Éste es un libro de poesía,
pero es también una reflexión sobre el mundo que habitamos y que hemos decidido
dejar atrás, de ahí que el poemario se titule El llanto del Astronauta. El nombre responde al propósito de la
obra en dos sentidos. En el primero de ellos, entendemos el llanto como corolario
de una amarga despedida. No hay manera más radical de decir adiós al mundo que
conocemos que subiéndonos a una nave y saliendo al espacio, lo que supone una huida
total de la Tierra en todos los niveles, desde el puramente telúrico, al
profundamente cultural y metafísico, lo que a su vez entraña deshacernos de
nosotros mismos en tanto que hijos de dicha Tierra. Éste es un aspecto esencial
del poemario, puesto que dejar atrás el planeta es dejar atrás al ciudadano que
somos, individuos modelados por una sociedad, una cultura y un tiempo
concretos, con sus respectivos principios, prejuicios, valores, presupuestos y
maneras de percibir la realidad, es decir: todo lo que sabemos, y todo lo que
no sabemos, que no es sino el lastre que mantiene nuestros pies pegados al
suelo, impidiéndonos elevarnos hacia nosotros mismos.
En segundo lugar, el llanto
en la persona de un astronauta crea una imagen que nos resulta de lo más atractiva
a nivel poético, puesto que comporta no ya un torrente de lágrimas, sino la
tristeza misma condensada en una gota de agua que flota frente a nosotros, lo
que convierte la amargura antes citada en poesía pura, haciendo del habitual
río que surca las mejillas, un espejo ingrávido en el que vernos reflejados.
El subtítulo “Réquiem por Himalaiskoye” termina de matizar esa despedida a la
que aludimos con el nombre del poemario a través de un guiño a un relato de
Chéjov titulado Las Grosellas.
Leemos en el relato: «En sus cartas
mi hermano llamaba a su finca “El Baldío de Chumbaroklov” o “Himalaiskoye”». El protagonista de este cuento visita a su
hermano, quien parece haber alcanzado una felicidad plena, una realización
absoluta como persona una vez que ha logrado construir dicha finca y cultivar
sus propias grosellas, las cuales, al fin, tras años de trabajo, degustan juntos
tras la cena. Es en este momento en el que el protagonista, ante esta visión de
aparente éxtasis, llega a la siguiente conclusión:
Los hombres que vemos son aquellos que van al mercado a hacer la
compra, los que de día comen, de noche duermen; vemos a los que van por ahí
diciendo tonterías, se casan, envejecen y llevan apacibles al cementerio a sus
difuntos; pero no vemos ni oímos a los que sufren. Todo cuanto de pavoroso
tiene la vida ocurre no se sabe muy bien dónde, como quien dice tras
bastidores. Todo es silencio y calma; solo protestan las mudas estadísticas:
tanta gente se ha vuelto loca, se han bebido tantos baldes de vodka, tantos
niños han muerto de desnutrición... Y este orden de cosas parece necesario; el
hombre feliz, al parecer se siente bien porque los desgraciados arrastran en
silencio su duro destino y porque sin este silencio la felicidad sería
imposible. Es como una hipnosis colectiva.
Haría falta que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho
hubiera alguien con un martillo que le recordase continuamente con sus golpes
que existe gente desgraciada, que la vida, por feliz que sea, tarde o temprano
le enseñará sus garras y la desgracia —la enfermedad, la pobreza, la muerte—
caerá también sobre él, y entonces nadie lo verá ni lo oirá, como ahora él
tampoco oye ni ve a los demás. Pero no hay hombre con martillo. El hombre feliz
sigue su vida, los pequeños quehaceres de cada día le afectan muy por encima,
como a la encina el viento. En resumen, todo está a pedir de boca...
Esta visión del mundo que nos brinda Las Grosellas, es la visión del mundo que nosotros adoptamos y de
la que nos despedimos con un canto en forma de réquiem con el que rogamos por
las almas de los hombres que habitan esa finca que es la humanidad, donde los
felices y dichosos pastan a sus anchas en una sociedad en la que impera la
desigualdad social, tácitamente sustentada por ese silencio del que Chéjov nos
habla.
El poemario está dividido a
su vez en dos partes, de manera que cada una de ellas recoja ese lastre del que
pretendemos deshacernos: aquellas cosas que sabemos, y aquellas otras que no
sabemos. Sin embargo, esta huida del mundo supone a su vez un viaje a nuestro
interior, por lo que cada una de las partes irá acompañada de un subtítulo que
aporta un aspecto concreto de ese ejercicio de introspección al que nos
referimos.
De ese modo, la primera parte se titulará Los accidentes exteriores, merced a un fragmento de las Meditaciones de Marco Aurelio, Libro
II, cap. 7, que
dice así:
«No te arrastren los accidentes exteriores; procúrate tiempo libre
para aprender algo bueno y cesa ya de girar como un trompo. En adelante, debes precaverte
también de otra desviación. Porque deliran también, en medio de tantas
ocupaciones, los que están cansados de vivir y no tienen blanco hacia el que
dirijan todo impulso y, en suma, su imaginación».
En esta sección englobamos entonces los poemas que abordan
aspectos de la vida que sabemos, que no nos suponen ninguna clase de
inseguridad y que constituyen, por tanto, todo aquello que nos hace girar como
trompos, todo aquello que hace del mundo lo que es en tanto que esclavo de la
serena inercia. De ahí que la cita que lo acompaña sea: –pero no hay hombre con martillo–, en alusión a la ausencia en
nuestras puertas de quien debiera sacarnos de esa hipnosis colectiva.
La segunda parte se titula Los
accidentes interiores, en un juego conceptual con la meditación anterior, por
lo que engloba poemas referentes a cuanto ignoramos o desconocemos, y está
acompañada por la cita: –¿esperar en
nombre de qué?–, extraída también del relato Las grosellas:
Aquella noche comprendí que también yo era un hombre feliz y
satisfecho. Que yo también, en la mesa o en mis paseos de caza, daba lecciones
de cómo vivir, cómo creer o cómo dirigir al pueblo. Que yo también decía: el
estudio es luz, es necesario instruirse, pero para la gente sencilla basta de
momento con las cuatro reglas. La libertad es un bien, decía yo, vivir sin ella
es imposible, es como el aire, pero por ahora hay que esperar un poco. Sí, así
hablaba yo. Pero ahora pregunto: «¿esperar en nombre de qué? ¿Por qué motivos?
Se me dice que no se puede hacer todo a la vez, que cada idea se realiza en la
vida por sus pasos contados, a su debido tiempo. ¿Pero quién dice eso? ¿Dónde
está la prueba de que eso es justo?
Lo que no conocemos sigue suponiendo una traba, parte del lastre que
nos impide elevarnos hacia nuestro interior, y que nos hace igualmente girar
como un trompo, solo que entendiendo el giro
en esta ocasión como la manifestación de un camino que no conduce a ninguna
parte, como la confusión propia de quien está perdido y no hace más que dar
vueltas sin rumbo fijo. De ahí que la cita del relato nos plantee por qué
debemos continuar en ese estado.
Tras estas dos partes, nos
encontramos con un poema aislado a modo de conclusión, más dos versos
complementarios que suponen la confluencia de la despedida y el rechazo, el
inicio del auténtico viaje que conduce a uno mismo, al fértil vacío en el que
es posible abrazar lo intangible y leer lo inefable, a la liberación que supone
toda página en blanco, todo cierre de párpados.
Ahora bien, la peculiaridad
más notable de todo el poemario reside en la concepción de los propios poemas, ya
que éstos se presentan superpuestos, de la siguiente manera:
La manera en la que
presentamos los versos es la manifestación gráfica del modo en el que
entendemos el conocimiento, que para nosotros no es sino un acto de fe.
Cada vez que decimos que sabemos algo, lo que en realidad estamos
diciendo es que lo damos por bueno, que dejamos de hacerle preguntas; por su
parte, ignorar algo es continuar
cuestionándonos distintos aspectos de ese algo.
Yo sé lo que es una mesa, es decir: no me pregunto qué es una mesa. Cuando
reflexiono sobre la vida y me pregunto qué
es la muerte, estoy demostrando que no sé qué es aquello que me estoy
preguntando. Saber o no saber es, pues, hacerse o no hacerse preguntas. Por lo
tanto, el conocimiento y la ignorancia son las caras de una misma moneda, tal y
como representa la superposición de poemas.
Cuando hablamos de amor, de
educación, de desigualdad o de muerte, lo hacemos a través de dos poemas. En la
primera parte, el poema aborda aquel aspecto que conocemos (al que hemos dejado
de hacer preguntas) sobre un tema en concreto. Este poema será legible, estará iluminado sobre el poema que aborda la
parte de ese tema que desconocemos, en marca de agua bajo el anterior. Esta
relación se invierte en la segunda parte del poema, dada la naturaleza de la
misma. Así, cada verso proyecta su propia sombra.
Para terminar, debemos
explicar por qué el libro está precedido por la siguiente cita de Proust,
correspondiente a su obra En busca del
tiempo perdido:
La costumbre de pensar impide a veces sentir la realidad.
Lo realmente importante de este pensamiento no reside, como
parecería lógico, en la eterna dicotomía pensamiento-sentimiento
como instrumentos de aproximación a la realidad, lo que iniciaría el ya
conocido debate con el que podríamos retroceder hasta Parménides sin alcanzar
una conclusión satisfactoria; lo relevante de la misma descansa en el término costumbre, porque es ese hábito, esa
inercia a la que la razón nos arrastra la que sella los labios de nuestro
corazón, los labios de esa intuición prístina, antediluviana y arcana que
articulan los interrogantes fundamentales de nuestras vidas.
Hay en la obra Niels Lyhne, de Jens Peter Jacobsen, una
reflexión donde encontramos un resumen maravilloso de lo que significa creer y
conocer, y que tal vez ayude a ampliar el significado del poemario por entero:
¿Qué importaban aquellos axiomas eternos y mentiras temporales que se mordían la cola entremezlándose hasta tejer la cota de mallas que él aclamaba como su fe?
¿Qué importaban aquellos axiomas eternos y mentiras temporales que se mordían la cola entremezlándose hasta tejer la cota de mallas que él aclamaba como su fe?
La fe, el conocimiento (porque como dice este mismo escritor: “nadie perece en la duda”), la aceptación de las cosas y la ausencia de preguntas como sinónimo de sabiduría, no es más que una cota de mallas tejida por axiomas eternos y mentiras temporales que simulan el eterno retorno ante el que claudicamos merced a la costumbre del pensamiento que nos protege de la realidad última.
Nosotros queremos, con El llanto del astronauta, invitaros a
despojaros de esa cota de mallas, de esa armadura que conforman vuestros
principios, vuestra fe, vuestra ética y vuestras leyes, vuestras opiniones y
prejuicios, y os contempléis desnudos, como vinisteis al mundo, frente a esa
gota ingrávida que vuestro lacrimal os regala a guisa de espejo, repletos de
dudas, sí, pero sin miedo.
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