CORRETEANDO PUNKIS [1]
Alejandro Molina Carreño
Yo no conocía al de la navaja; sabía quién era, vamos, que
reconozco su cara. Éramos cerca de quince tiarracos con los pelos largos y
chupa de cuero, de esas negras con tachuelas, repletas de cremalleras por toas
partes. Aunque no lo creas, yo usaba toos los bolsillos, que no estaban ahí de
adorno: aquí los tripis, aquí el
tabaco, aquí el hachís... Cuando los rockabillies
nos veían salían por patas. Decían: «¡que
vienen los heavies, que vienen los heavies!», y echaban a
correr. Tú conoces al Iván, ¿verdad? Menuda bestia, el Iván, que lo ves ahora
casao, con su niña y las gafas esas que le han mandao que parece que vayan a
echarlo a vender cupones. Pues a ese lo he visto yo saltarle los dientes de un
castañazo a un rockabilly. Eso sí, el
tipo se lo merecía. Anda que no he correteao yo rockabillies. Y punkis,
¡anda que no he correteao punkis!
¡Bueh! Los hacíamos correr calle sí calle también, huyendo de nosotros como si
jugáramos al pilla-pilla. Pero eso
era antes de lo de la navaja, en los buenos tiempos, y claro, yo ya había visto
al otro energúmeno unas cuantas veces con nosotros. Entonces era normal: la
gente entraba y salía como el que se cambiaba de camiseta (generalmente la de
los Manowar por la de Alice Cooper). Cuando no era el primo de alguien, era el
amigo que había vuelto de Canarias o cualquier chiflao que le había ganao al
Sebas bebiendo. Eso lo hacíamos mucho. Sebas es un armario de dos por dos con
las barbas por el pecho que retaba a alguien a jarras de cerveza y, o tenían
que llevarse al chaval a hacerse un lavao de estómago, o se hacía uno de
nosotros. Ahora que me acuerdo, creo que el de la navaja acabó en el hospital.
Sí, la primera vez Sebas lo tumbó bebiendo, y luego el hijoputa repitió el
reto. La segunda vez aguantó y entonces se vino con nosotros de parranda. Pero
yo no hablaba mucho con él. De toas formas, lo que era el núcleo, los siete u
ocho que llevábamos juntos to la vida, no cambiaba. Bueno, no cambiaba… Por
desgracia, uno se quedó en el camino. Un amigo de to la vida: Ricardo. Le
encantaban los coches, como al actor ese que murió to joven por poner un Porsche araña a no sé cuánto. Ricardo
estampó un Volkswagen contra un árbol
volviendo de un ensayo. El resto hemos tenío suerte, incluso Sebas, con lo que
le gusta beber. Ricardo era un tío de puta madre y un fumeta de mucho cuidao.
¿Sabes lo que hizo en el entierro de un tío suyo? La familia no aguantaba a su
tío porque había pasao tres años con el caballo, hasta que el caballo se quedó
sin dueño. Ni su hermano fue al velatorio.
Ricardo, que era el único que se llevaba bien con él, llamó a un colega y
se encerraron con el muerto en la habitación, con una guitarra, una batería y
una bolsa de hierba como tu cabeza de grande. A su tío le encantaba la música.
Ricardo siempre nos traía discos cojonudos que su tío le había enseñao mientras
se fumaban unos canutos. Cuando el pobre Ricardo la diñó, nosotros hicimos lo
mismo que él hizo con su tío: esperamos que se fuese to la familia y montamos
un concierto de puta madre. Nos pusimos hasta el culo de tripis y Ricardo saltó del ataúd y se cantó Killed by Death de los Motorhëad.
No sé si el de la navaja estaba con nosotros por entonces. Lo que sé seguro
es que no era músico, porque nunca lo vi coger ni el bajo, y mira que tocó to
Dios, hasta los que no tenían ni puta idea. Qué grima, el bajo. No quería
tocarlo nadie. Yo creo que no me he colgao uno en to mi vida. Como mucho pa
hacer el gilipollas, vamos. Toos querían ser baterías, menos uno o dos, que
eran guitarristas de estos a lo Yngwie Malmsteen: venga a corretear parriba y
pabajo por el mástil. Al final el único que ha seguío tocando he sío yo. ¡Doce
años tiene mi batería! Está hecha mierda, pero suena que te cagas. Y más ahora,
que le he pillao el puntillo al blues. Quién me ha visto y quién me ve: del
heavy más bestia al blues. Cada vez que me acuerdo de la tralla que le he metío
a la pobre batería, con temas de los Maiden,
los Poison, los Judas Priest… Lo más suave que tocaba
eran los Black Sabbath. Bueno,
que me pierdo. La navaja.
El gilipollas ese, que no me acuerdo ni
cómo se llamaba, apareció de la nada. Como te he dicho, aguantó bebiendo al
Sebas la segunda vez y se nos colgó. En aquellos tiempos, en los garitos se
liaba si veíamos a algún rockabilly.
A veces les dábamos un par de hostias, poca cosa, pa asustarlos y que no se
pusieran gallitos, pero la mayoría de las veces simplemente les asustábamos.
¡Bu! Y salían escopeteaos. Los correteábamos por la calle. Ya te lo había
dicho, ¿no? Pues eso, si en un garito había un rockabilly, se iba conforme nos veía entrar, o aguantaba en un
rincón oscuro a terminarse la cerveza, si es que era amigo del dueño o algo
así. Pero el de la navaja se ve que no carburaba bien y se pensó que íbamos de
otro palo.
Un día entramos en el Rainbow y vemos a un rockabilly. Un rockabilly en el Rainbow.
Yo que creía que en la legión lo había visto to. El Rainbow es el garito para
heavies por excelencia. Imagino que sería un guiri extraviao, porque además de
estar donde estaba, llevaba encima una cogorza como un demonio. Sebas se le
acercó, hizo un par de bromas, y el otro se le puso gallito. Te puedes
imaginar: se dan cuatro empujones y Esteban, el dueño del Rainbow, nos
saca de allí. «¡A darse hostias a la calle!», y allí en la calle, va el
retrasao aquel y saca una navaja, no sé si de cuatro o cinco muelles. El rockabilly se pone blanco, y na más de
la impresión se pone a vomitar. Yo me acerqué al tonto de la poya ese y le dije
que si es que estaba mal de la cabeza. «¿Tú eres gilipollas o qué te pasa? —le
digo—, ¿tú has visto que alguno llevemos un machete encima?». Encima llevábamos
drogas como pa abrir una farmacia, pero armas ni media —porque aquella navaja era
enorme, daba miedo verla. Si había que resolver algo se resolvía a hostias. El
otro, que vio dónde se había metío, la guardó y dijo que no iba a hacer na, que
era sólo pa intimidar. Sebas le dijo que intimidase a su puta madre y dejase la
navaja en su puta casa. Esa fue la primera vez que la vimos, la navaja, quiero
decir.
Desde entonces salió con nosotros unas
cuantas veces más, pero yo no volví a hablarle. Luego, como no tuvimos ningún
encontronazo por un tiempo, la peña se olvidó del asunto y el loco se volvió a
integrar. Toos suponíamos que si tenía dos deos de frente no volvería a sacar
la navaja, y nadie le revisó, porque sabíamos que si lo pillábamos con una
navaja se iba a llevar una somanta de hostias que se iba a quedar tonto. Pero
claro, no sabíamos que ya estaba ido, que el chaval era lerdo, y no por llevar
una navaja, que eso no te convierte en un loco. Joder, yo suelo llevar una
navaja encima, pero no la saco en una pelea, coño, y además la mía no es como
la que sacó él, que parecía una alfaca. Una navaja no es pa eso. A ver, si es
cosa de vida o muerte, o tu vida o la del hijoputa de turno, no te queda otra.
Claro que esas cosas pasan cuando te encuentras con un tío así, o con un punky. Y mira que he correteao punkis. Era mucho mejor que corretear rockabillies. A los punkis les teníamos ganas. Y ellos a nosotros también, aunque lo
suyo era un quiero y no puedo. Mucha cresta, mucha cadena, pero luego no tenían
na más que boca. Muchas veces incluso la gente nos agradecía que los echásemos
de los garitos, cuando se les iba la cabeza con el MDMA. Se ponían violentos en lo que arde un misto, empezaban a
ver yo qué sé lo que verían, y si sonaban los Sex Pistols en el garito
ya ni te cuento: cantaban eso de «yooo,
soooy, aaaanarquista», y
empezaban a gritar poyadas y a romper vasos en el suelo. Son como niños.
Total, que íbamos una noche pa la Alhambra,
porque íbamos mucho allí a ponernos de tripis.
Antes te podías colar como si na. Nos metíamos en cualquier sitio a disfrutar
de las vistas, y cada uno tenía su paranoia. Qué risas. Una vez nos subimos a
lo alto de una de las puertas que hay enfrente del palacio de Carlos V, no me
acuerdo cómo se llama. Iríamos cinco o así. Sebas, Paco, Nacho, yo y dos o tres
más. A la Alhambra no íbamos tos. Era algo que nos guardábamos pa los que
llevábamos tiempo haciéndolo —menos cuando se vino el loco, que todavía no sé
por qué lo dejamos venir—, como un ritual. Nacho iba con muletas. Lo subimos
entre varios y nos dio la risa. En esto que vienen los monos. Los monos eran
los locales, lo sabes, ¿no? Pues nos conocían y to ya. Granada en realidad es
un pueblecillo, se conoce to el mundo. Bueno, eso y que no era la primera vez
que nos pillaban. En fin, que estamos allí en lo alto de la puerta esa y llegan
los monos. Aparecen dos monillos, uno con la linterna y el otro ajustándose el
cinturón. «¡Que han venío los monillos!»,
grita el Paco, y empezamos toos a descojonarnos. Nos había pillao to el
subidón de los tripis justo cuando
llegaron ellos. «¡Bajarse de ahí, coño!»,
dice un mono, y nosotros «jaja,
jaja». «¡Abajo he dicho!». Se
acerca el otro, con una pachorra en lo alto que no podía con ella, ve las
muletas y dice el monillo: «cuchi, ¿será posible que se haya subío también el
cojo?». Mira, si nos ves reír, con unos lagrimones como castañas... Descojonaos
vivos, y el de la linterna diciendo: «¡esta noche dormís en el cuartel!». Y
nosotros venga a reír. Se ve que era nuevo el mono ese, porque el otro sabía
quiénes éramos y se lo tomaba a cachondeo. Al final nos bajamos y nos tomaron
los datos. Pa mí que se arrepintieron, porque na más acercarnos al coche ves al
Nacho dándole a los limpiaparabrisas, a Paco pidiendo refuerzos por la radio y
los monillos locos perdíos intentando que nos estuviéramos quietos. Qué gracia.
Bueno, qué gracia aquella vez. La noche que se nos coló el loco no fue tan
divertida. Ni siquiera llegamos a la Alhambra.
La vez que íbamos con el de la navaja, nos
encontramos con tres punkis en la
cuesta de los Chinos. Iban hasta las
cejas de cocaína, y ya sabes lo que pasa cuando te encuentras con semejantes piezas.
Sebas ya se iba riendo, pensando en la que se iba a liar, cuando los tres se
nos echan encima sin más, llamándonos de hijos de puta parriba. A mí se me tiró
uno, lo cogí del cuello y lo estrellé contra la pared. Me acuerdo perfectamente
que na más estamparlo, escuché un grito. Se me pusieron los huevos de corbata,
macho. De noche, en la cuesta, sin apenas luz, y veo a un punky en el suelo
gritando como un cochino en una matanza, con las manos en la barriga. Había sío
to tan rápido que yo no tuve tiempo de darme cuenta de que uno de ellos era el
hermano de Sara, la que te he presentao esta noche. Pues resultó ser precisamente
el que estaba en el suelo. Me fijé en el loco que venía con nosotros con la
navaja en la mano, que echaba humo como si fuese una pistola, clavao en el
suelo, mirando a toas partes. Entonces el Sebas lo cogió por detrás y no sé
quién le quitó la navaja de una hostia. Los otros dos punkis echaron a correr.
Cuando me acerqué al que estaba en el suelo ya vi que era Enrique. Me puse a
gritar socorro mientras los otros le daban de hostias al del navajazo. Si
vieras la cara de Enrique… Tenía los ojos desencajaos, con sangre en la boca de
morderse los labios. Se retorcía en el suelo sin parar, histérico. Mandé a Paco
y a otro a pedir ayuda. No veas qué papeleta. Mira que he visto cosas en la
legión, pero como aquello… ¿Qué le decía yo a Sara? No tenía ni idea de que su
hermano era un desfasao. Lo había visto un par de veces con ella y parecía un
chaval normal, con sus vaqueros y su camisa, que hasta pasaba por pijo. No me
lo podía creer, era como un travesti de esos: el típico niño de papá buscando
su revolución de noche, en mayas pero con cadenas.
Por fin vino una ambulancia. Pa mí que habían
pasao horas de lo asustao que estaba. Era como en la película esa que a uno le
disparan en el estómago y hay sangre por toas partes, que van toos de negro y a
uno le cortan una oreja torturándole. ¿Sabes la que te digo? Pues así estaba el
chaval en la ambulancia, gritando y soltando sangre por toos laos, el mismo que
ahora está ahí, a la izquierda del grifo de cerveza, hablando con tu amiga
Laura, que por cierto, anda que me la has presentao. Es el que lleva una
chaqueta que vale más que mi coche. Tú fíjate lo que son las cosas. En la ambulancia
me dijeron que estaba mu mal, que iba a necesitar mucha suerte. Se ve que ese
día le dieron suerte pa siete. Al poco de salir de aquella yo estaba en un
juicio y a él le tocaba la primitiva. En cuanto me exculparon me fui a la
legión. Sara dejó de hablarme un tiempo, pero con los años acabamos charlando y
haciendo las paces. Por lo visto, me dijo que al loco lo metieron en un centro
de menores y que no se supo más de él. A Enrique no me atrevo a hablarle de aquello.
No me atrevo ni a saludarle.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
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