Alejandro Molina Carreño
Custodio
miró el reloj-despertador: las cuatro de la mañana. Se había acostado a las
once en punto de la noche y todavía no había cerrado los ojos. El hemisferio
izquierdo de su cerebro había entrado en conflicto con el hemisferio derecho y ahora
ambas partes peleaban por hallar una solución cabal a su particular visión de
la ética evolutiva. Sabía que aun dormido sus hemisferios continuarían
discutiendo a viva voz aunque él no pudiera escucharlos; sabía que su
subconsciente llegaría incluso a despertarle en mitad de la noche para hacerle
sopesar una conclusión bien ajustada. Sin embargo, las voces de su cerebro eran
demasiado fuertes durante la vigilia, y ya no sabía cómo eludir todas aquellas
complejas elucubraciones que se empeñaban en mantener sus párpados intactos.
Estaba de sobra demostrado que contar ovejas no surtía efecto
alguno en él, de modo que puso en marcha unos ejercicios de relajación: debía
concentrarse en su cuerpo y dormirlo poco a poco, así como estaba, tendido en
la cama, boca arriba, tapado hasta el cuello y con los ojos fijos en el techo.
Comenzó por los pies. Centró su atención en ellos mientras se repetía una y
otra vez que ya no los sentía. Un leve cosquilleo, una nadería, sopló por sus
empeines al cabo de unos minutos. Luego se hizo a la idea de que ya no tenía
pies y pasó a las piernas, meros puentes de comunicación entre zonas erógenas
que se adormecieron con igual rapidez. Subió entonces un poco más hasta la
vejiga, donde la meditación se detuvo: «¿me estoy meando? ¿Voy al baño? ¿Me
meo, o es sólo una sugestión nacida de una inseguridad infantil? ¿Si me
aguanto, me mearé dormido? ¿Me estoy meando o no?». Al fin, tras dilatarlo
cuanto le fue humanamente posible, Custodio se puso en pie y fue al baño.
El espejo del baño —ventana del alma— reflejaba la misma masa
de carne galgueña de siempre, pelada y de proporciones nada atractivas,
coronada por una fláccida cabeza con dos ojos tuertos y una nariz arratonada
emergiendo entre escabrosas arrugas diagonales y un grueso bigote nicotinoso,
apelmazado como un sucio esparadrapo delante de donde deberían encontrarse los
labios.
Cuando tiró de la cadena recordó que una amiga suya —una
atractiva farmacéutica a la que consideraba poco menos que retrasada por no
saber distinguir a Schubert de Schumann— decía que la leche contenía no sé qué
sustancia que ayudaba a conciliar el sueño, así que, en un acto de altruismo
sin precedentes, rompió una lanza a favor de ella y fue a la cocina para
prepararse un buen tazón de la leche con el que verificar cuánto de razón había
en su recuerdo.
La luz que escapó del frigorífico al abrirlo contrajo sus
pupilas, y un olor ácido y desagradable invadió sus fosas nasales. Al tiempo
que apartaba la cabeza en gesto de repulsión, Custodio creyó escuchar algo. «¡Psch! ¡Psch!», escuchó
después, esta vez sin necesidad de fe. Un acto reflejo giró su cuello con
brusquedad, pero detrás de él no había nadie. «¡Oiga!», escuchó esta vez, «¡Aquí!», dijo entonces la misma voz, diminuta e
histriónica. Otro acto reflejo, gemelo del anterior, devolvió, con asustadiza
suavidad, su mirada al frigorífico. La luz blanca recreaba un impoluto cielo de
hortalizas, carnes y embutidos. Un olor ácido no muy agradable ganaba terreno
con cada segundo. De repente, una escueta sacudida en la parte baja del
frigorífico expulsó de entre las hortalizas a un tomate rojo, bien crecido y
lustroso. «¡Usté! ¡Eee, usté!»,
escuchó Custodio, sin apartar la mirada del tomate.
—Eres tú, ¿Dios? —preguntó el filósofo, no sin cierto miedo a
ser sorprendido, in fraganti, por el Altísimo, después de haber dedicado la
mitad de su vida a probar su inexistencia.
—¡Oiga, usté! —gritó el tomate, dando esta vez leves
saltitos para suplir la ausencia de boca.
Los pulmones de Custodio expulsaron una plúmbea bocanada de
alivio y sus hemisferios cerebrales se lanzaron al ataque: «¿cabe la posibilidad de que hable un tomate?
¿Soy yo quien otorga voz al tomate?
¿Existe ese tomate?».
—¡Mire que agota mi paciencia! ¡Que le estoy hablando! —gritó
el tomate.
—¿Es a mí? —preguntó Custodio, con un dedo acusador
oprimiendo su pecho.
—¿A quién si no?
—¿Qué…? ¿Qué quieres de mí? —Custodio se resignó a la
dolorosa e inabarcable realidad, aceptando, no sin cierto escepticismo, lo que
estaba ocurriendo en el interior de su frigorífico.
—Estoy desesperao. Necesito su ayuda.
El tomate dio un par de saltitos mientras hablaba. Custodio
se rascó la cabeza. Sus hemisferios cerebrales continuaban la batalla y le
producían un picor enclenque y frígido en la mismísima médula espinal.
—¿Qué ocurre aquí? —espetó.
—Están toos enfermos —contestó el tomate—. ¡Tiene usté que
sacarme de aquí!
—¿Estás enfermo?
—¿Pos no ve que estoy sano como una rosa?
—¿Y quién está enfermo?
—Toos los demás tomates, que de miedo a separarse se han
infectao entre ellos. Soy el único que sigue sanico.
—¿Qué les ha pasado?
—¿Y si se lo cuento ahí afuera, ande está usté?
Uno de los hemisferios de Custodio lanzó un dardo cargado de
occidentalismo.
—No lo entiendo…
—¿Lo cualo? —escapó del tomate.
—¿Cómo dices?
—Que qué es lo que no entiende.
—Pues que hables. Es muy extraño.
—¿Pero qué dice usté?
—¿Te parece poco extraño que hables?
—¡Toma! ¿Y que hable usté no es raro? Ande, sáqueme de aquí,
si es tan amable, tenga piedá, que llevo días sin dormir esperando que alguien
me ayude.
—Luego duermes… —meditó Custodio en voz alta.
—¡Sí hombre, aluego duermo! ¿Si no duermo ahora cómo voy a
dormí aluego?
—No, no; me
refiero a que duermes; a que tú, como tomate, tienes la capacidad de conciliar
el sueño.
—Qué forma de hablá más rara tiene usté.
—Tú eres el que tiene un acento extraño.
—Es que soy tomate de güerta. Ande, sáqueme, ¿qué le cuesta?
Si es un momentico na más. Usté alarga la mano y me pone ande quiera.
—¿Sueñas? —preguntó Custodio, sin hacer caso a la hortaliza.
—Y dale. ¿Pos no le he dicho que no pego ojo desde yo no sé
ni cuándo?
—Luego sueñas.
—¡Otra vez! ¡Que aluego no creo que pueda, cansino!
Custodio parpadeó con voluntad y se restregó los ojos: «¿estoy hablando con un tomate? ¿Puede la
evolución otorgar el don del habla a una hortaliza? ¿Será la mutación
definitiva? ¿Son esas mutaciones azar, o hay un plan, un propósito detrás de
todo aquello que rebajamos al nivel de la casualidad, obviando toda entelequia?».
—Mire usté, ¿por qué no me saca y hablamos ahí afuera? —le
interrumpió el tomate.
—Que yo hable es algo extraordinario —continuó Custodio, sin
hacer caso más que a sí mismo—. Supongo que tampoco carece de relevancia el que
no sólo puedas articular palabras, sino que además conozcas de sobra mi lengua.
—Su lengua no la conozco, ni ganas tengo de hacerlo. Ande,
sáqueme y déjese de historias…
—Aún no puedo entenderlo.
—¡Y dale con entenderlo! ¿Pues qué tiene que entender?
—¿Por qué hablas? ¿Para qué iba la naturaleza a darte
lenguaje?
—¡Anda éste! ¿Y pa qué se lo dio a usté?
—¡Qué pregunta más tonta!
—A ver si es que ahora las preguntas van a ser tontas o
listas.
—¿Me estás juzgando? ¿Tú qué te has creído?
—Yo creo na más en lo que aprendo, y pa mí que no hay
preguntas tontas, sino mucho tonto preguntando. ¡Como usté, que no hace otra
cosa! Hágame el favor, ande, sáqueme, que no quiero ponerme malico… Mire, si me
saca le cuento un secreto.
—¿Un secreto?
—Que sí hombre, que sí, que es tan secreto que casi me cuesta
que la memoria me lo diga —el tomate utilizaba aquel tono de voz tan
característico de los tomates cuando tratan de engañarnos.
—¿Es posible que estés tratando de engañarme?
—¡Pues si es que no sé ya qué decirle pa que me haga caso!
¿Será posible que no sepa usté responder, que sepa na más que preguntar?
—¿Ves? Eso sería una buena pregunta, porque en mi profesión…
—En su profesión seguro que a estar callao no le enseñan. Sea
usté bueno, ande, y sáqueme, que de aquí a ná vienen esos y ya no sé ande
esconderme.
—¿Qué le ocurre a los otros tomates?
—Están infectaos. Tienen toos manchas por tol cuerpo y
caminan desesperaos, que no paecen sino almas en pena buscando ánde caerse
muertas.
—¿También piensan?
—Con tanta cuita no hay sitio pa darle a la cabeza.
—¿Pero son inteligentes?
—Aquí dentro no hay naide mu listo… ¿Me saca ya?
—Me refiero a si también tienen cerebro.
—Ah, pues imagino. Yo no soy médico, mire usté.
—¿Hablan?
—Hablar, hablar, no hablan de na. Na más que se quejan. ¿Eso
es que tienen celebro?
—Es posible, es posible…
—Una cosa le digo: no los saque a ellos que pueden infectarle
a usté también.
—¿Y si estás tú infectado y aún no lo sabes?
—¡No me diga eso que na más de escucharlo ya me pica tol
cuerpo! ¿Ve usté que tenga yo manchas?
—Me da cosa tocarte.
—¡No le diera un mal aire!
—¡Oye!
—¡Pero si es que me desespero de tanto palique! ¿No ve usté
que yo no sé de plática?
—Parece que seas de otra época… —«¿Será cuestión de norma? —se preguntaba— ¿Es posible hablar de patrones
evolutivos? Si así fuese…»—. ¿En qué fase de la historia estarás?
—En la de acabárseme como siga usté hablando de leyes, que ya
me paece que los estoy escuchando.
Del fondo del frigorífico escapó un mullido malestar
masificado, un patético murmullo fantasmal.
—¿No los escucha? —dijo, con expresión de tomate preocupado—.
¿No escucha cómo lloran que no paece sino que se están conjurando? ¡Mala fiebre
les entrase que les reventara a toos las tripas!
—Qué soez…
—¿Soé? Ande, a mí hábleme en cristiano, que yo de palabras
raras no sé. Mire como usté no ha tenío que preguntarme na a mí todavía porque
to me lo entiende.
—Quiero decir que eres un maleducado.
—Ni malo ni bueno, que a mí naide me ha educao. ¡Maleducao
usté, sieso!
—¿Sieso?
—Sí, eso, ¡y malnacío también!
—¡Malnacido serás tú! Eres una aberración de la naturaleza.
—¡Eso lo será usté! ¡Y maricón también!
—¡¿Maricón?! ¡Tú sigue así y no te saco!
—¡¿Es que me iba a sacar usté antes?! Que de mí se ríe uno
una vez na más, porque yo quiero y porque de desesperao que estoy no atiendo a
orgullos.
—¡Orgullo! ¿Qué sabrás tú de orgullo? ¡Eres un tomate!
—¡Y a mucha honra! Que por lo menos si yo veo a otro pidiendo
ayuda le atiendo en vez de quearme haciéndole preguntas hasta que no pueda
contestar ya ninguna.
—¡Soy un hombre! Mis instintos duermen bajo el manto de la
razón.
—¡No durmieran usté y sus instentinos
a dos metros bajo tierra!
—¡Cuidado con lo que dices!
—¿¡Pos no ve que me enciende!? Si yo no quiero na más que que
me saque, pero como me viene con los celebros, con que si tengo sueño, que si
me han educao malamente… ¿No ve usté que si salto me desparramo toíco entero?
¿¡Qué tanto tiene que le cuesta echarme una mano!?
—Me debato entre la razón y la locura. No sé si existes o
eres fruto de mi fecunda imaginación.
—¡Y dale! ¡Buena pieza está usté hecho! ¿¡Pos no me está
viendo, me cago ya en mi madre!?
—¡Y tendrás familia!
—¿Pues no he de tenerla? ¡La tierra entera, de donde me
parieron!
—¡Menudo disparate! —Custodio parpadeó, soñoliento—. Sin duda
mi cabeza me está jugando una mala pasada.
—¡Digo mala! ¡La peor! ¿Pos no ve que le confunde? No le haga
caso y sáqueme de aquí, por los clavos de Cristo.
—¿Cómo? ¿Eres cristiano?
—¿Qué si no? Pero por la fuerza, que hará unos días que me
bautizaron. Un bote de mayonesa me cayó en to lo alto.
—No te rías de mí.
—¡Y dale con que me río! ¡Pero si diga lo que diga le paece
disparate!
—Se bautiza con agua.
—Tanto monta, monta tanto.
—¡Uy!
—¡Ni uy ni ay! La mayonesa con aceite se hace, y el aceite
oro líquido dicen que es. ¿No vale más el oro que el agua? Mejor bautizao que
usté estoy yo.
—Mira que ya no me pareces tan tonto.
—¿¡Cómo!? ¡Si tendré que serlo porque a usté se le antoja!
¿Le he llamao yo a usté algo? ¿Le he dicho yo calvo?
—Bueno, eso es verdad…
—¿O mirá torcía, culovieja o estreñío?
—No.
—¿Bocamorsa, caramierda?
—No, pero oye…
—¿Hocico rata o arramblao?
—¡Ya está bien!
—¡Eso digo yo! Que mire que ya los siento venir.
El luctuoso murmullo tomatil
se hizo mayor. Los enfermos aparecieron tras el tomate, a menos de un palmo,
emergiendo de la oscuridad del fondo del frigorífico. Avanzaban con decidida
lentitud.
—¡Mira! ¡Ahí llegan! ¡Ya vienen! Por Dios y por la Virgen,
¡sáqueme de aquí!
—No está en mis manos decidir sobre tu futuro.
—¡Menos está en las mías, que no tengo! ¡No sea usté así y
ayúdeme!
—No. Lo siento. Todavía soy incapaz de creerme nada de esto.
—¡Habráse visto bicho con cabeza más grande! ¡Así viera usté
a Dios mismo que ni lo sabría de tomarle por loco! ¡Sois toos de la misma
ralea!
—¿Cómo?
—Que le faltan manchas na más, como a los otros, pa que sea
también usté tomate.
—¡Mira éste! ¡Yo soy un filósofo!
—Yo de fósforos no sé más que prenderlos, ¡y buena falta me
haría uno pa quemar a tos esos demonios!
—Filósofo —le corrigió Custodio—. Fi-ló-so-fo; no fósforo.
—Fósforo, filósforo,..
¿Pues no dijo que era un hombre? Así serán toos… ¡Asesinos! ¡Que por cobardes
matan con otras manos, y las suyas ni pa coger un tomate las enseñan! ¡Agghh!
Los tomates ya casi le alcanzaban. Custodio los contempló
horrorizado, asqueado ante aquellas manchas de verde virulento recorriendo sus
fláccidos cuerpos deformados. Sus hemisferios cerebrales rechazaron un innato
espasmo de filantropía —o más bien hortalitropía—
y evaluaron negativamente las posibilidades intelectuales de su aparentemente real contertulio.
—Qué mutación tan absurda —concluyó, manifestando oralmente
lo escrito en la línea anterior.
—¡Por san Bernardo, san Torcuato y san Pedro, que como no me rescate
ya no lo cuento!
—No tiene sentido que puedas pensar, ni temer…
—¿¡No debía tenerlo!? ¿Pos no vine a este mundo y ya me vi
pensando, y ahora no hago otra cosa que tener miedo?
—¿Cuál es el propósito de la naturaleza contigo? Debes de ser
una mutación sin más, inadaptable…
—¡Y dale con hablar moro!
—No puedes sobrevivir, no tiene sentido.
—¡Agh! ¡Que ya me tocan! ¡Haga usté algo!
Los tomates infectos se echaron sobre él, entonando una
triste y húmeda letanía, queda y plañidera costumbre del sufrimiento.
—¡Aagghh! ¡Socorro! ¡Ayúdeme!
—No puedo —Custodio mascó sus propias palabras—. Si la
naturaleza quiere que vivas, vivirás; si no, no. No puedo intervenir.
—¡Pero si pa que yo viva no tiene más que querer usté! —los
tomates podridos lo rodearon casi por completo—. ¡Mira la naturaleza lo que le
ha hecho a ellos!
—Lo siento.
—¡No! ¡Espere!
—No hay nada que hacer.
—¡Desgraciao! ¡Malnacío!
—gritó el tomate, ya preso—. ¡Hijo de cuatro putas! ¡Así el día que más falta
te hagan te veas sin manos! ¡No te las comieran los perros na más…!
Mientras terminaba la maldición, Custodio cerró el
frigorífico.
Escuchó algunos gritos de dolor mientras volvía a la cama,
agudos y chillones, y luego se dejó caer en el blando colchón. Su espalda, que
había permanecido encorvada frente al frigorífico, se relajó a sus anchas,
regalando al filósofo tal sensación de bienestar que no pudo evitar quedarse
dormido a pesar de su inagotable actividad cerebral.
Al día siguiente no tuvo trabajo. Le llamaron de la
Universidad advirtiéndole de una epidemia de una extraña gripe que había
obligado a poner en cuarentena aquella casa del saber donde se ganaba la vida.
Dedicó toda la mañana a sus pensamientos, y cuando éstos
demandaron alimento, volvió a abrir el frigorífico. Le apetecía una ensalada,
pero todos los tomates estaban podridos. Custodio los tiró a la basura y bajó
al mercado a por un par de ellos.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
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