Tuesday, November 25, 2014

ONE BEER, ONE BOURBON, ONE SCOTCH (relato)

ONE BEER, ONE BOURBON, ONE SCOTCH[1]
Alejandro Molina Carreño





Lo primero que veo son mis pies. Luego veo a Liss, a mi derecha. Los dos estamos tumbados en un colchón azul con florecitas blancas estampadas. El colchón está en la bañera, y nosotros encima. El baño apesta. Tengo un líquido extraño en la comisura de los labios; poca cosa. Recuerdo que pusimos ahí el colchón porque nos pareció gracioso. Me cuesta recordar. Cosas de la borrachera. Liss duerme, semidesnuda, a mi izquierda. Hay una botella de Tullamore Dew en el suelo, junto al wáter, un paquete de Camel vacío y un cenicero con tres colillas sobre el bidé. Mis pantalones están en el toallero. No hay toalla. Empiezo a recordar cosas. Llamé a Liss a eso de las ocho de la tarde. Por teléfono su voz sonaba cercana, como cuando me susurraba al oído que yo le gustaba. Yo enredaba mis dedos en el cable del teléfono e imaginaba que alguien me grababa con una cámara y me veía hablar sujetando el auricular con la derecha, con los dedos de mi mano izquierda enredados en el cable del teléfono. Quedamos en la puerta del BeBop, el pub al que siempre vamos, a las nueve y media. Liss estaba preciosa.
Vuelvo a fijarme en ella, allí, a mi lado en la bañera. Puedo ver sus dos hermosas tetas subiendo y bajando, despacio; puedo ver su clavícula, su cuello, su boca abierta con un delgado cabello en la comisura de sus labios. Un pedazo de camisa roja asoma bajo su culo.
Entramos al BeBop a las diez menos diez. Primero unas birras para abrir boca, luego tres o cuatro bourbons, y por último, un buen escocés, cortesía de Gigi. Es la camarera. Le he caído en gracia y siempre termina invitándonos. Llevo meses acudiendo religiosamente al BeBop cada noche. Liss viene un día sí y tres no. No sé si lo paso mejor cuando voy con ella o cuando estoy solo. No suelo recordar cuándo me invita Gigi, pero sé que lo hace, la he visto hacerlo. Suelo perder la memoria a la par que la cuenta de lo que he bebido. Es la delicada euritmia etílica, el crack del dos mil nueve una noche tras otra.
Lo estaba pasando bien, había un concierto de bossa-nova, Liss bailaba con todo el pub y los borrachos me saludaban al salir, como si con mis despedidas les sellase la moral para que pudieran volver a entrar mañana.
Hablé con una tía acerca de El guardián entre el centeno. Siempre acabo hablando de ese libro con alguien: «no me puedo creer que no lo hayas leído», les digo; «te encantará», les advierto; «lo apuntaré», me dicen. Ninguna de las personas a las que se lo he recomendado lo ha leído. Me lo habrían dicho.
Un tipo en la barra montaba el espectáculo. Era la primera vez que lo hacía. Demasiada cerveza. Sólo bebía cerveza. No conozco su nombre, pero frecuenta el BeBop tanto como yo. A diferencia de todos nosotros, va allí a conocerse mejor a sí mismo. El resto no le importamos.
Recuerdo una canción: Ciribiribin, y a Liss quitándose de encima al pesado de turno. No parecía mala gente. Me veo pidiendo un bourbon con dificultad en el habla. Me lo pienso dos veces antes de hacerlo, no tengo claro qué es lo que quiero. Es la última imagen permitida por el olvido. El olvido es estricto en su censura, pero lo hace por nuestro bien. De otro modo, la vida sería demasiado explícita. Dicen que el arte está en sugerir. Dicen que lo dijo Mallarmé.
Mi nuevo recuerdo es que he olvidado el camino de regreso a casa. No sé si follamos. Suelo perderme esa parte en cada borrachera. Mi olvido es un católico ortodoxo.
En el baño tengo los ojos cerrados. No me muevo un ápice. Liss ronca. Por la ventana, a la izquierda de la bañera, comienza a entrar luz. La mañana baña la escena y la hace desagradable. La mañana es hermana de lo explícito; la noche lo es de la sugerencia.
Alguien toca a la puerta. «¿Está ocupado?», se oye al otro lado. Yo ni me inmuto. Liss sigue roncando. Insisten: «André —dicen—, ¿estás ahí, André?». Entonces la voz da paso al discurso de unos pies decididos e inquietos a la vez. Al minuto son cuatro los pies que, ahora sí, muestran preocupación. La voz es diferente. La reconozco. Es Aarón. El de antes debió ser Moisés. No suelo hablar mucho con él. Aún no he guardado su timbre de voz entre mis referencias más directas.
Yo continúo callado, con los ojos cerrados, junto a Liss, que mueve los pies y la cabeza, reaccionando al ruido. Sus tetas vuelven a acaparar mi atención. Adoro sus tetas.
Tocan a la puerta con fuerza e insisten, alternándose, mis dos compañeros de piso: «André, ¿estás bien?; André, déjate de tonterías y abre la maldita puerta, ¡me estoy cagando!; André, la clase es dentro de media hora, necesito ducharme; ¿estás bien, André? ¿Estás ahí?; abre de una puta vez, coño. ¡André!».
Liss despierta. Se echa la mano a la cabeza, y por su gesto adivino que debe dolerle mucho. La luz le molesta, cierra los ojos y pregunta:
—¿Quién es?
—¿Liss? ¿Eres tú? —le dicen desde el otro lado.
—¿Qué pasa? pregunta Liss. Le cuesta hablar. Es por la cabeza.
—Joder, abrid la puerta ya. Menudo susto nos habéis dado.
Liss reacciona. Analiza la situación, el baño, ve el Camel, la botella, mis pantalones; nota su camisa bajo su culo. La saca, se la pone y sale de la bañera como puede.
«André, despierta —me dice—. ¡Un segundo! —les dice a ellos». Yo sigo sin hacer nada. Ella me zarandea, insiste, pero no reacciono. Se está asustando. Sé muy bien cuándo se asusta. Conozco esa cara. Es la cara que pone cuando ve una película de miedo.
Liss abre la puerta y Aarón y Moisés entran al baño. «No reacciona», dice Liss, y ellos se me acercan, comienzan a golpearme la cara y a gritarme. Yo sigo tumbado en la bañera, con los ojos cerrados, estático. Luego le dan al agua. Tampoco sirve. Me buscan las pulsaciones, pero, al parecer, las perdí junto a la cuenta de los bourbons. Se ponen histéricos y gritan que hay que llamar a una ambulancia. Entre Moisés y Aarón me levantan en peso y me sacan de la bañera. Parece que peso. Sin embargo, contemplando la escena, me siento de lo más ligero, prácticamente etéreo. Liss está llorando. Sus lágrimas están fermentadas con maíz y centeno. Su llanto no ha sido ensayado y se equivoca en un par de suspiros, pero no tiene importancia. Moisés y Aarón me sacan del baño. Liss los sigue y yo siento que me quedo allí dentro, bajo la luz de la ventana, entre la porquería del baño. No sé a dónde ir. Sigo escuchando gritos y llantos.




[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.


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