ramón nada más verme. Los dos esperaban montados en sus bicicletas.
—Nada —contesté, subiéndome a la mía.
Ramón me miró con cara de malas pulgas, y el Panocha me examinó de arriba abajo en busca de cualquier clase de pista.
Sin más dilación, nos pusimos a pedalear. Ellos aceleraron, ganaron algo de distancia delante de mí. Yo sentí que era algo más que un par de metros lo que había entre nuestras bicicletas. Pensé que la palabra distancia significaba ahora otra cosa. Era como si un insalvable abismo se abriese entre nosotros, algo mayor que un abismo incluso, más profundo y misterioso: había una mujer entre nosotros; y no una cualquiera, sino la  Monroe.

Saturday, February 7, 2015

Pintando con luz (reseña de exposición fotográfica)

PINTANDO CON LUZ 


Exposición de Aitor Frías y Cecilia Jiménez
Casa de la cultura de Monachil, Granada (Spain)
6 de febrero - 4 de marzo 


«No nombrar, sino sugerir», decía Mallarmé. Éste parece ser el auténtico leit motiv que vertebra la exposición Pintando con Luz, de Aitor Frías y Cecilia Jiménez, una pareja de jóvenes fotógrafos granadinos de cuya imprescindible obra podemos disfrutar del seis de febrero al cuatro de marzo en la casa de la cultura de Monachil.
Me valdré de tres de sus fotografías que a mi modo de ver resumen a la perfección las palabras del poeta francés, y por extensión la exposición en sí, a saber: El canto de la sirena, La espera #3 y La arcilla y el alfarero.  


El canto de la sirena

Esta fotografía, tomada en el ángelus de la playa de la Caleta, en Salobreña, muestra con sobrada elocuencia la suma de intereses que giran en torno a la obra de los fotógrafos: atmósfera, luz, arte, insinuación y contemplación.
Nos acercamos a ella atraídos por el hipnótico canto de una sirena en pie entre dos mundos: arriba, un lienzo liso, un espacio etéreo que da a todas y a ninguna parte a la vez, un cielo telúrico que es vigilia insinuante de poesía; abajo, otro cielo flotando a los pies de la sirena, el reflejo de lo imposible: nubes que son piedra, rocas sumergidas en el aire, el esplendor de un anochecer que no es sino la puerta que la fotografía nos abre para que veamos, a través de la mujer, la comunión entre las dos caras de la dualidad inherente a toda contemplación, aquello que hay fuera y dentro de nosotros, aquello que somos y no somos, lo que vemos y lo que escapa a la vista: lo inefable del momento, capturado con maestría cinegética; una danza terrena sobre los astros.
En la estela de este motivo encontramos otras fotografías como El abismo, donde topamos con lo inabordable del ser humano, la entropía de un complejo mundo interior contenida en un instante que se enfrenta al agua, de nuevo madre y espejo de la realidad; o la serie La Espera, que hace hincapié en lo inasible, lo inexplicable de ese encuentro entre dos mundos, entre dos momentos que representan la complejidad de los sentimientos humanos, valiéndose esta vez de hermosos claroscuros en los que deslumbra la ebúrnea claridad que emerge del vacío, impenetrable campo de posibilidades ocultas en el que la evocación y el simbolismo se fusionan, como los esclavos de Miguel Ángel emergiendo de la piedra: la sugerencia haciéndose concreción.


La espera #3

La tercera de las obras que he seleccionado, de la serie La arcilla y el alfarero —una de sus fotografías nombradas como Best of en Vogue Italia—, es la más representativa de la otra gran característica de su estilo fotográfico, aquel que da título a su exposición: la pintura y la luz. 


La arcilla y el Alfarero

El lienzo que tenemos entre manos, así como la serie Memorias de noviembre, perfilan uno de los elementos más llamativos de una fotografía que juega a ser arte en su más amplio abanico conceptual. Como ellos mismo señalan, se trata de utilizar las mismas herramientas que un pintor de cualquier época, con el añadido de la abstracción propia de nuestra época, y el papel del concepto, en su acepción más contemporánea.
Aitor y Cecilia indagan en la historia del arte para regalarnos unas imágenes que no son píxel, sino pinceladas de luz, que no son solamente fotografías, sino una evocativa fusión entre dos ancestrales rivales. Y es que, si bien la pintura se rebeló allá por el siglo XIX contra la cámara, ellos consiguen reconciliarlas de nuevo en una serie de fotográficas pinturas que suponen la antesala de una obra que acaba de empezar, de un trabajo que no podemos —ni debemos— perder de vista. 

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