Sunday, May 8, 2016

EL LLANTO DEL ASTRONAUTA (poemario)

RÉQUIEM POR HIMALAISKOYE


 

Éste es un libro de poesía, pero es también una reflexión sobre el mundo que habitamos y que hemos decidido dejar atrás, de ahí que el poemario se titule El llanto del Astronauta. El nombre responde al propósito de la obra en dos sentidos. En el primero de ellos, entendemos el llanto como corolario de una amarga despedida. No hay manera más radical de decir adiós al mundo que conocemos que subiéndonos a una nave y saliendo al espacio, lo que supone una huida total de la Tierra en todos los niveles, desde el puramente telúrico, al profundamente cultural y metafísico, lo que a su vez entraña deshacernos de nosotros mismos en tanto que hijos de dicha Tierra. Éste es un aspecto esencial del poemario, puesto que dejar atrás el planeta es dejar atrás al ciudadano que somos, individuos modelados por una sociedad, una cultura y un tiempo concretos, con sus respectivos principios, prejuicios, valores, presupuestos y maneras de percibir la realidad, es decir: todo lo que sabemos, y todo lo que no sabemos, que no es sino el lastre que mantiene nuestros pies pegados al suelo, impidiéndonos elevarnos hacia nosotros mismos.
En segundo lugar, el llanto en la persona de un astronauta crea una imagen que nos resulta de lo más atractiva a nivel poético, puesto que comporta no ya un torrente de lágrimas, sino la tristeza misma condensada en una gota de agua que flota frente a nosotros, lo que convierte la amargura antes citada en poesía pura, haciendo del habitual río que surca las mejillas, un espejo ingrávido en el que vernos reflejados.

El subtítulo “Réquiem por Himalaiskoye” termina de matizar esa despedida a la que aludimos con el nombre del poemario a través de un guiño a un relato de Chéjov titulado Las Grosellas.
Leemos en el relato: «En sus cartas mi hermano llamaba a su finca “El Baldío de Chumbaroklov” o “Himalaiskoye”». El protagonista de este cuento visita a su hermano, quien parece haber alcanzado una felicidad plena, una realización absoluta como persona una vez que ha logrado construir dicha finca y cultivar sus propias grosellas, las cuales, al fin, tras años de trabajo, degustan juntos tras la cena. Es en este momento en el que el protagonista, ante esta visión de aparente éxtasis, llega a la siguiente conclusión:

Los hombres que vemos son aquellos que van al mercado a hacer la compra, los que de día comen, de noche duermen; vemos a los que van por ahí diciendo tonterías, se casan, envejecen y llevan apacibles al cementerio a sus difuntos; pero no vemos ni oímos a los que sufren. Todo cuanto de pavoroso tiene la vida ocurre no se sabe muy bien dónde, como quien dice tras bastidores. Todo es silencio y calma; solo protestan las mudas estadísticas: tanta gente se ha vuelto loca, se han bebido tantos baldes de vodka, tantos niños han muerto de desnutrición... Y este orden de cosas parece necesario; el hombre feliz, al parecer se siente bien porque los desgraciados arrastran en silencio su duro destino y porque sin este silencio la felicidad sería imposible. Es como una hipnosis colectiva.
Haría falta que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho hubiera alguien con un martillo que le recordase continuamente con sus golpes que existe gente desgraciada, que la vida, por feliz que sea, tarde o temprano le enseñará sus garras y la desgracia —la enfermedad, la pobreza, la muerte— caerá también sobre él, y entonces nadie lo verá ni lo oirá, como ahora él tampoco oye ni ve a los demás. Pero no hay hombre con martillo. El hombre feliz sigue su vida, los pequeños quehaceres de cada día le afectan muy por encima, como a la encina el viento. En resumen, todo está a pedir de boca...

Esta visión del mundo que nos brinda Las Grosellas, es la visión del mundo que nosotros adoptamos y de la que nos despedimos con un canto en forma de réquiem con el que rogamos por las almas de los hombres que habitan esa finca que es la humanidad, donde los felices y dichosos pastan a sus anchas en una sociedad en la que impera la desigualdad social, tácitamente sustentada por ese silencio del que Chéjov nos habla.

 El poemario está dividido a su vez en dos partes, de manera que cada una de ellas recoja ese lastre del que pretendemos deshacernos: aquellas cosas que sabemos, y aquellas otras que no sabemos. Sin embargo, esta huida del mundo supone a su vez un viaje a nuestro interior, por lo que cada una de las partes irá acompañada de un subtítulo que aporta un aspecto concreto de ese ejercicio de introspección al que nos referimos.
De ese modo, la primera parte se titulará Los accidentes exteriores, merced a un fragmento de las Meditaciones de Marco Aurelio, Libro II, cap. 7, que dice así:

«No te arrastren los accidentes exteriores; procúrate tiempo libre para aprender algo bueno y cesa ya de girar como un trompo. En adelante, debes precaverte también de otra desviación. Porque deliran también, en medio de tantas ocupaciones, los que están cansados de vivir y no tienen blanco hacia el que dirijan todo impulso y, en suma, su imaginación».

En esta sección englobamos entonces los poemas que abordan aspectos de la vida que sabemos, que no nos suponen ninguna clase de inseguridad y que constituyen, por tanto, todo aquello que nos hace girar como trompos, todo aquello que hace del mundo lo que es en tanto que esclavo de la serena inercia. De ahí que la cita que lo acompaña sea: –pero no hay hombre con martillo–, en alusión a la ausencia en nuestras puertas de quien debiera sacarnos de esa hipnosis colectiva.
La segunda parte se titula Los accidentes interiores, en un juego conceptual con la meditación anterior, por lo que engloba poemas referentes a cuanto ignoramos o desconocemos, y está acompañada por la cita: –¿esperar en nombre de qué?–, extraída también del relato Las grosellas:

Aquella noche comprendí que también yo era un hombre feliz y satisfecho. Que yo también, en la mesa o en mis paseos de caza, daba lecciones de cómo vivir, cómo creer o cómo dirigir al pueblo. Que yo también decía: el estudio es luz, es necesario instruirse, pero para la gente sencilla basta de momento con las cuatro reglas. La libertad es un bien, decía yo, vivir sin ella es imposible, es como el aire, pero por ahora hay que esperar un poco. Sí, así hablaba yo. Pero ahora pregunto: «¿esperar en nombre de qué? ¿Por qué motivos? Se me dice que no se puede hacer todo a la vez, que cada idea se realiza en la vida por sus pasos contados, a su debido tiempo. ¿Pero quién dice eso? ¿Dónde está la prueba de que eso es justo?

Lo que no conocemos sigue suponiendo una traba, parte del lastre que nos impide elevarnos hacia nuestro interior, y que nos hace igualmente girar como un trompo, solo que entendiendo el giro en esta ocasión como la manifestación de un camino que no conduce a ninguna parte, como la confusión propia de quien está perdido y no hace más que dar vueltas sin rumbo fijo. De ahí que la cita del relato nos plantee por qué debemos continuar en ese estado.
Tras estas dos partes, nos encontramos con un poema aislado a modo de conclusión, más dos versos complementarios que suponen la confluencia de la despedida y el rechazo, el inicio del auténtico viaje que conduce a uno mismo, al fértil vacío en el que es posible abrazar lo intangible y leer lo inefable, a la liberación que supone toda página en blanco, todo cierre de párpados.

Ahora bien, la peculiaridad más notable de todo el poemario reside en la concepción de los propios poemas, ya que éstos se presentan superpuestos, de la siguiente manera:

 

La manera en la que presentamos los versos es la manifestación gráfica del modo en el que entendemos el conocimiento, que para nosotros no es sino un acto de fe.
Cada vez que decimos que sabemos algo, lo que en realidad estamos diciendo es que lo damos por bueno, que dejamos de hacerle preguntas; por su parte, ignorar algo es continuar cuestionándonos distintos aspectos de ese algo. Yo sé lo que es una mesa, es decir: no me pregunto qué es una mesa. Cuando reflexiono sobre la vida y me pregunto qué es la muerte, estoy demostrando que no sé qué es aquello que me estoy preguntando. Saber o no saber es, pues, hacerse o no hacerse preguntas. Por lo tanto, el conocimiento y la ignorancia son las caras de una misma moneda, tal y como representa la superposición de poemas.
Cuando hablamos de amor, de educación, de desigualdad o de muerte, lo hacemos a través de dos poemas. En la primera parte, el poema aborda aquel aspecto que conocemos (al que hemos dejado de hacer preguntas) sobre un tema en concreto. Este poema será legible, estará iluminado sobre el poema que aborda la parte de ese tema que desconocemos, en marca de agua bajo el anterior. Esta relación se invierte en la segunda parte del poema, dada la naturaleza de la misma. Así, cada verso proyecta su propia sombra.

Para terminar, debemos explicar por qué el libro está precedido por la siguiente cita de Proust, correspondiente a su obra En busca del tiempo perdido:

La costumbre de pensar impide a veces sentir la realidad.

Lo realmente importante de este pensamiento no reside, como parecería lógico, en la eterna dicotomía pensamiento-sentimiento como instrumentos de aproximación a la realidad, lo que iniciaría el ya conocido debate con el que podríamos retroceder hasta Parménides sin alcanzar una conclusión satisfactoria; lo relevante de la misma descansa en el término costumbre, porque es ese hábito, esa inercia a la que la razón nos arrastra la que sella los labios de nuestro corazón, los labios de esa intuición prístina, antediluviana y arcana que articulan los interrogantes fundamentales de nuestras vidas.
Hay en la obra Niels Lyhne, de Jens Peter Jacobsen, una reflexión donde encontramos un resumen maravilloso de lo que significa creer y conocer, y que tal vez ayude a ampliar el significado del poemario por entero:

¿Qué importaban aquellos axiomas eternos y mentiras temporales que se mordían la cola entremezlándose hasta tejer la cota de mallas que él aclamaba como su fe
 
La fe, el conocimiento (porque como dice este mismo escritor: “nadie perece en la duda”), la aceptación de las cosas y la ausencia de preguntas como sinónimo de sabiduría, no es más que una cota de mallas tejida por  axiomas eternos y mentiras temporales que simulan el eterno retorno ante el que claudicamos merced a la costumbre del pensamiento que nos protege de la realidad última.
Nosotros queremos, con El llanto del astronauta, invitaros a despojaros de esa cota de mallas, de esa armadura que conforman vuestros principios, vuestra fe, vuestra ética y vuestras leyes, vuestras opiniones y prejuicios, y os contempléis desnudos, como vinisteis al mundo, frente a esa gota ingrávida que vuestro lacrimal os regala a guisa de espejo, repletos de dudas, sí, pero sin miedo.

En este link podéis adquirir el libro: 

Wednesday, March 2, 2016

La manzana



«Dado que al estudiar los fenómenos de la naturaleza nos esforzamos por eliminar lo contingente y lo accidental para llegar finalmente a lo que es esencial y necesario, resulta evidente que siempre tratamos de ver lo básico tras lo dependiente, lo absoluto tras lo relativo, la realidad tras de la apariencia, lo permanente tras lo transitorio. En mi opinión esto es una característica, no sólo de la ciencia física, sino de todas las ciencias. Además, no es simplemente una característica de todos los tipos de esfuerzo humano por alcanzar el conocimiento de cualquier problema, sino que es también característico de aquella rama de la actividad humana que intenta formular ideas acerca del bien y de la belleza».

Max Planck, ¿A dónde va la ciencia?


La manzana ha sido siempre una fruta célebre: causó la perdición del género humano en la boca de Eva, y luego nos devolvió buena parte de la gloria al caer frente a las narices de Newton; provocó la discordia en el juicio de Paris, hizo de recipiente para el veneno que postraría a Blancanieves, y es protagonista de un refrán que, de ser cierto, la elevaría a la condición de panacea[1]. En esta pequeña reflexión, será también una manzana, o más bien, una manzana pintada por Cézanne, la protagonista de un nuevo episodio en el siempre interesante debate que enfrenta a la pintura con la fotografía como formas de representar la realidad. ¿Puede la pintura captar la realidad? ¿Y la fotografía? En caso de que alguna de ellas sea capaz de hacerlo, ¿de qué realidad estamos hablando?
Hace ya más de siglo y medio que Niépce obtuvo aquella famosa imagen de una mesa puesta, lista para comer, y que Roland Barthes clasificó como la primera fotografía de la historia. Desde entonces, la pintura y la fotografía han vivido sus hitos y han pasado por distintas fases, constituyendo escuelas, estilos e ismos. La invención de la fotografía supuso no obstante un fuerte acicate para la pintura, hasta el punto de ser parte responsable del evidente renacer que trajo consigo el impresionismo, estilo que revoluciona el modo de entender y concebir la realidad en un cuadro, y que abre la puerta al modernismo (si bien Constable y Turner entregaron una más que valiosa llave con la que abrirla).
El impresionismo se rebela ante dos hechos coetáneos: la fotografía como forma de retrato, y el academicismo como poso cultural desvirtuador. La pintura, por tanto, debía sobreponerse a ambos hechos, debía alejarse de ellos, dar un paso más allá. Esa fue la clave del impresionismo: frente a una máquina que retrataba la supuesta realidad, ofrecía una realidad más auténtica a través del pincel; frente a la verdad externa, de carácter aparentemente inmutable y objetivo, defendía lo que de absoluto tiene la apariencia, el instante. La mancha se mostraba más auténtica que la figuración hasta entonces reinante. Pero se quedaron en lo fugaz.
Fue entonces cuando apareció Cézanne, y junto a él, la temida manzana, según escribe D. H. Lawrence:  
 
«Después de una lucha encarnizada de cuarenta años, consigue conocer plenamente una manzana, un vaso o dos. Es todo lo que ha conseguido hacer. Parece poca cosa, y muere lleno de amargura. Pero lo que cuenta es este primer paso y la manzana de Cézanne es muy importante, más importante que la idea de Platón»[2].
 
El escritor inglés defiende el genio de Cézanne como un acto supremo de conocimiento que trasciende la idea platónica. Cézanne ha conocido la manzana, y la ha representado a través del pincel. Sabemos, por sus cartas a Joachím Gasquet, que Cézanne quería poner consistencia en «la fugacidad de todas las cosas[3]» que representaban los cuadros impresionistas. Pretendía rescatar lo duradero de una naturaleza que «es siempre la misma, pero nada de su apariencia visible permanece»[4]. Quería realizar, como añadirá D. H. Lawrence, «una interpretación enteramente intuitiva de objetos reales»[5]. Y ese es su gran logro: esa manzana que no es ya cliché en tanto que vulgar realidad, sino representación interior del pintor, el retrato de una verdad, aquello que esconde de eterno toda contemplación de un acontecimiento en última instancia efímero. Cézanne sobrepasa a los impresionistas al lograr pintar lo básico, lo permanente, lo absoluto que hay tras todo hecho pasajero, tras dicha manzana, alcanzando así aquello que, como decía Planck, buscan no sólo las ciencias, sino toda rama que aspire al conocimiento y a la formulación de ideas en torno al bien y la belleza.
¿Quiere esto decir que cualquier manzana pintada es más realista que toda aquella fotografiada u observada? Obviamente no. Hablamos de un genio, pero también hablamos de realidad, un concepto peliagudo que debemos aclarar antes de proseguir.
¿Qué estamos entendiendo hasta ahora por realidad? ¿Cómo de real es la manzana que Cézanne pinta? ¿Cuánto más de absoluto tiene que aquella que vemos en un árbol, en un frutero, o en una fotografía? La realidad es esa parte intuitiva que se eleva sobre lo palpable, sobre lo observable; es aquello que está más allá de la ciencia y más acá de la fe, ese girarnos cuando sentimos que nos están mirando, ese lenguaje no aprendido de las ballenas que es música en los abismos. Pongamos por caso un verso. Podemos entenderlo como una oración corta de cuatro palabras que no dice nada lógico o coherente, o podemos zambullirnos en el océano de su significado y comprender lo que no está escrito, pero sí articulado o facilitado por las palabras que componen dicho verso a modo de trampolín o escalera hacia algo que rebasa las meras palabras. La realidad que buscan el arte y la ciencia es esa verdad inefable que todos intuimos pero no podemos explicar, es la respuesta de San Agustín a la pregunta: ¿qué es el tiempo?[6] Hablamos, por tanto, de una realidad que trasciende lo meramente visible y deviene intuición inefable. Esa es la realidad que Cézanne atrapa sometiéndola a un proceso interior, dado que no pinta una manzana de la misma manera que se habían pintado hasta entonces. Salvo honrosas excepciones manieristas como la etapa final de Miguel Ángel, o la obra del Greco, la pintura permanece figurativa. Cézanne traspasará la frontera de lo hasta ahora considerado realista mediante la desfiguración de lo observado, que no es sino la manifestación que resulta de la perforación que el hombre lleva a cabo en su entorno a través del uso de sus sentidos.
La fotografía, por tanto, será tan incapaz de retratar una manzana como incapaces somos el resto de mortales de averiguar la auténtica naturaleza de la misma con tan sólo un rápido vistazo de dicha fruta antes de hincarle el diente. Gilles Deleuze viene a afirmar esta postura valiéndose de un rápido sondeo de la distancia que separa al pincel de la lente, y que el filósofo francés considera insalvable. Su conclusión descansa sobre dos sentencias de carácter apodíctico: 
 
1.      «Aun cuando la foto deje de ser solamente figurativa, permanece figurativa en tanto que dato, en tanto “cosa vista”, lo contrario de la pintura»[7].
 
El dato es el cliché, es eso que todos vemos del mismo modo, aquello que viene representándose desde el origen de los tiempos y está grabado en nuestro cerebro como forma reconocible que hace saltar los resortes de nuestros referentes mentales; es la manzana, el vaso, la mujer o cuanto pueda observarse, y por tanto, retratarse mediante una cámara fotográfica. En este caso, la cámara no haría más que inmortalizar el cliché, el dato. 
 
2.      «Lo que se reprocha a la primera figuración, a la foto, no era ser demasiado “fiel”, sino no serlo bastante»[8].
Si el mero retrato de algo no es “fiel” a ese algo, es debido a que su auténtico ser rebasa la simple percepción ocular. La realidad del objeto está más allá de su figuración, de su realidad externa, y aflora tan solo tras mantener un profundo diálogo con el observador, haciendo de la pintura, que es lo que nos traemos entre manos, «una colaboración entre pintor y lo observado»[9].
No basta, pues, con reproducir sobre la tela el dato, el cliché, para apresarlo. En tanto que la fotografía retrata, no puede pintar. Es un hecho. La realidad de la que se ocupa la pintura es la que hay más allá del objeto que todos ven; la realidad que interesa a la pintura es la que reside en el interior del artista a través de la observación de su exterior, es esa mirada única capaz de atravesar las capas que constituyen para el resto de mortales la bruma a la que llamamos mundo.  «La pintura es —dice John Berger—, en primer lugar, una afirmación de lo visible que nos rodea y que está continuamente apareciendo y desapareciendo. Posiblemente, sin la desaparición no existiría el impulso de pintar, pues entonces lo visible poseería la seguridad (la permanencia) que la pintura lucha por encontrar»[10].
La fotografía se queda, por tanto, en el camino, ya que no puede capturar lo desaparecido. Representa conceptos interiores del fotógrafo, sí, y una realidad externa a él, pero el resultado permanece cliché. No pudiendo retratar nada sin ese revestimiento de fugacidad, sin esa pátina de cosa vista, no puede crear una representación. La manzana de Cézanne es, por tanto, un logro inalcanzable para cualquier fotógrafo con dicha fruta enfocada en su máquina.


Alejandro Molina Carreño.



[1] Una manzana al día, del médico te libraría.
[2] D. H. Lawrence, Eros y los perros, Ed. Bourgois. Citado en la obra de Deleuze: Francis Bacon, Lógica de la sensación.
[3] «El impresionismo… ¿qué es eso? Es la mezcla óptica de colores, ¿comprende usted? La refracción de los colores en el lienzo y su síntesis en el ojo. Ahí tenemos que abrirnos paso, Las Falaises de Monet serán siempre una maravillosa serie de imágenes, lo mismo que cientos de trabajos suyos… Ha pintado el centelleo del iris de la tierra. Ha pintado el agua… Pero en la fugacidad de todas las cosas, en estos cuadros de Monet, hay que poner consistencia, un armazón». Carta de Cézanne a Joachim Gasquet.
[4] Íbid.
[5] Citado de nuevo por Gilles Deleuze en su obra Francis Bacon: Lógica de la sensación.
[6] ¿Qué es el tiempo? «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé». San Agustín.
[7] Gilles Deleuze, “Francis Bacon: Lógica de la Sensación”.
[8] Íbid.
[9] John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible.
[10] Íbid.

Monday, February 8, 2016

Cuadro nº2




Dibujos de todo tipo emergen de un cuaderno que yace tirado en el suelo. Grafito, acuarela, tinta china, pastel y carboncillo. Es un cuaderno grueso, de blandas pastas negras y papel grisáceo. El artista debió dejarlo allí, quizás olvidado, quizás abandonado (como se abandona un recién nacido en la puerta de un convento), o tal vez lo dejase allí a modo de regalo. Los transeúntes se paran para mirarlo, y ven allí edificios, fachadas encaladas y pintadas de blanco, las hormigas que atraviesan el empedrado, el cielo atravesado de nubes y sus sombras moteando el suelo; se ven los transeúntes a sí mismos, y ven, sin saberlo, al artista que los ha retratado. Miran el cuaderno como se miran al espejo, como miran los beatos un relicario, como miran los niños un animal muerto. El viento pasa sus páginas, buscándose en vano. Lamenta, el pobre, su ausencia; se siente excluido del mundo que allí se representa, inconsciente de la libertad que supone el que nadie pueda atraparlo.

Cuadro nº1




Ella es ya mayor, una anciana. Mira un punto fijo en el cielo, como si advirtiese algo que a los demás se nos escapa; más aún: como si la mirasen, como si aquello que ella puede ver y los demás no vemos, clavara a su vez en ella la mirada. El marido, que empuja la camilla en la que ella va postrada, ni se molesta en mirar hacia arriba, y pone cuidado en no tropezar con ningún obstáculo o transeúnte, que al caso son sinónimos. Ya miró, hace tiempo, allí adonde su mujer lo hace, confiado en que se recuperaría, en que allí donde mira a la fuerza debía de haber algo, porque no podía ser el mero capricho de la enfermedad el que modelara aquella rigidez en un cuello antaño escultórico, obligándola a que el iris refleje tan sólo una sección exacta de la habitación, de la calle, del mundo; se resistía a creer que aquella expresión engarrotada, pétrea y, maldita sea, constante, hubiese venido a quedarse para siempre en aquella cara en la que no quedaba un solo recodo que no hubiera besado. Es una expresión de pánico, con una de esas sonrisas de hiena que deja ver parte de su dentadura, por la que escapa cada poco un hilillo de saliva que debe limpiarse con un pañuelo para no irritar la piel demasiado. Ella sigue mirando al cielo. Él sigue empujando la camilla. Ella sigue mirando al cielo. Él lleva en el bolsillo el pañuelo. Yo sigo observándolos ente la gente. Luego entran en el hospital de nuevo. Ya le ha dado el sol; ya le ha dado el aire; ya la han mirado rato suficiente.