LA CRUZ SIN CARA [1]
Alejandro Molina Carreño
Caracasco
es a la marihuana lo que un repartidor a la pizza. Cierto que él no se anuncia
en las páginas amarillas, pero su teléfono es uno de esos que algún conocido (o
el conocido de un conocido) tiene en su agenda. En este caso particular, mi
caso, la persona que me proporcionó el número fue mi padre, aunque de manera
indirecta, todo hay que decirlo.
Mi
padre es un hombre comedido, de los que consideran que escandalizarse es cosa
del medievo. Progre, de pasado hippie, mi padre guarda un par de vicios junto a
un montón de vinilos de grupos como Led Zeppelin, The Doors, Frank Zappa o
Santana, discos que han sonado continuamente en mi casa. Que siga escuchando esa
música es comprensible, pero que también los vicios perduren es algo que no
había sospechado nunca. Pensaba que eso de fumar hierba era, digamos, propio de
la juventud, de la juventud entendida como una edad anterior a la edad en la
que uno se casa, algo por lo que simplemente se pasa durante el instituto y
quizá en la facultad, algo que, nos guste o no, se supera. Sin embargo, el
matrimonio y la paternidad, a diferencia de lo sucedido con muchos de los
padres de mis amigos, no sólo no habían logrado apagar las luces de la juventud
en mi padre, sino que le habían insuflado un mayor resplandor. «Ahora, ahora y
no antes soy joven», nos repite a mi
madre y a mí cada día. La primera que vez lo hizo fue vestido únicamente con
una sábana blanca a modo de toga y una corona de laurel fabricada por él mismo.
Todos los domingos por la mañana se dedica, en atuendo semejante, a la lectura
en voz alta de clásicos grecolatinos —Plutarco, Plinio, Platón, Lucrecio, Virgilio,
Salustio, Demócrito y un sinfín más de nombres que me obligó a aprender de
memoria—, y una de aquellas mañanas descubrió que en la antigua Roma una
persona joven era aquella comprendida entre los treinta y los cuarenta y cinco
años, pues era el perfil de persona que ayudaba a sostener la sociedad con su labor.
Así pues, a sus cuarenta y cinco años, mi padre se mantenía joven como una rosa
en todos los sentidos, el vicioso inclusive.
Todo
me dice (no sólo mi madre), que mi padre, a mi edad, era mucho más peligroso de
lo que me deja serlo a mí hoy día; más aún: sigue siéndolo, y al igual que ese
vinilo de unos tal Kiss que tanto adora, otras muchas cosas dan vueltas en su
cabeza, cosas como la marihuana, que lleva años mezclando con la música a modo
de cóctel explosivo (aunque esto es algo de lo que me he dado cuenta hace
poco). Hay quien se conforma con lo que dice el Eclesiastés de que hay un
tiempo para cada cosa, y quien argumenta que no hay una edad para ninguna cosa;
mi padre, por lo visto, prefiere definir sus propios conceptos y crear sus
propias épocas.
Volviendo
al principio (sé que me despisto con facilidad), todo el pueblo sabe quién es el Caracasco, y eso que en realidad
nadie le ha visto la cara (aunque, ahora que lo pienso, puede que precisamente
esa sea la razón de que todo el mundo lo conozca).
El Caracasco
se mueve libre por la calle subido a una moto roja en la que reparte la
mandanga. La moto hace un ruido horrible debido a un tubo de escape que bien
vale un mes de alquiler de mi casa; avanza con la sonoridad de un tanque, sin
duda para compensar que apenas corre, que no pasa de los ochenta, que respeta
las normas, no vaya a ser que los civiles no respeten que lleve la moto llena
de marihuana. Alguna vez lo habrás visto pasar en su caballo de hierro del
color de la sangre, camino de no sabes dónde, camino quizá de tu casa cuando no
estás, quizá de la de un amigo, pero siempre hacia alguna parte, siempre adonde
le espera el cliente. Su casco es negro con una visera ahumada, brilla al
reflejo del sol con ese destello tan característico y amenazante de las
películas. Ya sabes lo que dicen: nunca se lo ha quitado delante de nadie. Hay
quien jura que se ducha y que duerme con él. Puestos a decir, hay quien afirma
que no se lo puede quitar, que se lo dio el demonio como regalo y que ahora
está pegado a su cabeza a causa de la letra pequeña del contrato, el pago
eterno por apropiarse de algo que crece en el campo y que vende a otros sin
sufrir por ello ninguna consecuencia.
No
sé cuánto sabrá mi padre acerca de todo eso del casco, o si será uno de los pocos,
si es que existen, que le haya mirado a los ojos y no se haya visto reflejado;
de hecho, me gustaría poder preguntárselo, pero él no sabe todavía que yo sé que
tiene su número, o quizá sí y no le importa, que tampoco sería extraño.
La
cosa fue así. Un día sin más, uno cualquiera, cogí su teléfono móvil para llamar
a un amigo. No me manejo nada bien con estos aparatos, a menudo con sólo
tocarlos ya están sucediendo cosas que soy incapaz de controlar, y esta vez no
fue una excepción: accedí sin querer al registro de las últimas llamadas, y el
primer número que aparecía llevaba por nombre Rodrigo. Imagino que mi padre no tomó precauciones porque no sospechaba
que alguno de nosotros supiera a quién se refería exactamente —dada la ingente
cantidad de personas que existen con ese nombre—, ya que siempre que podría
alegar que se trataba de un viejo amigo, de un escayolista o de una empresa de
abonos amiga (cultivamos nuestras propias hortalizas y hasta tenemos alguna que
otra gallina). Pero no hay más Rodrigo en el pueblo (vivo al menos), que Caracasco, y esto fue más que suficiente
para hacerme dudar.
Si
aún sigues sin ponerle cara a Caracasco (valga
la expresión), y tampoco te dice nada su nombre, quizá el de Aurora te suene de
algo. Exacto: ella es su madre.
La
Aurora, como todo el pueblo sabe, fue violada y tuvo un aborto de los de ruda,
romero y orégano. Se la conoce porque todos han evitado tocarla. Tras la
violación, se corrió el rumor de que estaba enferma de algo contagioso. Yo creo
que muchos pensaban, sin decirlo, que era sida, y como la mitad del pueblo no
sabe de qué habla cuando lo hace, dieron la espalda a la mujer para curarse de
espanto. Hubo viejas que incluso la llamaron bruja, ya que aquí, si sobra algo,
es imaginación, y además de la mala. Paco el
Tejas, el violador, sigue todavía en la cárcel, pero de todas formas Caracasco no es suyo.
Para
mí la versión es bien distinta. Yo creo que la Aurora se inventó aquello de la
enfermedad ella misma, para que así fuese más fácil que no la tocasen, que era
lo que al parecer se había propuesto después de aquel traumático episodio:
vivir en paz. Me gusta imaginar el sacrificio que esa mujer hizo para tener a
su hijo, y me río de los curas y los poetas que tanto hablan de palabras como
sacrificio, amor, trabajo, compasión... La Aurora no quiso más tacto que el de
su propia piel durante años, y reservó el ajeno al de un padre seguramente bien
escogido, una elección cargada de significado. Y así estuvo tres años, ajena a
todo cuerpo, alejada de todo contacto, de cuerpo presente pero como en ninguna
parte. Claro que, en el momento en que no pudo disimular el embarazo, fue
cuando la gente empezó a especular.
Nacido
Caracasco, la Aurora se lo llevó al
cementerio. Las viejas que cambiaban flores como cambian las amas de casa los
jarrones de sitio, y el enterrador, el pobre Jacinto, que en paz descanse,
casado con una verdadera loca que todavía habla con él incluso cuando ya está
muerto y enterrado por su hijo, que conocía la profesión al dedillo —a pesar de
ser cirujano plástico en la ciudad— veían pasear a la Aurora entre las tumbas
con el crío en brazos. Buscaba un nombre que le gustase, y así fue como topó
con el de un primo de mi vecino Emilio que se llamaba Rodrigo, a quien le había
caído el tractor encima, hacía ya años. Dicen que se quedó mirando esa tumba
durante horas. Pocos días después, algunas viejas y Jacinto corroboraron que
era el nombre de la tumba que había, con tanto celo, observado. Al difunto
Rodrigo la Aurora no lo conocía, al menos eso dice Emilio, mi vecino, y yo le
creo. Sin duda escogió aquel nombre porque no había ni hay ahora más Rodrigo en
el pueblo que su hijo, algo que, supongo, lo hacía único. Lo que la pobre no
sabe es que así y todo es conocido por Caracasco,
y que pocos recuerdan ya las ocho letras de origen germánico que, no sé si la
madre lo sabe, significan famoso caudillo.
Caracasco a pesar de todo no ha tenido mala fama, no la de
muchos otros, payos o gitanos, de los que se dice que llevan una seis muelles en
el pantalón, una barra de hierro en el maletero o un puño americano en el
bolsillo de la chaqueta. A esta ausencia de malhadada nombradía ayudó su
apellido: Pilato, el cual no es el de
la madre, que el suyo es Osorio, y no ha habido Pilato alguno en el pueblo, ni tampoco
en los de al lado. Como de inteligencia nadie dota a la Aurora, descartan que
sea una referencia religiosa. Yo no soy más listo que nadie, y me faltan dedos
para contar la de veces que uno más tonto
que yo me ha quitado el título de avispado (decía Plinio, en boca de mi padre,
que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno), pero aun así no puedo
quitarme de la cabeza eso de lavarse las manos, lo que, si lo piensas bien, da
más sentido a que la Aurora mirase el nombre en el cementerio y no diese a
conocer al padre; le da sentido a ese anonimato que tanto irrita a los que no
son nadie, pero del que mi padre, por ejemplo, está tan orgulloso. «Que hablen
y que juzguen, no es mi problema»: así es como creo que piensa la Aurora.
Pilato no fue bueno ni malo, hizo lo mismo que Dios, entregar al pueblo a una
persona y hacerle responsable de sus propios actos.
A
pesar del apellido desconocido, parecidos que delaten al padre los hay para
todos los gustos, pero no son más que leyendas, porque no pueden contarse ya
los días que hace que Rodrigo (qué raro se me hace llamarlo así) lleva una
visera negra por cara. Mi abuela (que descanse, que paz ya tuvo), decía que era
el vivo retrato de Emiliano, el concejal de cultura, que no por ello el culto
del pueblo; hay quien dice que es hijo del antiguo alcalde, don Diego, que está
casado y sólo por el rumor de dicha paternidad perdió ya unas elecciones; las
gitanas comentan que es medio payo medio gitano, que tiene las manos blancas
pero que la cara es de ellos, y a partir de ahí empiezan a especular con los
figuras del pueblo: el alambique,
Nestorio el muelas, Juan lagarto, Pepe mierda, el Pulga, el Pañales,
el Porras, José Turulo, el Medio muerto, el Silencioso, Rafael el del Pistolas...
Pero yo dudo que sea gitano, dudo incluso que sea de aquí, y no por las juntas
de la Aurora, que no eran pocas, sino porque en un pueblo, o todo se sabe, o se
inventa, y aquí hay de todo menos consenso.
En
fin, como iba diciendo, después de ver el nombre en el móvil de mi padre me
quedé algo fuera de juego, como se dice, o en bragas, para que me entiendan
también los que no son aficionados al fútbol. Sentí entonces el impulso de
llamar, la tentación de cruzar esa puerta. Yo nunca había fumado marihuana,
aunque todos mis amigos lo hacían desde los catorce o los quince años, algunos
incluso antes. Ni que decir tiene que no juzgué a mi padre en ningún momento;
no era algo que pudiera reprocharle. Supongo que en el fondo no me extraña, de
un modo u otro me ha transmitido su alergia al escándalo junto a unos cuantos
genes de místico, sensible, pedante e idiota, de modo que pulsé el botón de
llamada casi de manera inconsciente mientras pensaba si hacerlo o no.
La
voz del Caracasco sonó lejana y
metalizada, seguramente por hablar con el casco puesto, pero también familiar: «¿qué
hay, primo?», me soltó. Le dije que
no era Alberto, que así se llama mi padre, sino su hijo. «¿Qué Alberto?», me preguntó para confirmar la
identidad; «Alberto media oreja», contesté. El mote proviene de mi abuelo, y no
tiene nada de original: perdió un trozo de oreja en la guerra civil a
consecuencia de la metralla en una explosión. No hablaré de colores porque no
creo que eso justifique ni una sola de las muertes de la época, pero sí
repetiré lo que él decía: «yo iba con los buenos».
Caracasco se quedó un poco parado al principio, imagino que
porque no sabía por dónde iba a salirle.
—Oye,
no le digas nada a mi padre, que no sabe que te estoy llamando —le dije—. Yo sé
guardar un secreto.
—Más
te vale, chaval. ¿Dónde estás?
—En
casa.
—Nos
vemos en el campo de fútbol en diez minutos.
Y
antes de que yo pudiera articular ninguna otra palabra, antes incluso de poder
concretar el pedido, Caracasco había
colgado el teléfono. El campo de fútbol estaba al lado de casa, así que fui a
mi dormitorio, cogí todo el dinero que tenía escondido entre los calzoncillos
del cajón de mi mesita de noche, comprobé que mis padres seguían en el jardín
(donde suelen pasar las mañanas del sábado regando las plantas, charlando y
tomando el sol), y me puse en marcha.
Cuando
salí a la calle me sentía como Judas caminando sobre un empedrado, entre
fachadas blancas, directo a la boca del lobo, al pecado definitivo, un tanto
nervioso ante lo inminente del encuentro, con el corazón en la boca y los
huevos, con perdón, en la garganta.
Atravesé
el barrio del Perchel, que no es un
barrio conocido, como pueda serlo el
Follarate o las Acequias. Y no lo
es porque nada importante ha pasado todavía en el mismo, que es como decir que
nada hay que el resto considere destacable. Sin embargo, es el lugar de
nacimiento y la residencia de Caracasco
y de la Aurora, pero con todo y con eso no tiene trascendencia porque no es
allí donde se realizan los trapicheos. Caracasco no es tonto, sabe que el rumor
hace el nombre y no quiere estar ahí cuando eso ocurra. Su casa es la de las
cortinas verdes, las mismas que las de la puerta del estanco, la única con el
balcón lleno de flores y plantas. La miré bien de arriba abajo, no sin cierto
reparo, pero no advertí rastro alguno de vida. No paso con frecuencia por allí,
aunque no hay mes que no pise el barrio, que aquí todo de tan pequeño acaba
siempre frecuentado. ¿Estaría la Aurora al tanto de las lucrativas actividades
de su hijo? Lo más probable es que no le importase un comino. Casi puedo verla
lavándose las manos al respecto. Estas cosas suelen ser consecuencia de una
infancia difícil, de un ambiente enrarecido, ¿y qué infancia le espera al hijo
de una bruja, como han llegado a llamarla? Le espera crecer en una casa que
encoge, inventarse un padre entre camellos, cabalgar a lomos del hierro y la
chapa, dudar de si tu madre es quien te arropa al anochecer o quien se come a
los niños que ya no se ven más por el barrio; estudiar en vano, trabajar en
balde y madurar antes de aprender a ser responsable. Bastante mérito tiene que
no acabase loco o que no esté ya en la cárcel.
El
campo de fútbol estaba desierto: una larga extensión de grava gris y dos
porterías sin redes, con los palos de amarillo pálido a causa del sol,
agrietados y repletos de ronchas de óxido.
Escuché
de pronto el ensordecedor rugido de la moto y mi corazón casi se para. Aquello
iba a ser lo más parecido a delinquir que estaba a punto de hacer en mi vida.
Miré
hacia el sonido y vi el reflejo destellante del casco, como una señal de
explorador, licuado como un espejismo a causa del calor.
Llegó
allí puntual como un autobús británico. Sin bajarse siquiera de la moto, algo
huraño aunque sin llegar a lo desagradable, con la desconfianza del gato como
mecanismo de evaluación, me hizo un gesto con el casco para que me acercase a
él y nos escondiéramos un poco de los niños y las abuelas que, a juzgar por las
voces, no debían andar muy lejos.
Bajamos
hasta los banquillos, una especie de aljibe de cemento abierto por una de sus
caras, y sin más ni más le di veinte euros, que era cuanto llevaba encima, y él
me entregó dos bolitas de papel de plata del tamaño de una nuez. Acto seguido
su teléfono sonó de nuevo y él volvió a su moto y salió despedido como alma que
lleva el diablo, dejándome allí a solas con las bolitas de papel de plata y las
voces de los niños y las abuelas cada vez más cerca, posiblemente de regreso de
un paseo al pantano, a veinte minutos a pie del campo de fútbol.
Abrí
las bolitas y vi dos pequeños cogollos de un verde intenso llenos de pelitos
blancos. La marihuana olía fuerte (un olor ácido, afrutado e intenso como el
pegamento), así que tuve que guardármela dentro de los calzoncillos, por eso de
que oliese lo menos posible (era agosto, así que algo debió contrarrestar), y
comencé a desandar el camino antes andado.
Al
volver a casa me encontré con una nota de mis padres: se habían ido a la playa.
Era algo que hacían a menudo, planeaban una escapada y dejaban a su hijo allí
tirado, seguros de que no le apetecería nada darse un chapuzón en alguna bonita
cala de Almería con sus aburridos viejos. A veces se equivocaban, otras
acertaban; en esta ocasión, no pudieron hacer mejor análisis, por lo que me
puse manos a la obra.
Imité
a mi padre en lo que imaginaba que era su ritual. Le había visto hacer aquello
cientos de veces, eso sí, siempre con la puerta cerrada. Fui a su despacho, como le gustaba llamar a esa
habitación, abrí la ventana, le eché un ojo a sus vinilos y puse uno al azar,
de un tal David Bowie, con algo de Dory
o una palabra parecida en el título. En aquella habitación sólo había montañas
de discos, posters de Janis Joplin y Jimi Hendrix, un solo sillón, un enorme
equipo de música y una guitarra eléctrica con su amplificador. Él había sido
guitarrista en un grupo de blues cuando aún no era joven (no en el sentido
romano), y hay pocas cosas de las que se muestre tan orgulloso en su vida como de
haber teloneado en una ocasión a los Ten Years After.
Dejé
el vinilo dando vueltas en la pletina. A los pocos acordes comencé a liarme el
porro como buenamente pude, dado que era mi primera vez. Una vez conformado lo
que no pasaba de ser un engendro tubular, di mi primera calada. Tosí y casi me
atraganto. Me senté en el sillón, di otra calada y entonces sí que me noté mareado.
La música pasó de desapercibida a hipnótica, y el ambiente, recargado de
reminiscencias sesenteras y psicodélicas, comenzó a atraparme, a mullirme con
dulzura en su aire. De repente, inmerso en un mundo de evasión y quietud, vi la
imagen del Caracasco, esta vez como
un rostro repleto de facciones, como un casco articulado, esculpido, modelado,
salpicado de detalles que hacían de ojos, nariz y boca perfectamente
identificables. Entonces pensé que aquello de Caracasco en realidad no era más que una pista, el revelado de un
mito, y que todos, no solamente todos nosotros, todas las cosas incluso:
animales, plantas, nubes… cualquier clase de objeto, absolutamente todo —incluido
Caracasco— tiene un rostro que lo
identifica.
Di
una calada más y lo tuve todavía más claro: aun siendo una cruz, todos tenemos
cara; sólo hay que saber mirarla.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
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