Sunday, December 21, 2014

EAU TORRIDE (relato)

EAU TORRIDE[1]
Alejandro Molina Carreño



Andreas era amigo de Olivia. Siempre se había referido a él como un tipo de lo más peculiar, una apreciación que puede decir mucho de alguien, o absolutamente nada.
Una noche nos presentó. Mi primera impresión fue que era un tipo que no pasaba de normalito. Luego, una copa llevó a otra, hicimos buenas migas y acabamos yendo a su casa para tomar unas cervezas, cuando ningún bar estaba ya autorizado a seguir sirviendo bebida.
El tal Andreas tenía un apartamento considerablemente grande para vivir en el centro. El salón, decorado con gran gusto, además de acogedor olía de maravilla.
—Qué bien huele aquí —le dije.
—¿Te gusta?
—Es muy agradable. ¿Usas ambientador o algo de eso?
—Qué va. Es algo mucho más sutil. ¿Quieres saber lo que es?
—Claro.
—Es una historia un poco larga, pero merece la pena.
—Sorpréndeme.
Yo me acomodé en mi sillón y di un largo trago a mi cerveza.
—Verás —comenzó Andreas—, durante un tiempo este salón apestaba a perros muertos. Te lo juro, era una peste insoportable. No sé qué pasaba, pero de repente, nada más abrir la puerta de casa, una bofetada de olor inhumano te daba una hostia de mucho cuidado en plena cara y te ponía el cuerpo al revés. Yo se lo decía a mi mujer: «¿hueles eso?». Pero ella no me hacía ni puto caso, como si yo estuviera mal de la cabeza. «¿Lo hueles o no lo hueles?», le preguntaba, y ella decía: «¿qué quieres que huela?»; «¡pero si es insoportable!», le gritaba yo; «¡tú sí que eres insoportable!», me gritaba ella.
»Después de unos días así se lo dije a unos colegas, intenté traerlos a casa para que olieran lo mismo que yo, porque ya estaba empezando a pensar que estaba loco, pero la zorra de mi mujer no dejaba que entrasen en casa. Decía que era gente sin moral, que no podía permitir que personas de esa calaña pisasen el suelo que ella fregaba, porque lo fregaba ella, es verdad, ¡pero así de bien lo haría cuando olía a demonios! Fíjate que llegué a pensar que quizá lo que apestaba era yo. Trabajar en una fundición de bronce en pleno verano no es como darte un baño de rosas y azahar precisamente; llegas empapado de sudor a casa, verde como el increíble Hulk, te sientas en tu sillón a beberte una cerveza y piensas: «coño, ya toca ducharse», ¿comprendes? El polvo y la mierda y el bronce se te adhieren al cuerpo como una lapa, por lo que una ducha puede ser una solución, o puede que no lo sea, así que me pasé un tiempo olisqueándome como un sabueso: me olía los pies, los sobacos, las manos… todo; y no te voy a decir que oliese a jazmín, pero desde luego no era yo lo que ocasionaba aquel tufo infernal. Era el puto salón lo que apestaba. Aun así, empecé a ducharme cada vez más. Había días que podía meterme en remojo hasta siete veces. Sentía que tenía aquella peste pegada al cuerpo como una garrapata, y me restregaba con la esponja hasta hacerme sangre —Andreas hizo una pausa para darle un trago a su cerveza. Aproveché para olisquear el lugar en busca de trazas de aquel hedor mítico del que me hablaba, pero sólo podía advertir una fragancia deliciosa, arrebatadora—. Como la cosa no cambiaba —continuó Andreas—, pasé a sospechar de mi mujer. Puede que fuese ella la que apestara, y en cierto modo así era, pero no como podrías imaginarte. Cada vez que entraba en casa me acercaba a ella y le pasaba la nariz por todo el cuerpo, pero ella siempre iba perfumada, así que tuve que descartarla.
»En fin, la cosa fue a más, y me obsesioné hasta el punto de poner el salón patas arriba: lo limpiaba de arriba abajo varias veces a la semana. Cambié todos los muebles, volví a pintar, cambié el parqué del suelo… Y nada, coño, que aquello seguía oliendo peor que un vertedero. Estaba hasta los huevos. Joder, adoraba mi salón, me encantaba ver una película bebiéndome una cerveza en mi sillón, llegar del trabajo y echarme una siesta en este maldito sitio. ¿No estás a gusto aquí, ahora, tomándote esta cerveza en ese sillón, con este agradable olor? Mierda, eso es lo que yo quería entonces, y no había maldita forma de hacerlo. Así que un día, cuando ya no podía más, después de fregar por quinta vez el suelo y echar ambientador como para haber jodido la capa de ozono de por vida, todo ello en balde, para nada, me cogí tal mosqueo que la tomé con la pared: agarré la fregona a modo de pica y empecé a golpearla sin piedad, hasta que se desconchó y abrí un pequeño agujero. Al principio no le di importancia, pero luego me di cuenta de que el olor había aumentado, era más fuerte que antes. Desde que había jodido la pared, la peste, de insoportable, había pasado a nociva, no sé si me entiendes.
»A punto estuve de vomitar. Sencillamente ya no podía entrarse en el salón. Llamé a mi mujer para decírselo: «mira, ¿no lo hueles ahora? Es imposible que no lo huelas, esta peste podría tumbar a un cerdo». Y mi mujer, allí plantada delante del agujerito de la pared, negándose, en sus trece. Según ella, yo estaba loco, allí no olía a nada, y encima estaba empezando a hartarse de tanta tontería. Llegué incluso a asustarme: ¿y si era esquizofrénico? Peor aún: ¿qué mierda de esquizofrenia era esa? Si al menos escuchase voces o algo parecido, habría estado más tranquilo, pero, ¿quién coño huele cosas que se supone que no huelen? Leí incluso que algunos enfermos de cáncer cerebral huelen a quemado, así sin más, por la cara. Joder, si oler a quemado sin que nada se quemara era cáncer, ¿qué cojones tendría yo que olía como si se hubiera cagado un ejército de hienas? Así que nada, resignado, tirando de sangre fría, asumí la enfermedad, acepté que me quedarían pocos días de vida y decidí mojarme del todo. De perdidos al río, que se dice. Martillo en mano, empecé a picar hasta que eché la pared abajo. Pues bien: no eres capaz de imaginarte lo que me encontré —un nuevo trago refrescó la garganta de mi anfitrión, que continuó al instante—. En mi puta vida me habría esperado lo que vi. ¿Sabes qué era? ¿Sabes qué coño me encontré? ¡Un muerto! Me topé con un puto muerto. Joder, ¿te lo puedes imaginar? ¡Había un tipo emparedado en mi salón! No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero puedes hacerte una idea de su aspecto por la peste que desprendía. Parecía un zombi, estaba medio roído, con poca carne, verde… Se me revuelve el estómago sólo de recordarlo. Entonces lo comprendí todo. Una puta en toda regla. Meses atrás había sospechado algo, pero ese día lo confirmé: mi mujer se veía con aquel tipo a mis espaldas. El tipo se puso pesado y la amenazó con contar su aventura si no cumplía alguna condición concreta. Mi mujer era una gilipollas integral, así que seguro que la engañó para sacarle los cuartos. Y la perra, cuando se vio entre la espada y la pared, usó la espada para cortarle el cuello y la pared para ocultarlo, y asunto arreglado. No te haces a la idea de la satisfacción que me produjo llegar al fondo del asunto. Cuando vi al muerto, aspiré aquella peste profundamente, orgulloso de mi hallazgo, y tomé una resolución. Ojo por ojo. Cuando mi mujer llegó a casa se encontró con todo el estropicio, pero antes de que pudiera abrir la boca, acabé con ella.
»Saqué al muerto de la pared y lo troceé. Luego fui echando los trozos poco a poco en uno de los hornos de la fundición. Ahora hay un par de estatuas de bronce en alguna que otra rotonda, de esas que seguramente verás todos los días desde tu coche, que guardan un trocito del tipo. Luego emparedé en su lugar a mi mujer. Ella siempre usaba perfume, así que la bañé en Eau Torride, de Givenchy. Le había regalado aquel frasco en nuestro aniversario y no lo había tocado todavía. Decía que lo guardaba para una ocasión especial, así que el frasco entero se fue con ella. Desde entonces, como puedes comprobar, mi salón huele de maravilla.
—¿Me estás diciendo que tu salón huele así de bien porque tienes a tu mujer emparedada? —le pregunté, incrédulo.
—Así es —me respondió tan tranquilo.
—Estás loco.
—Tengo más cerveza en el frigo.
—Sigues estando loco.
Me tomé un par de cervezas más con él y charlamos de otras cosas. Yo no podía quitarme de la cabeza que aquel tipo tenía a su mujer en alguna de las cuatro paredes de aquel salón en el que yo estaba bebiendo. Él lo notó, y cada dos por tres me decía que me calmase, que estaba muerta, que no iba a salir de allí para obligarnos a bajar el volumen, que disfrutase del aroma. La verdad es que olía de maravilla, eso no puedo negarlo.
Me ofreció dormir allí, pero habría sido incapaz. Me veía en el sofá, despertándome a media noche con su mujer a mi lado, mirándome fijamente. De modo que se lo agradecí y me largué.
No he vuelto a ver a Andreas. Hace poco me crucé con Olivia por la calle y le pregunté por él. Según me dijo, ha dejado la fundición y ha montado un negocio de perfumes. Patrick Süskind debe estar revolviéndose en su tumba. Desde luego, es un tipo peculiar.   



[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

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