Wednesday, December 23, 2015

El monoteísmo no escogido como reverso espiritual del capitalismo




Si en el futuro alguna nación muy culta y poética devolviera a los alegres dioses primaverales de la antigüedad su derecho de mayorazgo y los entronizara de nuevo, redivivos, en este cielo egoísta que se ha convertido en una colina desierta, no duden que el gran cachalote sería el rey, glorificado en el alto sitial de Júpiter.

Herman Melville, Moby Dick.


Muy al contrario de lo que solemos creer, es en la elección misma donde se encuentra nuestra esclavitud. Muchos pensarán que la expresión correcta debería ser en el mal uso de la elección, sin embargo, ¿cuántas veces nos paramos a pensar si debemos elegir, si el momento en el que tomamos una decisión es el momento en el que debemos tomarla? Una cosa es meditar sobre lo acertado o lo erróneo de nuestra elección, y otra muy diferente plantearnos si había alternativa, si era siquiera necesario escoger. Pensamos que elegir nos hace libres, que esa es la tan anhelada virtud humana que nos diferencia de los animales —a menudo me pregunto por qué sentimos esa necesidad de diferenciarnos de ellos, cuando lo que debería darnos vergüenza es parecernos a tantos de nuestros semejantes—, pero nuestra capacidad de elección ha sido, como tantas otras cosas en este mundo, tergiversada y manipulada para hacer de ella una simple ilusión en nuestro camino por un determinismo en el que la providencia, lejos de disponer de los trazos de un Miguel Ángel, viste ahora prendas repletas de elementos holográficos y motivos iridiscentes para evitar ser falsificadas.
Debemos elegir desde antes de que sepamos siquiera el significado de esa palabra, y de hecho elegimos antes de saber que lo estamos haciendo. El filósofo español Ortega y Gasset defendía que el acto de mirar implicaba un acto de no mirar, dado que al mirar algo poníamos nuestra atención en ese algo y, por tanto, en ningún otro. El ejemplo de que un agricultor, un cazador y un pintor, aun mirando la misma parcela de un bosque, se fijarían en aspectos diferentes de la misma, ilustra de gran manera este pensamiento. De esa manera, con cada nueva elección damos de lado a algo, y de este modo nos vamos cerrando puertas, limitándonos, acotando el mundo y reduciéndolo a una triste fracción de cuanto en realidad dispone para ofrecernos.
De entre todas esas tempranas y limitantes elecciones a las que nos vemos obligados, y para las cuales no hemos sentido la necesidad de elegir, hay una que me parece especialmente triste, especialmente cruel y decadente, y es aquella que se refiere a la religión.
En la sociedad en la que yo he crecido, tarde o temprano, de un modo u otro, el monoteísmo imperante fagocita todo germen de emancipación imaginaria o determinación  genuina y siembra ante nuestros ojos los desoladores pasajes bíblicos —y/o sucedáneos—. Si no fue por vía familiar, lo fue por vía escolar, y si bien en esta última se nos brindó la quimera de la elección —todos recordamos aquella cómica asignatura que era alternativa a la religión—, era ya tarde para estar en disposición de adoptar una postura politeísta. Sí, he dicho bien: politeísta. Parece una obviedad, pero para mí es intrigante que el politeísmo no sea una opción.
Dentro de nuestra enfermiza predilección por las dicotomías —¿cuándo aprenderemos que una ecuación puede tener dos o más soluciones?—, podemos elegir entre creer o no creer; creer significará creer en un único dios, y no creer implicará un rechazo absoluto del politeísmo, pues, si no se acepta la existencia de un dios, ¿cómo aceptar la de una veintena? Y sin embargo, he ahí la mayor contradicción que encuentro en los creyentes: que creyendo en uno solo, consideren ridículo creer en dos. ¿A qué debemos este monopolio celeste? Más aún: ¿en base a qué se jactan del mismo los creyentes?
Pienso en las historias que rodean el catecismo de mi infancia: la matanza de los inocentes, los suplicios del infierno, la crucifixión, las plagas de Egipto, Eva mandando al garete a la humanidad… Pienso en el marcado carácter prosaico de sus historias, en lo atávico de las mismas, y no puedo sino temblar ante el mero hecho de imaginarme a un hijo mío no pudiendo escoger el escucharlas imbuidas de ese carácter perentorio y axiomático que adquieren al ser vertidos, como hicieran con el padre de Hamlet, en oídos inocentes. Acto seguido releo, entre tantos otros ejemplos de tan diversas culturas, a Ovidio: Filemón y Baucis, Faetón, Níobe, Minos y Céfalo, el Minotauro, el laberinto y Ariadna… Y noto entonces la diferencia, capto el tono, la vibración de los mitos; aprecio la frecuencia de nuestros mecanismos mentales y espirituales activándose, mientras que en el caso contrario no hallo más que adoctrinamiento prematuro y ese tufo marcial que lo acompaña.
¿Por qué, al igual que aborrecemos que nos comparen con un animal —a pesar de Whitman[1]—, consideramos ridículo el politeísmo? ¿Cuál es la diferencia entre adorar a un dios que se convirtió en cisne y adorar a otro que en sus ratos libres charla con el demonio? Jamás lograré comprender qué necesidad tenemos de lo único, de lo exclusivo, de lo eliminatorio, cuando es infinito el universo, cuando es tan vasto nuestro cerebro. ¿Qué hay de malo en venerar a una vaca, o adorar una brizna de hierba? ¿Por qué es ridículo que el plumaje de un pavo real provenga de los ojos de un gigante, y podemos no poner en duda que un hombre caminó sobre las aguas, o que otro abrió en dos el Mar Rojo? ¿Por qué no puede el gran cachalote de Melville equipararse a Yahvé o a Júpiter? Hasta tal punto somos cosechados con el fin de que las cosas no cambien, de que el sistema —es decir: nosotros— no se altere, que hemos hecho del cielo un cielo egoísta, una colina desierta, eliminando todo atisbo de magia, todo rastro de misterio; privándole de toda poesía más allá de la ciencia. Y hacerlo ha sido tan sencillo como siempre: escogiendo (cada vez antes) sin darnos cuenta, creyendo que ha sido nuestra voluntad, sin percibir la pátina de falacia que cubre nuestra certeza.
Qué razón llevaba Séneca cuando decía que no somos dueños de nosotros mismos. Esta sociedad a la que pertenezco ha logrado etiquetar cuanto le ha convenido como ridículo, de modo que no pueda ni plantearme mentalmente ninguna de esas ridiculeces sin esbozar una boba sonrisa de incredulidad en mi cara,  como si alguien supiera lo que puede o no puede ser posible,  como si alguien supiera algo, la más mínima cosa, con la menor de las certezas posibles; como si soñar no fuera una facultad humana, sino un defecto genético; como si ser uno mismo y construir su propio universo fuese cosa de niños; como si ser un niño no fuese prodigioso, o más aún: el inicio de todo.


Alejandro Molina Carreño.


[1] Oxen that rattle the yoke and chain or halt in the leafy shade, what is
that you express in your eyes?
It seems to me more than all the print I have read in my life.

(Bueyes que hacéis rechinar, al andar, el yugo y la cadena o que sesteáis en la sombra de los prados
¿qué me queréis decir con vuestros ojos?
Me decís más que cuanto han leído los míos en la vida).

Hojas de Hierba, Walt Whitman.

Wednesday, November 25, 2015

Elogio al Inicio



ELOGIO AL INICIO
Alejandro Molina Carreño


¿Y si el Quijote hubiese comenzado como el bueno de Alonso Quijano imaginaba en su primera salida que comenzaría la narración de sus aventuras, en lugar del ya legendario «en un lugar de la mancha…»? En dicho caso, este que sigue sería el inicio de tan célebre novela:

Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte… [1]

Si bien Cervantes pone en boca del Quijote semejante inicio para criticar lo rimbombante y aparatoso del estilo de la literatura de caballería, el ejemplo resulta igualmente útil para el propósito de esta reflexión: ¿cuánto nos dice realmente el inicio de una obra de sí misma?
Quizá para la mayoría resulte un asunto fútil, pero es posible que muchos de nosotros hubiésemos relegado la lectura del Quijote si el de más arriba hubiese sido su comienzo. No obstante, no se trata tanto de juzgar un libro por sus primeras frases como de examinar la toma de contacto con el mismo. Ni que decir tiene que el inicio no es sino una parte más en el cómputo total de una obra, y por tanto, su papel en el equilibrio del conjunto queda supeditado a la perspectiva final, una vez terminada dicha obra. Sin embargo, el poder de atracción que puede ejercer un comienzo en el lector es significativo, de modo que, bien utilizado, su capacidad magnética será siempre una baza a favor de la obra. Por supuesto, dicha atracción es subjetiva, personal e intransferible, y puede descansar en tantas razones como ojos se posan sobre sus líneas: en la imagen creada, en el equilibrio de sus términos, en la fuerza de su prosa o su en vertiente poética; en el poder de la escena, en la presentación de un personaje, en la descripción de todo un universo, en una interesante reflexión o quizá en una pregunta un tanto compleja. Por mi parte, he seleccionado algunos de mis comienzos favoritos con el fin de comprender su hechizo.

En el primer puesto de mi lista —de momento, y a falta de miles de libros por leer— se encuentra La senda del perdedor (Ham On Rye), de Charles Bukowski, que empieza así:

La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo.

Esta sencilla oración constituye un resumen perfecto de toda la novela, e incluso de la obra completa de Bukowski, donde hay mucha más poesía y melancolía de lo que a priori lo morboso de muchas de sus escenas dejan traslucir, y lo hace con apenas un puñado de palabras.
Este inicio es vaticinio y testamento a un mismo tiempo, elegante en su prosa —americana— y certero como un verso. Posee la fuerza de un manifiesto a la par que nos remonta a los inicios en primera persona del personaje: su primer recuerdo, la primera huella indeleble de su carácter, que además no es otra que estar debajo de algo, con todo lo que tan potente imagen tiene para ofrecernos, en su infinito abanico de insinuaciones. Compone la más elegante de las invitaciones a la intimidad de un carácter introvertido. Abierta la veda, el párrafo se completa ahondando en esta misma idea mientras continúa definiendo al personaje presente mediante la forja que constituye su pasado[2]. Es, sin duda alguna, un comienzo mayúsculo, como lo es el de Lolita, de Nabokov —compartiendo con Bukowski el primer puesto—, y que remito aquí en su versión original:
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.[3]

Representante incomparable del martillazo de la prosa —todavía vaporosa por la fragua que con la poesía comparte—, Nabokov personifica la composición literaria más completa. Obsesión y música: música obsesiva y obsesión musicalizada en la vehemente insistencia de un ritmo claramente marcado por el sonido ‘te’.
Pocas veces he abierto un libro y me han asaltado cantidad semejante de sensaciones: mis manos pegadas a las pastas, mis ojos mesmerizados, mi mente tratando de comprender la sorprendente cantidad de implicaciones que, como un palimpsesto, descansan bajo dos líneas de texto.
La personalidad del protagonista va de la mano del estilo, y ambas resultan indesligables del carácter de la novela, que es su propio argumento. Todo está concentrado en su título, que es a la vez la primera palabra de la obra, y que acto seguido pasa a deconstruirse, haciéndonos partícipes de la génesis y la gestación de la alienación que sufriremos junto a Humbert Humbert, su protagonista, cuya idolatría queda claramente manifiesta en su particular trinidad: “Lo. Lee. Ta”. Es como si este primer párrafo fuese la clave y la armadura de una partitura, además de su primer y majestuoso compás. Uno no puede más que quitarse el sombrero.

A partir de aquí, no hay segundo, tercer o cuarto puesto, sino una sencilla enumeración de hermosas presentaciones pertenecientes a diversos estilos, y que me limitaré a señalar escuetamente.
Comencemos por El guardián entre el centeno (The catcher in the Rye), de J. D. Salinger:

Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso.

Lo que me atrae del mismo es su carácter transgresor, perfectamente plasmado en la provocadora personalidad de su adolescente protagonista, en cuyo tono podemos —sobre todo cuando jóvenes— vernos reflejados.
Encuentro en él un declarado ejercicio de estilo, además de la virtud de despertar tanta empatía como curiosidad, pues además de querer seguir leyendo, resulta inevitable acercarnos a todas esas gilipolleces a las que alude Holden Caulfield para descubrir quién era el tal Copperfield, lo que nos lleva hasta la novela de Dickens, que conforma otro de mis más admirados comienzos. Me tomo la libertad de citarlo en una extensión tal vez abusiva, pero que para mí no tiene desperdicio:  

Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.
Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que pudiéramos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche. No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado[4].

Podemos notar un estilo mucho más narrativo en este último, más alejado, por así decirlo, de cuestiones de estilo —más allá del característico del propio autor—, y centrado sin embargo en el tono, logrado mediante la anécdota y la desenfadada sinceridad irónica de las declaraciones de su protagonista.
En otra esfera bien diferente, y ya que nos ponemos con los clásicos, no puedo dejar de lado aquel archiconocido:

Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.

Estoy seguro de que aun cuando el resto del libro se hubiese mantenido exactamente igual, La metamorfosis de Kafka no nos habría atraído tanto de no haber sido por semejante comienzo. Hay en él misterio, morbo y surrealismo, todo ello como escupido a la cara, un auténtico mazazo al que, por entonces, no estaba uno demasiado acostumbrado.
Por otro lado, y como decía antes, no siempre una gran obra debe disponer de sorprendentes o atractivos inicios, y muchas de mis novelas favoritas pasan desapercibidas en este aspecto, si bien cumplen a la perfección, cada una a su manera, su propósito. ¿Cómo olvidar el consejo legado con el que se inicia El Gran Gatsby[5]; el sonido del teléfono y la presencia de Amador en Tiempo de silencio; la sublime sentencia con que se abre Anna Karénina[6], o esa maravillosa declaración de Pascual Duarte: «yo señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo»?
Puestos a citar principios, bien podríamos perdernos en un mullido y eterno etcétera, pero sea cual fuere el que trajéramos a colación, tendría para nosotros especial significado, tal vez no tanto por lo asombroso del mismo como por el cariño que le profesamos. ¿Cuántas veces no nos hemos visto en una librería ojeando las primeras frases de innumerables novelas, tratando de encontrar aquella que, una vez hallada, sentimos que ha sido ella la que nos ha encontrado? Y aun así, en muchas otras ocasiones, nos hemos conformado con abrir el libro y comenzar a leer hasta sorprendernos a nosotros mismos devorándolo. Está claro: el comienzo no es la clave, pero, al igual que en la vida misma, constituye, para bien o para mal, una primera impresión imborrable.
Por lo pronto, yo he sido seducido una vez más por un comienzo que mi buen amigo Aitor Frías tiene la costumbre de citarme de memoria cada vez que me ve, de tanto que le gusta, pero con el propósito oculto de que vuelva a releer esa obra. Desde aquí te aviso: lo has conseguido. Aunque el mérito es más bien de García Márquez:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo[7].




[1] El texto continúa: …a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.
[2] «La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa, veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del mantel colgando. Estaba allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió haber sido en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era en 1922. Me sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí.»
[3] «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.»
[4] David Copperfield, Charles Dickens.
[5] En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha  dejado de darme vueltas en la cabeza. “Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste”. El Gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald.
[6] Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera”. Anna Karénina, Tolstói.
[7] Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.

Sunday, November 8, 2015

Sobre la importancia de no saber nada



Sobre la importancia de no saber nada
Alejandro Molina Carreño


¿Por qué queremos ser estudiantes de libros, en lugar de ser estudiantes de la vida?

Krishnamurti.

¿Cómo podemos convertir un hecho concebible en algo realmente comprensible?

Schrödinger, ¿Qué es la vida?



Si se la escucha con la atención suficiente, la vida se pasa el día susurrándonos cosas al oído. Hay quien llama a esos susurros casualidades, hay quien los incluye en el campo de la teleología y quien adivina en sus palabras el inconfundible timbre de la Providencia. En lo que a mí respecta, me conformo con escucharlos.
Pongamos por caso que suena una melodía de piano que no conocemos. A ella se puede reaccionar de muchas maneras, pero podemos generalizar las reacciones en dos casos (he prescindido de quienes no se pararían a escucharla, pues resultan irrelevantes para este ejemplo), a saber: aquellos cuyos cerebros comenzarán una auténtica yincana en pos de identificar la pieza, el compositor, el estilo y hasta el intérprete, y aquellos que se limitarán a escucharla.
Ahora hagamos ese mismo ejercicio con el sonido del mar, con el viento a través de los árboles, con el canto de los pájaros, con el silencio de las cumbres. Habrá quien procure explicarlo, y habrá quien tan solo lo escuche. Mi pregunta es: después de hablar con un representante de cada postura, ¿a quién de los dos llamaremos sabio?

Hace ya mucho tiempo, Sócrates dijo que nada es absoluta, real o definitivamente cognoscible, de manera que, aun cuando creemos estar seguros de saber algo, no podemos saberlo. ¿Qué es, pues, esta ingente cantidad de reflexiones, axiomas, certezas, pareceres y rapsodias que se han acumulado a lo largo de la historia de la humanidad y que nos han obligado a memorizar con el fin de aprobar una serie de exámenes que nos hagan aptos para desempeñar un puesto productivo en el engranaje capitalista? Si nada puede saberse, ¿de qué demonios le está hablando el maestro a nuestros hijos? ¿Qué es lo que defienden –con el salvoconducto de la ambigua y así llamada evidencia experimental– un padre, la universidad de Harvard, mi jefe, el cura o el médico? ¿Podemos decir que no saben nada? El filósofo ateniense así lo creía, y así lo creo yo. Pero, ¿quiere esto decir que es absurdo estudiar o investigar, que un licenciado en contar margaritas podría operarte a corazón abierto, o que el diletante de turno sería capaz de pilotar el avión que te llevará de vacaciones? No. La demagogia nunca es la respuesta. No obstante, creo que aun no pudiendo saberse nada, podemos conocer la realidad. ¿Es esto incurrir en una contradicción? Hagámonos la misma pregunta que Hermione se plantea en Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence:

Si conozco la flor, ¿acaso no pierdo la flor y sólo me quedo con el conocimiento? ¿No será que trocamos la sustancia por la sombra, no será que entregamos la vida a cambio de esa muerte que son los conocimientos?

Pensemos por un momento en lo que significa saber. En su Diccionario de las ideas  recibidas, Flaubert pretendía definir las palabras en base a lo que los hombres y su cultura entendía por ella, no ya lo que reconocía el diccionario al uso. Así es como deberíamos preguntarnos, qué entendemos por saber algo. Pongamos por caso una manzana. Todos sabemos lo que es una manzana, es decir: podemos describirla; podemos clasificarla: podemos distinguirla del resto de cosas; podemos llegar a un consenso para ponerle el nombre de manzana; podemos aceptar el hecho de que es buena para la salud y creer que una al día del médico nos libraría después de delegar la investigación de sus propiedades en una persona que es capaz de utilizar una serie de instrumentos con los que estudiarlas; podemos memorizar todos estos datos e incluso utilizarla como metáfora y recurrir a ella para hablar de Eva y el pecado o de Newton y la gravedad. Como vemos, lo que nosotros entendemos por saber, se reduce a describir, acumular, clasificar, acordar, elegir, distinguir, memorizar, delegar, repetir, utilizar… Pero, ¿es todo eso una manzana? ¿Por qué no nos basta con comerla, con mirarla? ¿No podemos saber lo que es una manzana de esa simple manera?
Las palabras de Hermione son realmente duras, pues compara la muerte con los conocimientos, y los opone a la vida. Como suele ser habitual, Proust acude al rescate, y encontramos en uno de sus ensayos literarios la siguiente reflexión:

Efectivamente, si la inteligencia no merece el máximo galardón, ella es la única capaz de concederlo. Y si conforme a la jerarquía de las virtudes no cuenta más que con un segundo lugar, no hay nadie más que ella capaz de proclamar que es el instinto quien debe ocupar el primero.

Debemos ser lo suficientemente inteligentes como para aparcar la inteligencia si queremos ahondar en la realidad de las cosas. El propio Max Planck admitía que llega un momento en el conocimiento de las cosas en el que debemos rendirnos a lo que a menudo entendemos por fe, a esa especie de intuición interior inexplicable (o inefable), a eso que Proust denomina instinto, y que Hermione, por omisión, reconoce como pasión. Se utilice la palabra que se utilice, estamos hablando de una misma cosa: de nosotros mismos, de nuestro interior. Es ahí donde descansa la realidad última de las cosas, donde lo concebible se hace cognoscible, comprensible, y no en el amplio abanico de verbos en los que termina diluyéndose el saber, ya sea científico, filosófico-lingüístico o religioso. Todo consiste, pues, en conocernos a nosotros mismos, y la manera de hacerlo está, por supuesto, sujeta a toda clase de opiniones, aunque muchas de ellas tienen en común una misma cosa: la ausencia, la nada, el vacío en el que proliferan sin cesar y en eterna danza las partículas de las que estamos hechos.
A menudo el conocimiento profundo de las cosas nos deja sin palabras. La revelación de la verdad comporta mutismo y esa familiar expresión facial que denota admiración o sorpresa. ¿Por qué no emplear ese mismo silencio en nuestro camino hacia el saber? ¿Por qué no, en lugar de acumular números, fechas, palabras y opiniones ajenas, nos deshacemos de todo ese lastre y comenzamos por aprender a observar aquello que estamos mirando?
En el comienzo de El principito, el autor menciona su primera incursión en el mundo del dibujo, y tras leer unas historias sobre el «Bosque Virgen», nos dice que dibujó una boa digiriendo un elefante, tal que así:



Al enseñarle este dibujo a las personas mayores, les preguntaba si el dibujo les asustaba, a lo que le contestaban: «¿por qué habrá de asustar un sombrero?».
Conocernos a nosotros mismos es asustarnos ante el dibujo de Antoine de Saint-Exupéry en lugar de contemplar con altiva claridad un sombrero. Tan solo vaciando la mente seremos capaces de hacerle un hueco a nuevos puntos de vista; solo mediante el desahucio mental de todo poso cultural y todo conocimiento de manos muertas alcanzaremos la niñez que Nietzsche reivindica como punto de partida de una nueva forma de constituir la máxima expresión del hombre. Saber algo quizá sea tarea imposible, pero aún estamos a tiempo de conocer la realidad.