Sunday, November 23, 2014

LA CRUZ SIN CARA (relato)

LA CRUZ SIN CARA[1]
Alejandro Molina Carreño






Caracasco es a la marihuana lo que un repartidor a la pizza. Cierto que él no se anuncia en las páginas amarillas, pero su teléfono es uno de esos que algún conocido (o el conocido de un conocido) tiene en su agenda. En este caso particular, mi caso, la persona que me proporcionó el número fue mi padre, aunque de manera indirecta, todo hay que decirlo.
Mi padre es un hombre comedido, de los que consideran que escandalizarse es cosa del medievo. Progre, de pasado hippie, mi padre guarda un par de vicios junto a un montón de vinilos de grupos como Led Zeppelin, The Doors, Frank Zappa o Santana, discos que han sonado continuamente en mi casa. Que siga escuchando esa música es comprensible, pero que también los vicios perduren es algo que no había sospechado nunca. Pensaba que eso de fumar hierba era, digamos, propio de la juventud, de la juventud entendida como una edad anterior a la edad en la que uno se casa, algo por lo que simplemente se pasa durante el instituto y quizá en la facultad, algo que, nos guste o no, se supera. Sin embargo, el matrimonio y la paternidad, a diferencia de lo sucedido con muchos de los padres de mis amigos, no sólo no habían logrado apagar las luces de la juventud en mi padre, sino que le habían insuflado un mayor resplandor. «Ahora, ahora y no antes soy joven», nos repite a mi madre y a mí cada día. La primera que vez lo hizo fue vestido únicamente con una sábana blanca a modo de toga y una corona de laurel fabricada por él mismo. Todos los domingos por la mañana se dedica, en atuendo semejante, a la lectura en voz alta de clásicos grecolatinos —Plutarco, Plinio, Platón, Lucrecio, Virgilio, Salustio, Demócrito y un sinfín más de nombres que me obligó a aprender de memoria—, y una de aquellas mañanas descubrió que en la antigua Roma una persona joven era aquella comprendida entre los treinta y los cuarenta y cinco años, pues era el perfil de persona que ayudaba a sostener la sociedad con su labor. Así pues, a sus cuarenta y cinco años, mi padre se mantenía joven como una rosa en todos los sentidos, el vicioso inclusive.
Todo me dice (no sólo mi madre), que mi padre, a mi edad, era mucho más peligroso de lo que me deja serlo a mí hoy día; más aún: sigue siéndolo, y al igual que ese vinilo de unos tal Kiss que tanto adora, otras muchas cosas dan vueltas en su cabeza, cosas como la marihuana, que lleva años mezclando con la música a modo de cóctel explosivo (aunque esto es algo de lo que me he dado cuenta hace poco). Hay quien se conforma con lo que dice el Eclesiastés de que hay un tiempo para cada cosa, y quien argumenta que no hay una edad para ninguna cosa; mi padre, por lo visto, prefiere definir sus propios conceptos y crear sus propias épocas.
Volviendo al principio (sé que me despisto con facilidad), todo el pueblo sabe quién es el Caracasco, y eso que en realidad nadie le ha visto la cara (aunque, ahora que lo pienso, puede que precisamente esa sea la razón de que todo el mundo lo conozca).
El Caracasco se mueve libre por la calle subido a una moto roja en la que reparte la mandanga. La moto hace un ruido horrible debido a un tubo de escape que bien vale un mes de alquiler de mi casa; avanza con la sonoridad de un tanque, sin duda para compensar que apenas corre, que no pasa de los ochenta, que respeta las normas, no vaya a ser que los civiles no respeten que lleve la moto llena de marihuana. Alguna vez lo habrás visto pasar en su caballo de hierro del color de la sangre, camino de no sabes dónde, camino quizá de tu casa cuando no estás, quizá de la de un amigo, pero siempre hacia alguna parte, siempre adonde le espera el cliente. Su casco es negro con una visera ahumada, brilla al reflejo del sol con ese destello tan característico y amenazante de las películas. Ya sabes lo que dicen: nunca se lo ha quitado delante de nadie. Hay quien jura que se ducha y que duerme con él. Puestos a decir, hay quien afirma que no se lo puede quitar, que se lo dio el demonio como regalo y que ahora está pegado a su cabeza a causa de la letra pequeña del contrato, el pago eterno por apropiarse de algo que crece en el campo y que vende a otros sin sufrir por ello ninguna consecuencia.
No sé cuánto sabrá mi padre acerca de todo eso del casco, o si será uno de los pocos, si es que existen, que le haya mirado a los ojos y no se haya visto reflejado; de hecho, me gustaría poder preguntárselo, pero él no sabe todavía que yo sé que tiene su número, o quizá sí y no le importa, que tampoco sería extraño.
La cosa fue así. Un día sin más, uno cualquiera, cogí su teléfono móvil para llamar a un amigo. No me manejo nada bien con estos aparatos, a menudo con sólo tocarlos ya están sucediendo cosas que soy incapaz de controlar, y esta vez no fue una excepción: accedí sin querer al registro de las últimas llamadas, y el primer número que aparecía llevaba por nombre Rodrigo. Imagino que mi padre no tomó precauciones porque no sospechaba que alguno de nosotros supiera a quién se refería exactamente —dada la ingente cantidad de personas que existen con ese nombre—, ya que siempre que podría alegar que se trataba de un viejo amigo, de un escayolista o de una empresa de abonos amiga (cultivamos nuestras propias hortalizas y hasta tenemos alguna que otra gallina). Pero no hay más Rodrigo en el pueblo (vivo al menos), que Caracasco, y esto fue más que suficiente para hacerme dudar.
Si aún sigues sin ponerle cara a Caracasco (valga la expresión), y tampoco te dice nada su nombre, quizá el de Aurora te suene de algo. Exacto: ella es su madre.
La Aurora, como todo el pueblo sabe, fue violada y tuvo un aborto de los de ruda, romero y orégano. Se la conoce porque todos han evitado tocarla. Tras la violación, se corrió el rumor de que estaba enferma de algo contagioso. Yo creo que muchos pensaban, sin decirlo, que era sida, y como la mitad del pueblo no sabe de qué habla cuando lo hace, dieron la espalda a la mujer para curarse de espanto. Hubo viejas que incluso la llamaron bruja, ya que aquí, si sobra algo, es imaginación, y además de la mala. Paco el Tejas, el violador, sigue todavía en la cárcel, pero de todas formas Caracasco no es suyo.
Para mí la versión es bien distinta. Yo creo que la Aurora se inventó aquello de la enfermedad ella misma, para que así fuese más fácil que no la tocasen, que era lo que al parecer se había propuesto después de aquel traumático episodio: vivir en paz. Me gusta imaginar el sacrificio que esa mujer hizo para tener a su hijo, y me río de los curas y los poetas que tanto hablan de palabras como sacrificio, amor, trabajo, compasión... La Aurora no quiso más tacto que el de su propia piel durante años, y reservó el ajeno al de un padre seguramente bien escogido, una elección cargada de significado. Y así estuvo tres años, ajena a todo cuerpo, alejada de todo contacto, de cuerpo presente pero como en ninguna parte. Claro que, en el momento en que no pudo disimular el embarazo, fue cuando la gente empezó a especular.
Nacido Caracasco, la Aurora se lo llevó al cementerio. Las viejas que cambiaban flores como cambian las amas de casa los jarrones de sitio, y el enterrador, el pobre Jacinto, que en paz descanse, casado con una verdadera loca que todavía habla con él incluso cuando ya está muerto y enterrado por su hijo, que conocía la profesión al dedillo —a pesar de ser cirujano plástico en la ciudad— veían pasear a la Aurora entre las tumbas con el crío en brazos. Buscaba un nombre que le gustase, y así fue como topó con el de un primo de mi vecino Emilio que se llamaba Rodrigo, a quien le había caído el tractor encima, hacía ya años. Dicen que se quedó mirando esa tumba durante horas. Pocos días después, algunas viejas y Jacinto corroboraron que era el nombre de la tumba que había, con tanto celo, observado. Al difunto Rodrigo la Aurora no lo conocía, al menos eso dice Emilio, mi vecino, y yo le creo. Sin duda escogió aquel nombre porque no había ni hay ahora más Rodrigo en el pueblo que su hijo, algo que, supongo, lo hacía único. Lo que la pobre no sabe es que así y todo es conocido por Caracasco, y que pocos recuerdan ya las ocho letras de origen germánico que, no sé si la madre lo sabe, significan famoso caudillo.
Caracasco a pesar de todo no ha tenido mala fama, no la de muchos otros, payos o gitanos, de los que se dice que llevan una seis muelles en el pantalón, una barra de hierro en el maletero o un puño americano en el bolsillo de la chaqueta. A esta ausencia de malhadada nombradía ayudó su apellido: Pilato, el cual no es el de la madre, que el suyo es Osorio, y no ha habido Pilato alguno en el pueblo, ni tampoco en los de al lado. Como de inteligencia nadie dota a la Aurora, descartan que sea una referencia religiosa. Yo no soy más listo que nadie, y me faltan dedos para contar la de veces que uno más tonto que yo me ha quitado el título de avispado (decía Plinio, en boca de mi padre, que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno), pero aun así no puedo quitarme de la cabeza eso de lavarse las manos, lo que, si lo piensas bien, da más sentido a que la Aurora mirase el nombre en el cementerio y no diese a conocer al padre; le da sentido a ese anonimato que tanto irrita a los que no son nadie, pero del que mi padre, por ejemplo, está tan orgulloso. «Que hablen y que juzguen, no es mi problema»: así es como creo que piensa la Aurora. Pilato no fue bueno ni malo, hizo lo mismo que Dios, entregar al pueblo a una persona y hacerle responsable de sus propios actos.
A pesar del apellido desconocido, parecidos que delaten al padre los hay para todos los gustos, pero no son más que leyendas, porque no pueden contarse ya los días que hace que Rodrigo (qué raro se me hace llamarlo así) lleva una visera negra por cara. Mi abuela (que descanse, que paz ya tuvo), decía que era el vivo retrato de Emiliano, el concejal de cultura, que no por ello el culto del pueblo; hay quien dice que es hijo del antiguo alcalde, don Diego, que está casado y sólo por el rumor de dicha paternidad perdió ya unas elecciones; las gitanas comentan que es medio payo medio gitano, que tiene las manos blancas pero que la cara es de ellos, y a partir de ahí empiezan a especular con los figuras del pueblo: el alambique, Nestorio el muelas, Juan lagarto, Pepe mierda, el Pulga, el Pañales, el Porras, José Turulo, el Medio muerto, el Silencioso, Rafael el del Pistolas... Pero yo dudo que sea gitano, dudo incluso que sea de aquí, y no por las juntas de la Aurora, que no eran pocas, sino porque en un pueblo, o todo se sabe, o se inventa, y aquí hay de todo menos consenso.
En fin, como iba diciendo, después de ver el nombre en el móvil de mi padre me quedé algo fuera de juego, como se dice, o en bragas, para que me entiendan también los que no son aficionados al fútbol. Sentí entonces el impulso de llamar, la tentación de cruzar esa puerta. Yo nunca había fumado marihuana, aunque todos mis amigos lo hacían desde los catorce o los quince años, algunos incluso antes. Ni que decir tiene que no juzgué a mi padre en ningún momento; no era algo que pudiera reprocharle. Supongo que en el fondo no me extraña, de un modo u otro me ha transmitido su alergia al escándalo junto a unos cuantos genes de místico, sensible, pedante e idiota, de modo que pulsé el botón de llamada casi de manera inconsciente mientras pensaba si hacerlo o no.
La voz del Caracasco sonó lejana y metalizada, seguramente por hablar con el casco puesto, pero también familiar: «¿qué hay, primo?», me soltó. Le dije que no era Alberto, que así se llama mi padre, sino su hijo. «¿Qué Alberto?», me preguntó para confirmar la identidad; «Alberto media oreja», contesté. El mote proviene de mi abuelo, y no tiene nada de original: perdió un trozo de oreja en la guerra civil a consecuencia de la metralla en una explosión. No hablaré de colores porque no creo que eso justifique ni una sola de las muertes de la época, pero sí repetiré lo que él decía: «yo iba con los buenos».
Caracasco se quedó un poco parado al principio, imagino que porque no sabía por dónde iba a salirle.
—Oye, no le digas nada a mi padre, que no sabe que te estoy llamando —le dije—. Yo sé guardar un secreto.
—Más te vale, chaval. ¿Dónde estás?
—En casa.
—Nos vemos en el campo de fútbol en diez minutos.
Y antes de que yo pudiera articular ninguna otra palabra, antes incluso de poder concretar el pedido, Caracasco había colgado el teléfono. El campo de fútbol estaba al lado de casa, así que fui a mi dormitorio, cogí todo el dinero que tenía escondido entre los calzoncillos del cajón de mi mesita de noche, comprobé que mis padres seguían en el jardín (donde suelen pasar las mañanas del sábado regando las plantas, charlando y tomando el sol), y me puse en marcha. 
Cuando salí a la calle me sentía como Judas caminando sobre un empedrado, entre fachadas blancas, directo a la boca del lobo, al pecado definitivo, un tanto nervioso ante lo inminente del encuentro, con el corazón en la boca y los huevos, con perdón, en la garganta.
Atravesé el barrio del Perchel, que no es un barrio conocido, como pueda serlo el Follarate o las Acequias. Y no lo es porque nada importante ha pasado todavía en el mismo, que es como decir que nada hay que el resto considere destacable. Sin embargo, es el lugar de nacimiento y la residencia de Caracasco y de la Aurora, pero con todo y con eso no tiene trascendencia porque no es allí donde se realizan los trapicheos.  Caracasco no es tonto, sabe que el rumor hace el nombre y no quiere estar ahí cuando eso ocurra. Su casa es la de las cortinas verdes, las mismas que las de la puerta del estanco, la única con el balcón lleno de flores y plantas. La miré bien de arriba abajo, no sin cierto reparo, pero no advertí rastro alguno de vida. No paso con frecuencia por allí, aunque no hay mes que no pise el barrio, que aquí todo de tan pequeño acaba siempre frecuentado. ¿Estaría la Aurora al tanto de las lucrativas actividades de su hijo? Lo más probable es que no le importase un comino. Casi puedo verla lavándose las manos al respecto. Estas cosas suelen ser consecuencia de una infancia difícil, de un ambiente enrarecido, ¿y qué infancia le espera al hijo de una bruja, como han llegado a llamarla? Le espera crecer en una casa que encoge, inventarse un padre entre camellos, cabalgar a lomos del hierro y la chapa, dudar de si tu madre es quien te arropa al anochecer o quien se come a los niños que ya no se ven más por el barrio; estudiar en vano, trabajar en balde y madurar antes de aprender a ser responsable. Bastante mérito tiene que no acabase loco o que no esté ya en la cárcel.
El campo de fútbol estaba desierto: una larga extensión de grava gris y dos porterías sin redes, con los palos de amarillo pálido a causa del sol, agrietados y repletos de ronchas de óxido.
Escuché de pronto el ensordecedor rugido de la moto y mi corazón casi se para. Aquello iba a ser lo más parecido a delinquir que estaba a punto de hacer en mi vida.
Miré hacia el sonido y vi el reflejo destellante del casco, como una señal de explorador, licuado como un espejismo a causa del calor.
Llegó allí puntual como un autobús británico. Sin bajarse siquiera de la moto, algo huraño aunque sin llegar a lo desagradable, con la desconfianza del gato como mecanismo de evaluación, me hizo un gesto con el casco para que me acercase a él y nos escondiéramos un poco de los niños y las abuelas que, a juzgar por las voces, no debían andar muy lejos.
Bajamos hasta los banquillos, una especie de aljibe de cemento abierto por una de sus caras, y sin más ni más le di veinte euros, que era cuanto llevaba encima, y él me entregó dos bolitas de papel de plata del tamaño de una nuez. Acto seguido su teléfono sonó de nuevo y él volvió a su moto y salió despedido como alma que lleva el diablo, dejándome allí a solas con las bolitas de papel de plata y las voces de los niños y las abuelas cada vez más cerca, posiblemente de regreso de un paseo al pantano, a veinte minutos a pie del campo de fútbol.
Abrí las bolitas y vi dos pequeños cogollos de un verde intenso llenos de pelitos blancos. La marihuana olía fuerte (un olor ácido, afrutado e intenso como el pegamento), así que tuve que guardármela dentro de los calzoncillos, por eso de que oliese lo menos posible (era agosto, así que algo debió contrarrestar), y comencé a desandar el camino antes andado.

Al volver a casa me encontré con una nota de mis padres: se habían ido a la playa. Era algo que hacían a menudo, planeaban una escapada y dejaban a su hijo allí tirado, seguros de que no le apetecería nada darse un chapuzón en alguna bonita cala de Almería con sus aburridos viejos. A veces se equivocaban, otras acertaban; en esta ocasión, no pudieron hacer mejor análisis, por lo que me puse manos a la obra.
Imité a mi padre en lo que imaginaba que era su ritual. Le había visto hacer aquello cientos de veces, eso sí, siempre con la puerta cerrada. Fui a su despacho, como le gustaba llamar a esa habitación, abrí la ventana, le eché un ojo a sus vinilos y puse uno al azar, de un tal David Bowie, con algo de Dory o una palabra parecida en el título. En aquella habitación sólo había montañas de discos, posters de Janis Joplin y Jimi Hendrix, un solo sillón, un enorme equipo de música y una guitarra eléctrica con su amplificador. Él había sido guitarrista en un grupo de blues cuando aún no era joven (no en el sentido romano), y hay pocas cosas de las que se muestre tan orgulloso en su vida como de haber teloneado en una ocasión a los Ten Years After.
Dejé el vinilo dando vueltas en la pletina. A los pocos acordes comencé a liarme el porro como buenamente pude, dado que era mi primera vez. Una vez conformado lo que no pasaba de ser un engendro tubular, di mi primera calada. Tosí y casi me atraganto. Me senté en el sillón, di otra calada y entonces sí que me noté mareado. La música pasó de desapercibida a hipnótica, y el ambiente, recargado de reminiscencias sesenteras y psicodélicas, comenzó a atraparme, a mullirme con dulzura en su aire. De repente, inmerso en un mundo de evasión y quietud, vi la imagen del Caracasco, esta vez como un rostro repleto de facciones, como un casco articulado, esculpido, modelado, salpicado de detalles que hacían de ojos, nariz y boca perfectamente identificables. Entonces pensé que aquello de Caracasco en realidad no era más que una pista, el revelado de un mito, y que todos, no solamente todos nosotros, todas las cosas incluso: animales, plantas, nubes… cualquier clase de objeto, absolutamente todo —incluido Caracasco— tiene un rostro que lo identifica.
Di una calada más y lo tuve todavía más claro: aun siendo una cruz, todos tenemos cara; sólo hay que saber mirarla.




[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

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