Thursday, January 29, 2015

UN EX RELATO (relato)

UN EX RELATO[1]
Alejandro Molina Carreño



Siempre quise ser escritor, pero nunca había tenido muy claro acerca de qué quería escribir. Por fin un día, leyendo a Raymond Carver, tuve una idea.
En uno de sus relatos, Carver habla de un encuentro con su ex mujer. Carver suele echarle las culpas del fracaso matrimonial a sus alter egos, aunque también tacha a sus ex de conformistas, aburridas o cualquier otro adjetivo despectivo que tenga que ver, en mayor o menor medida, con la monotonía y la decepción que ocasionan la confianza. A menudo confundo a Carver con los protagonistas de sus historias. Es algo que suele pasarme con este tipo de escritores: veo su literatura demasiado autobiográfica, soy incapaz de desligar al autor de las historias. No tengo muy claro si estos autores lo desean. En realidad creo que les gusta verse a sí mismos como los personajes que escriben. Algunos incluso son esos mismos personajes al cien por cien. Yo también quería ser uno de aquellos personajes. Entonces lo pensé: «debería quedar con alguna ex novia; eso seguro que me da para escribir algo de una maldita vez». Y sin pensarlo dos veces, me subí al primer autocar que salía para Madrid. Así de sencillo.
Durante el trayecto ordené mis ideas. Necesitaba una excusa para el viaje. No podía presentarme sin más en Madrid. Carver siempre tenía motivos, por absurdos que pareciesen. «Como no soy escritor —pensaba, mirando por la ventanilla—,  al menos de cara al público, no puedo excusarme con un viaje de esos que tanto anhelo, como la presentación de mi último libro. Espera. ¿Por qué no iba a poder hacerlo? Eso la impresionaría, desde luego. Pero no debo impresionarla. Según los relatos, debo visitarla para ver cómo le va, mostrarme algo ausente, incluso indiferente, y dejar que las antiguas rencillas salgan a flote por sí solas. Acabaremos echándonos cosas en cara o demostrándonos el uno al otro lo malas personas que somos, aunque esbocemos cada dos o tres párrafos una leve sonrisa por algún que otro buen recuerdo. A ella seguramente le vaya mejor que a mí, o más o menos igual. Las ex de Carver no sufren más que él. Debo sufrir, que no se me olvide. Ser una especie de romántica alma perdida, un calavera con clase, pero calavera al fin y al cabo. Después de eso, tras elaborar el boceto de la argumentación, debo despedirme, fijarme en algún detalle absurdo que en realidad signifique mucho más de lo que parece y dar por terminada la visita. Luego, tomar otro autocar y escribir todo eso. Aunque podría quedarme en Madrid un par de días, ya que voy. Allí siempre hay algo que hacer, no como en Granada. Hay más museos, y más importantes; hay más conciertos, y de grupos de mayor relevancia; hay más librerías, y con mejores libros; hay incluso cines donde ponen las películas en versión original, y hay, por supuesto, más bares y más clases de borrachos».
El autobús llegó a la estación sur. Entré en el metro y me dirigí a casa de mi ex. En los relatos las ex siempre están en casa. Ella vivía en Meléndez Valdés. Eso estaba al lado de la calle Princesa.
De camino allí recordé a Lucía, que así se llamaba. Imaginé que aunque ahora no estuviese conmigo se seguiría llamando igual. El segundo año de nuestra relación se fue a Madrid para estudiar periodismo. Me dio tiempo a visitarla una sola vez. Luego me dejó por uno de esos tipos con barba y gafas de pasta que hablan de películas que nadie conoce con tanta propiedad que parece que le hayan estado sujetando la cámara al director. Hacía aproximadamente un año y medio que no sabía nada de ella. Si no recordaba mal, no hubo grandes rencores.
Era el quinto H. Toqué al portero. Carver suele omitir este tipo de detalles. Me abrió la puerta el tipo de las gafas de pasta. Eso no pasaba en los relatos de Carver. Estaba más gordo de lo que recordaba. Pensé que cómo era Lucía capaz de estar con alguien así, es decir, gordo e imbécil a primera vista. Él me dijo: «¿sí?», y yo le contesté que era un amigo de Lucía. Por fortuna, no me reconoció. Me dijo: «ha ido al chino a por unos helados». A ella le encantaban los helados. Una vez me pidió que bajara a comprarle uno y me negué. Estaba viendo una película. No creo que me dejase por eso, pero sin duda hacía puntos con negativas como esa. Al parecer no le molestaba que el gordo no fuera a por los helados. «¿Puedo esperarla aquí?», le pregunté ante la parsimonia de la que hacía gala el muy retrasado. «Pues…», el gordo tardó en responder. Yo estaba desconcertado. El relato no marchaba. Se suponía que Lucía debía verme, esbozar una maquiavélica sonrisa y decirme algo ingenioso, como: «ya me había olvidado de tu careto»; en lugar de eso, un gordo me decía que mi ex estaba comprando unos helados.
Me hice de rogar, le di datos de confianza y finalmente me dejó pasar. Si hubiese sido un relato de Daranlejo Minola en lugar de uno de Carver, yo habría sido un asesino, le habría tomado el pelo convenciéndole con esa excusa del viejo amigo y lo habría destripado. O habría sido quien soy, sólo que extremadamente celoso, y lo habría destripado igualmente.
El salón estaba decorado con posters de películas antiguas y alguna que otra lámina de Alphonse Mucha. Eso era cosa de Lucía.
Nos sentamos cada uno en un sillón. El gordo ni se presentó. «¿Quieres tomarte algo?», me preguntó. Intenté hacer de la situación la escena del relato en el que el protagonista coincide con el tipo que está casado con su ex mujer. No la recordaba muy bien, ni si quiera recordaba haber leído una así, de modo que me empleé a fondo e improvisé como pude:
Whisky —dije—. Sin hielo, por favor.
Eh… No tenemos whisky —contestó el gordo—. Si quieres una Coca-Cola…
Está bien.
¿Cuándo iban a empezar a salir las cosas como Carver mandaba? Cuando trajo la Coca-Cola y ocupó de nuevo su asiento, intenté desarrollar la escena otra vez. Primero me encendí un cigarrillo. A continuación, centré mi atención en un reloj con forma de gato y medité acerca de lo que sus manecillas me decían: «son las cinco de la tarde. Las manecillas avanzan despacio. No, no avanzan despacio, avanzan a la velocidad del segundo. No sé si van rápido o deprisa. Se mueven al ritmo que hemos establecido que se muevan, creo. Es decir, ¿a qué velocidad va la manecilla de los segundos?».
Cuando me aburrí de divagar, traté de entablar una conversación con el gordo, una de esas deprimentes e impersonales. Le di un sorbo a la Coca-Cola, miré uno de los posters de la pared y disparé:
Metrópolis —leí en voz alta—. ¿Es buena esa peli?
Uf, increíble —dijo él, abriendo mucho los ojos—. Una estética sorprendente con reminiscencias de H.G. Wells que representa, con una originalidad sin precedentes, la lucha de clases. Todo ello, claro está, bajo los paradigmáticos pilares del expresionismo alemán.
Me quedé callado un minuto, más o menos.
Yo el otro día vi Viernes 13 —dije al fin—. La siete, creo. Viernes 13, parte siete. Es cojonuda.
No la he visto.
Sonó como si quisiera dejar bien claro, y lo antes posible, que ni la había visto, ni la vería jamás. A mí me había gustado. El malo de la peli, el de la careta de hockey, le arrancaba la cabeza de un puñetazo a un pardillo, y luego la cabeza rodaba hasta un contendor. ¡De un puñetazo! Estaba bien la peli.
De repente, se escucharon unas llaves y la puerta principal se abrió. Lucía apareció en el salón. Una nueva decepción: no dijo nada ingenioso, a no ser que Carver considerara «anda, coño», una muestra de ingenio.
Carver no describe a sus ex. Al menos no describió a la del relato que estaba leyendo cuando tomé la decisión de ir a Madrid. Los norteamericanos no dicen de una mujer mucho más que el color del cabello y el tamaño de su culo. Lucía seguía siendo morena y su culo seguía quitándote el sueño. Dejó los helados en el congelador y le dijo al gordo que éramos viejos amigos.
—Iremos a tomar algo aquí abajo para ponernos al día —le dijo antes de darle un beso de esos rápidos.
Me lo preguntó en el ascensor: «¿qué estás haciendo aquí?». Había imaginado que ella sabría qué hacía yo allí, igual que en los relatos. Ella sabría de sobra que yo era un egoísta hijo de puta y todo lo demás sería enfocado a través de ese inhumano cristal. No obstante, me había dado una oportunidad inigualable. Cuando salía con ella también quería ser escritor, así que me marqué el farol: «he venido a cerrar un contrato con un editor». Pero no me hizo mucho caso. Me miró con cierta sorpresa y me abrió la puerta del edificio para que saliera.
Tardamos un par de minutos en llegar a una cafetería en la que, según ella, «hacen un frapuccino increíble».
Bueno, cuéntame… ¿cómo estás? —me preguntó cuando nos sentamos.
Aquello pintaba mal. Lucía parecía muy tranquila, cómoda incluso. Una tonta conversación cordial sobre nosotros mismos no iba a llevarme a ninguna parte, de modo que procuré sacar material para escribir. Me ceñí a mi papel, al papel que podría haber dibujado el escritor norteamericano.
Sobrevivo —contesté—. Espero que con el libro mejoren las cosas.
Había pedido un whisky, para sorpresa de Lucía. A mí también me gustaba el frapuccino, pero el guión era el guión. Las seis de la tarde no es hora para beber algo que nunca bebes. No obstante, para hacer esto bien hay que beber a deshoras.
Entonces, ¿es verdad? ¿Van a publicarte al fin?
Sí, bueno, pero eso es lo de menos. Me acorde de ti en el aeropuerto. Ya que estaba aquí…
¿Has venido desde Granada en avión?
La excusa se me estaba yendo de las manos. El resto de escritores no tenían nada que ver en esto. Debía retomar el método Carver. Le solté una buena línea tangente:
—No sé muy bien por qué he tocado a tu puerta. Quería saber si todo iba bien, supongo —di un largo trago al whisky—. A veces olvido que sigo recordándote.
—Tenías que haberme llamado antes de venir —dijo ella—. No esperaba verte. Quizá hubiese, no sé, preparado algo.
Se notaba que ella no leía a Carver. «Las citas entre tú y yo se terminaron —pensé—; prefiero que las cosas sean así ahora».
Las citas entre tú y yo son agua pasada —le dije—. Ahora prefiero la casualidad.
—Bueno… ¿Y qué vas a publicar, si es que puede saberse? 
Una novela corta.
¡Qué bien! Así que por fin encontraste algo sobre lo que escribir.
Sí, podría decirse así...
Me alegro mucho. Es decir, es extraño volver a verte así, de improviso y todo eso. Y más aún teniendo en cuenta que no hemos sabido el uno del otro en, cuánto, ¿año y medio? —los dos habíamos llevado muy bien la cuenta—. Pero me alegro mucho, de verdad. Sé cuánto necesitabas algo así. ¿Ves como siendo positivos siempre conseguimos nuestros sueños?
Lucía era muy optimista. No era un optimismo exacerbado, ni hipócrita ni inconsecuente. Era una persona optimista y punto. Y eso me permitía idear un perfil excéntrico que justificase, en cierto modo, nuestra ruptura como un pulso entre dos personalidades dispares, entre mi aséptico racionalismo y las tontas elucubraciones feéricas de mi ex. Comencé a imaginar ficticias aficiones para Lucía, actividades relacionadas con el positivismo, el magnetismo, el esoterismo… La parte de Carver que más se asemeja a Woody Allen suele hablar de cosas así. Imaginé la época en la que a Lucía le dio por leer libros de quiromancia, la imaginé hablándome de los signos planetarios de la palma de la mano, de la línea de la vida y del ángulo del melómano, formado por la línea exterior de unión del pulgar con el monte de Venus. Aquellas cosas me mataban.
¿Sigues leyéndole la mano a la gente? —le pregunté.
¿Qué? —preguntó ella, totalmente desconcertada, a modo de respuesta.
Ya sabes, el monte de Mercurio y todo eso.
¿De qué estás hablando?
Olvídalo.
Me encendí un cigarrillo y di otro trago al whisky. Ella me asaltó, estaba como entusiasmada.
—Pero bueno, cuéntame más cosas. ¿De qué va la novela?
¿Por qué no me odiaba? ¿Por qué no me echaba nada en cara? ¿Por qué no recordábamos fugaces alegrías pasadas? De ahí no podía sacarse nada. Yo no había ido a Madrid para hablar con ella en términos cariñosos o compasivos. Tenía que reaccionar, encontrar el relato.
¿Cuánto tiempo llevas con el gordo ese? —le espeté. No sé si esto era típico o no de Carver, pero necesitaba agarrarme a algo. Por fin obtuve una mirada hostil de su parte.
—¿Qué has dicho? — me preguntó, visiblemente molesta.
—El gordo ese feo que me ha abierto la puerta es tu novio, ¿no?
Eres un imbécil.
«¡Por fin!». Yo no dije nada. Me limité a disfrutar de la ira que comenzaba a emerger de su rostro.
—¿Me has oído, imbécil? —continuó; yo no cabía en mí de gozo—. ¿Vas a quedarte ahí callado mirándome con esa cara de gilipollas que tienes?
«Sí, sí, sí —pensaba yo—. Sigue, por favor, sigue».
—Desde luego, no cambiarás nunca. Menudo hombretón. Te ríes de mi novio y te quedas callado como una puta. ¿Por qué no subes a casa a decírselo a la cara?
—Sólo he preguntado que cuánto llevas con ese gordo.
—Podrías haberme preguntado eso mismo por teléfono, ¿no crees? —Lucía se puso roja de rabia—. Estás enfermo. Siempre lo has estado. Por eso te dejé, porque eres un paranoico y un gilipollas. ¿Cuánto llevo con ese gordo? Quiero casarme con ese gordo, para que lo sepas. Él nunca me preguntaría cuánto tiempo estuve con este maricón. Él respeta a la gente, no la analiza de arriba abajo y saca conclusiones que cree dignas de Freud. Freud era otro gilipollas, como tú. Que os follen a los dos. Y pensar que creía que habías cambiado, que realmente te interesabas por cómo me iba…. No sabes cuánto me alegro de haberte dejado. Espero que tu novela sea un auténtico fracaso, engreído de mierda.
Ni que decir tiene que me sentía tan bien que estaba dispuesto incluso a llamarla puta o algo parecido si eso hacía que montase un espectáculo aún mayor. Era carne de cañón para un relato. Sin embargo, se levantó antes de que nada de eso ocurriese y se largó de allí después de dejar un billete sobre la mesa. Había dinero de sobra para pagar la cuenta. Era una señal para que no volviese a intentar contactar con ella, sin duda.
Pagué, y con lo que sobró me compré un paquete de tabaco. Cuando salí a la calle respiré el aire contaminado de la ciudad. No era mucho, pero con aquello había material como para empezar a escribir algo.
Recordé que Carver terminaba los relatos con cosas como: «miré a un lado y a otro de la carretera y crucé la calle». Yo esperé en un paso de peatones a que el semáforo mostrase al muñequito de color verde. Tuve la impresión de que tardaba mucho en cambiar de color.


[1] Relato perteneciente al libro de relatos cortos "La parte del ángel", Alejandro Molina Carreño.

Monday, January 26, 2015

El arte es el espejo del alma

EL ARTE ES EL ESPEJO DEL ALMA
Alejandro Molina Carreño


En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo.
Marcel Proust.

Sólo hay arte por y para los demás.
J. P. Sartre.


Hace unos días, leyendo Miau, de Benito Pérez Galdós, tuve que pararme ante un párrafo y releerlo un par de veces. Me pareció exquisito, sublime, uno de esos fragmentos que parecen contener la esencia de una verdad que nos exige detener la lectura, cerrar el libro —sin olvidar atrancarlo con nuestro dedo índice en la página por la que íbamos— y reflexionar sobre lo leído. Recordé entonces la gran cantidad de veces que me había sucedido eso mismo con distintos libros, y también medité al respecto. Pensé que, cada vez que nos quedamos de piedra, mudos ante un cuadro, un pasaje literario, unos versos, una escultura, una edificación o cualquier otra manifestación artística, accedemos a una porción del alma humana que está atrapada en dicha obra, latente, a la espera de que el lector-espectador se haga con ella y la absorba. Es algo comparable al momento en que miramos a los ojos a un recién nacido, pues no en vano se ha dicho siempre que son los ojos el espejo —o el reflejo o la ventana— del alma. Recuerdo aún los versos de Whitman:

Bueyes que agitáis el yugo y la cadena o estáis inmóviles bajo la sombra de las hojas, ¿Qué expresan vuestros ojos?
Expresan más que todos los libros que he leído en mi vida[1].

Se trata, sin duda, de un sobrecogimiento análogo a aquel que el aprehensivo de Stendhal bautizó con su nombre, ese momento en el que miramos a los ojos a un niño —o al buey—, y en el que no estamos sino contemplando, cara a cara, lo que realmente somos. Siendo los efectos tan similares —mutismo, reflexión, introspección, etc…—, considero, pues, que el arte es igualmente ese espejo del alma a través del cual podemos explorar, conocer y aprehender una parte muy importante de la auténtica naturaleza, tanto del espíritu humano, como de la inefable —mas no por ello inabordable— realidad a la que pertenece.
Decía Picasso: «la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando». Esta famosa cita del pintor malagueño es el punto de partida perfecto para esta reflexión, ya que conjuga los dos ejes principales de toda obra artística: la inspiración y el trabajo.
Comencemos por la inspiración. Literalmente significa: recibir el aliento. Como todos sabemos, se trata de esa indescriptible sensación o experiencia arrebatadora, espontánea en su aparición (aunque pueda prolongarse en el tiempo) que lleva al artista a abordar, componer (parcial o totalmente) o terminar una obra de arte. Es mediante la inspiración como recibe el escritor las palabras adecuadas, el verso idóneo, la idea definitiva o cualquier otra de esas herramientas que permanecen inaccesibles, a priori, ante el mero hecho de solicitarlas, pluma en mano, delante del papel en blanco. Al admitir que la inspiración es algo que recibimos, estamos diciendo que procede de fuera de nosotros. Antiguamente consideraban que ese aliento que nos ayuda en nuestro trabajo artístico provenía de los dioses. Con el tiempo esa idea se fue haciendo figurativa, perdiendo su componente divino. Ante esta situación, Cicerón acuñó el término afflatus (soplo) para reivindicar su carácter primigenio, haciendo hincapié en la idea de soplo o aliento de los dioses. Hoy día, si preguntamos a los artistas, podemos encontrar quien esté del lado de Cicerón, y quien, como Proust o Samuel Beckett entre otros, defiendan que la obra de arte reside ya en nuestro interior, se encuentra en nosotros mismos, de manera que, en lugar de recibir la obra del exterior, lo que hacemos es excavar dentro de nosotros para sacarla a la luz, como si fuéramos una mina de la que extraer eso que ya se encargaron los siglos de sepultar en lo más profundo del alma, en sus más recónditos estratos. Sin embargo, esta última postura, de la que soy partidario, no resta un ápice de divinidad a la inspiración, no viene a decir, en absoluto, que no exista ese arrebato creativo, ese repentino eureka que contiene la clave de la obra, sino que cambia la procedencia del viento o soplo que tanto preocupaba a Cicerón. Es en nosotros donde reside la auténtica divinidad, pues somos la fuente primera y última, la musa y el demiurgo de toda obra.
Si aceptamos el punto de partida anterior, el trabajo al que hace referencia Picasso en su archiconocida frase no sería más que ese proceso de excavación constante, la persistencia, el arrojo, el ahínco y la constancia ante todo y sobre todo, como medio de hallar eso que tenemos dentro: la obra de arte. Cuanto más profundo se cave, cuanto más tiempo le dediquemos al pico y a la pala, más resultados obtendremos. En este sentido, me gusta entender la inspiración como ese candil que nos alumbra en la galería, bajo tierra, en las entrañas de nuestra alma, el barreno con el que extraer, en los momentos más difíciles, en esos momentos donde la obra se nos resiste, donde la roca se muestra más impenetrable, el preciado mineral que queremos sacar a la superficie.
Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿por qué cavamos? Como escritor que soy: ¿por qué escribo? Me gusta pensar que el arte es como una perla, que se forma cuando un cuerpo extraño entra en el interior del molusco, de manera que éste reacciona para cubrir ese cuerpo extraño con una mezcla de sustancias que termina conformando el nácar del que luego, a base de capas, estará formada la perla. El arte es la perla que formamos en nuestro interior cuando se introduce en nosotros una fuerte impresión, la invasión de una de esas verdades irremediables de la vida que se nos clavan como un puñal, que se nos graban con fuego. Proust señalaba, como tantos otros antes que él, que «no es la educación de los niños, es la de los poetas la que se hace a bofetadas»[2], y Nietzsche apuntaba que sólo en el más profundo dolor podía hallarse la verdad. La razón de que escribamos responde a la frase de Proust, y conduce a la de Nietzsche. Pero, ¿por qué la sacamos al exterior? ¿Cuál es la razón del ejercicio, la función de esa perla? Apollinaire, en un pequeño tratado acerca de los cubistas, señalaba que la función del artista es renovar la verdad; en nuestro caso particular, el de los escritores, Hermann Broch, según Milan Kundera, defendía que «descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela»[3]. Si bien estas palabras están destinadas a justificar las grandes novelas de la historia de la literatura, los grandes hitos de la misma, indican, sin duda alguna, el ingrediente común de toda imperecedera obra de arte: esa luz que las caracteriza y que ciega, de puro resplandor, a quien las contempla. Sartre, con quien encabezamos esta reflexión, añade a esta última apreciación un matiz fundamental:

Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas […] Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo […] No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo […] Sólo hay arte por y para los demás[4].

El escritor no puede leer su obra como lo hará el lector, de modo que para que su labor artística sea completa debe pasar por los ojos de otro. Este es un pensamiento hermoso. Estamos excavando en nosotros mismos para ofrecer el oro hallado a todo aquel que esté dispuesto a tomarlo. Estamos regalando nuestra perla. Todo ejercicio literario —y por tanto artístico— es, en última instancia, un acto de comunicación, un ejercicio de empatía. De ahí la frase de Proust con la que abríamos la reflexión, extraída del siguiente fragmento:

En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo.

La literatura indaga en el alma, a la que accedemos con la lectura. Cuando, como me ocurrió con Miau, una página nos corta el habla, cuando contenemos la respiración ante un verso (ante un acorde, un cuadro o cualquier otra clase de obra de arte), lo que realmente hacemos es aguantar la respiración, pues estamos buceando en las aguas de la verdad, estamos contemplando al hombre mismo, a su alma. Cuando traemos a colación una cita, recitamos un verso, recordamos un refrán o apuntamos en una cuartilla un aforismo, estamos rescatando esa parte de nosotros —que es también de otro— que es indeleble, que permanece aferrada a nuestro espíritu y que no pudimos ver hasta que otro, el escritor en este caso, la sacó del suyo para enseñárnosla.  El arte es, sin duda, el espejo del alma.
Dios hizo la luz el primer día (la luz que llevamos dentro), pero no creó el Sol hasta el día cuarto. Ese Sol es la inspiración que nos guía en el trabajo, y aunque parezcan pocos los días que separan al primero del cuarto, es mucho lo que en ellos, mediante el trabajo, creamos.




[1] W. Whitman, Hojas de Hierba.
[2] M. Proust, El tiempo recobrado.
[3] M. Kundera, La desprestigiada herencia de Cervantes, conferencia leída en los Estados Unidos en 1983, recogida en la obra El arte de la novela.
[4] J. P. Sartre, Por qué escribir, Revista Latinoamericana de comunicación CHASQUI, septiembre nº 091.

Wednesday, January 21, 2015

Mi pie izquierdo (microrrelato)

MI PIE IZQUIERDO
Alejandro Molina Carreño




Cuando mi cabeza se abrió al contacto con el suelo supe que había muerto. Esa mañana me levanté con el pie izquierdo. Había sesenta metros entre mi habitación y el suelo. Mi cama pega a la pared. Yo duermo siempre boca arriba. A mi derecha queda el suelo de la habitación; a mi izquierda, la pared a la que pega la cama con una enorme ventana. Hacía mucho calor por la noche, así que la dejé abierta para que corriera el fresco. Esa mañana me levanté con el pie izquierdo.

Tuesday, January 20, 2015

BATMAN (relato absurdo)

BATMAN[1]
Alejandro Molina Carreño


Batman conducía su batmóvil a 200km/h cuando un coche de la guardia civil le obligó a detener su vehículo. El batmóvil se hizo a un lado del arcén y el agente de la benemérita se bajó de su vehículo. Batman bajó la ventanilla ante el guardia civil.
—¿Algún problema, agente? —preguntó, visiblemente molesto.
—¿Sabe usted a qué velocidad iba? —el guardia, apoyado en la ventanilla, hablaba con suma tranquilidad mientras paseaba sus ojos por el interior del vehículo.
—Bueno, bastante rápido, pero me temo que no tengo tiempo para…
—Podría atropellar a alguien.
—No voy a atropellar a nadie, por el amor de Dios. Mire, tengo prisa, tengo que ir a...
—Prisa, ¿eh? Es lo que dicen todos después de… —el guardia civil hizo gestos de empinar el codo.
—¡Oiga! ¡Usted no sabe con quién está hablando!
—Sí que lo sé. Su aliento le delata.
—¿Mi aliento? Lo único que he bebido antes de salir ha sido un bat-ido.
—Claro, claro —el guardia civil dio una vuelta alrededor del vehículo, paseando la vista por cada detalle, y luego volvió a la ventanilla— ¿Y a dónde iba usted tan rápido?
—Perseguía al Pingüino.
—A un pingüino, ¿eh?
—A un pingüino no; el Pingüino.
Ya, ya. Baje del coche.
¿Pero es que no lo entiende? ¡Tengo prisa!
No se preocupe, ya llega tarde de todos modos: los carnavales acabaron hace tiempo. Baje del vehículo y enséñeme su documentación.
Esto es increíble… ¿No se da cuenta de que…?
Baaaaaje. —le interrumpió el guardia civil por enésima vez, alargando la a como si le enseñase la lengua a un médico.
Batman buscó la documentación. La encontró en la guantera, bajo el panel de misiles teledirigidos.
—Aquí tiene —dijo, entregando la documentación y bajando del coche—. Y dese prisa, por favor.
El guardia civil fue hasta su vehículo. Al igual que todos los de su especie, el agente caminaba con tranquilidad y actuaba con la ancestral parsimonia que les caracterizaba.
Volvió al cabo de un minuto, justo cuando había empezado a poner a prueba la paciencia de Batman. Esta vez traía un alcoholímetro en las manos.
—Esto tiene que ser una broma —dijo Batman al ver el adminículo—. Ya le he dicho que no voy borracho.
—Sople —dijo el guardia civil, con la calma acostumbrada.
—No tengo tiempo para esto. Usted no sabe con quién habla.
—Sooooople.
Batman sopló, no sin refunfuñar. La prueba dio negativo.
—¡Ja! —rió—. ¿Lo ve? Estoy limpio.
—Muy bien —el guardia civil sacó un lápiz y una libretita—. Espere un momentito.
—¡Y dale! Que tengo prisa, leñe.
—Espeeeeere —dijo el guardia civil, escribiendo en una de las hojas de la libretita.
A continuación arrancó la hoja y se la entregó a Batman, que la examinó con sorpresa.
—¡¿Trescientos euros?! ¿Pero quién se ha creído que soy yo?
—La próxima vez va directo al calabozo.
—¡Esto es indignante! ¡Yo velo por la seguridad de los ciudadanos!
—A esa velocidad lo dudo. Venga, entre en el coche y sea bueno.
—¡Lo que hay que ver! ¡Esto es increíble! ¡Inconcebible!
—Entre en el coche.
—Esto no puede estar pasando…
—¿No tenía prisa?
—¡A mí! ¡Trescientos euros a mí!
—Eeeeeeeeentre.
Batman montó al fin en su batmóvil y trató, entre blasfemias y en vano, de arrancarlo. El motor no respondía.
—Mierda —se quejó con desgana, golpeando el volante en forma de murciélago.
—¿Qué pasa? —preguntó el guardia civil, guardando su libretita en el bolsillo.
—Es la bat-ería.
—No se preocupe.
El guardia civil se acercó hasta su coche, sacó unas pinzas y logró, en un abrir y cerrar de ojos, que el bat-móvil arrancase. El motor rugió con fuerza y el guardia civil, sonriente, se asomó a la ventanilla.
—Listo —dijo.
—Gracias —articuló Batman con cierto rencor.
Metió primera. Estaba a punto de salir de allí, pero el guardia civil no se movía de la ventanilla.
—¿Y ahora qué? —preguntó Batman.
—La documentación —dijo la autoridad, devolviéndosela.
—Gracias.
Batman la guardó en su sitio.
—Torres López —escuchó decir al guardia civil.
—¿Cómo dice?
—Sus apellidos: Torres López. Tiene usted los mismos apellidos que un primo mío.
—¿Sí? Menuda cosa. Tengo que irme.
—Conduzca con cuidado.
Y así lo hizo.



[1] Relato perteneciente al libro de relatos cortos "Absurdeces", Alejandro Molina Carreño.

La Película (Microrrelato)

La Película
Alejandro Molina Carreño



Suena el coro de Ein feste Burg ist unser Gott, de la cantata BWV 80 de Bach. Me siento frente a la televisión y me veo en la pantalla. Estoy sentado en el sillón escuchando el coro de Ein feste Burg ist unser Gott, de la cantata BWV 80 de Bach. Es la primera vez que salgo en la tele. Algo nervioso, me quedo contemplando la escena. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Es la tele. En la tele siempre ocurren cosas maravillosas: resucitan los muertos, se enamora la gente, se ganan las guerras (pocas veces se pierden), se viaja en el tiempo… La cantata continúa. Yo sigo sentado en un sillón, escuchándola. De repente, me enciendo un cigarrillo. La cosa se pone interesante. Fumo hasta que termina el coro de Ein feste Burg ist unser Gott de la cantata BWV 80 de Bach, pero ya no sucede nada más. Pienso que la película es una mierda y enciendo la tele. En un canal regional están pasando La gran ilusión, de Renoir. Mejor así.