Sunday, November 23, 2014

CRÓNICA DE UN ÚLTIMO ACORDE (relato)


CRÓNICA DE UN ÚLTIMO ACORDE[1]
Alejandro Molina Carreño






Con el último acorde decenas de aplausos cayeron sobre nosotros, aplastando toda disciplina. No hay silencio en la cima del mundo.

—¡Qué concierto! —dice entusiasmada Ana, la que fuera compañera sentimental de Aldo por entonces—. Fue en agosto del noventa y dos. Surgió así, de repente. Aldo había venido a verme con Nito, amigo suyo, un músico del que había escuchado historias de lo más estrafalarias. Los invité a comer. Ya sabes lo que pasa en agosto en estos pueblos: un buen plato alpujarreño con unas cervecitas en la plaza, bajo el sol, el carajillo de rigor (con hielo, por supuesto), y luego un pacharán, una copa, otra… Estaba atardeciendo cuando dejamos en paz a Aitor, el camarero, que ya había recogido todas las mesas. Decidimos ir a la balsa para echarnos un rato a la sombra de un enorme fresno que todavía tiene nuestros nombres escritos en la corteza con una navaja. Nito recordó que llevaba una guitarra y una harmónica en el coche, así que cogieron los instrumentos y estuvieron tocando algunos temas mientras atardecía. Fue así como surgió la idea. «Oye», le dije a Nito, «¿por qué no te quedas y dais un concierto?». Él no se lo creía. «¿Un concierto?», decía. Y sin más ni más, volví corriendo al pueblo, entré en mi casa, cogí lo necesario y me puse a hacer los carteles con mi hermana.

—No había forma de echarlos de allí —Aitor seca vasos con un pañuelo blanco, moteado a causa de los restos de jabón. Su barba y su mirada inquieta hacen pensar en un Van Gogh rehabilitado—. Llegaron a la una, pidieron unas cervezas, y yo miré al cielo, desesperao. No era la primera vez que Ana se pasaba por aquí a tomar algo con unos amigos y acababan borrachos perdíos. Ese día yo estaba mu cansao. La noche anterior había sío la despedía de soltero de mi cuñao. Hicimos una fiesta a puerta cerrá en el bar y cuando abrimos ya era de día. No había dormío en to la noche y allí estaba ya Isidoro, a las siete la mañana, con su boina gris, su mala follá y su cayao, pidiendo un sol y sombra, así que no tuve ni un minuto de descanso. A Ana no podía echarla de allí por mu cansao que estuviera. Somos amigos. En un pueblo tan pequeño to el mundo se conoce, y uno sabe distinguir entre un día especial y un sinsentío. Pero a las siete y algo de la tarde tuve que decirles que me dejaran siquiera limpiar aquello pa poder abrir por la noche. Pa eso y pa que mi mujer no me matara de ver cómo estaba to. Así que acabaron las copas y se fueron. El otro que iba con ellos, el que no era su novio, Nito o algo así creo que se llamaba, el que tocaba la harmónica, me dio un abrazo y to. No paraba de repetir lo maravilloso que era el pueblo, la gente, yo, y mi bar en concreto. Estaba terminando de limpiar cuando apareció Ana otra vez. «¡Fuera de aquí!», le dije. «Espera, Aitor, tranquilo; vengo a hacerte una proposición». Un concierto, me dice. Me sorprendió la idea porque era algo que no habíamos hecho nunca. Y antes de que me diese cuenta, ya había accedío a dejarles el fondo del bar pa tocar, ahí donde ves el billar.


Nito dejó la guitarra en el suelo y apagó su amplificador. La gente se acercaba a nosotros para darnos la enhorabuena antes incluso de que dejase de escuchársenos por el micro. Las sonrisas del público brillaban de pura sinceridad, te apretaban la mano con fuerza suficiente como para palpar su franqueza a través de los poros de sus dedos. Luego comenzó a sonar música. Nito y yo nos mezclamos con la gente y pedimos unas cervezas.


—¡Treinta y tres cervezas! —dice Aitor—. ¡Treinta y tres! Bebían como animales. En España la gente bebería matarratas si fuese gratis. Si lo fuera sabío… A veces paece que gratis signifique obligatorio. Aunque ellos habían dao el concierto, claro. Pero es que fueron muchas cervezas…
—Eres un tacaño —le interrumpe Rita, su mujer; menuda, gordita, de su edad pero con la cara más envejecida, con un par de lunares y una poderosa voz aguardentosa—. Los niños lo hicieron mu bien. Les dimos barra libre como pago.
—Habría salío más barato haberles dao algo de dinero.
—Naciste tacaño y te morirás tacaño. Ya ve usté la que lía por treinta cervezas.
—¡Treinta y tres!
—¡Como si son cuarenta, leñe! ¡Calla ya! —Rita le levanta la mano a Aitor y le mira con los ojos abiertos como platos, en lo que parece una orden rutinaria—. Pa una vez que viene gente famosa al pueblo… —Rita traga saliva y vuelve a centrarse en la historia—. En el pueblo nunca se había escuchao esa música. Aquí del pasodoble y la copla no salimos. Ellos tocaron blus de ese, o como se llame. Mu bonico. Había hasta carteles. Así se enteró la gente. Lo organizaron mu bien, la música estuvo mu bien… to mu bien. Hay un cartel guardao por aquí —Rita busca en unos cajones que hay junto a la caja registradora.
—Mira que te gusta guardarlo to… —dice Aitor, y justo después Rita se vuelve hacia él con ojos de nuevo amenazantes.
—Aquí está —dice luego, sacando un folio arrugado de entre las cajas.

—El cartel lo pintamos entre mi hermana y yo —dice Ana, cartel en mano—. Fui a mi casa, cogí unos folios y unos cuantos rotuladores, y volví a la balsa a preguntarles qué nombre iban a utilizar —Ana enseña el cartel. Puede leerse el nombre que escogieron, en un chillón rojo fosforito: “El Azote del Oso Armónico y el Monaguillo Eléctrico”—. ¿Te lo puedes creer? Lo de Oso era algo normal, porque a Nito le llamaban Oso de toda la vida. Todavía hoy le llaman así. Pero, ¿monaguillo eléctrico?


El primer trago de cerveza es siempre nuevo. No hay dos iguales. No hay absolutamente nada idéntico a otra cosa. La primera cerveza del día sabe a calma. La primera cerveza de la noche sabe a todo lo contrario. Nosotros estábamos allí para hacerles beber su primera cerveza de la noche. Escoger un nombre racional habría rebajado la graduación de aquella cerveza. No puedes bautizar al demonio.


«No puedes bautizar al demonio», me dijo —dice Ramón, organizador del festival PampaBlues—. Fui al concierto porque había carteles por todo el pueblo: “El azote del oso armónico y el monaguillo eléctrico. A las veintitrés once en La Posada. Música blues”. Con lo pequeño que es el pueblo habría bastado con un solo cartel en la plaza, pero claro, al haber tantos y por todas partes, parecía más importante de lo normal. ¡Y vaya si lo fue! Música blues. ¿Qué era eso? En el pueblo nadie hablaba de otra cosa. Una vez encontraron restos prehistóricos cerca del cortijo de Isidro y vino muchísima gente. Pero esto lo superaba. Esto sí que había sido un descubrimiento. Nunca había sonado esa música aquí. Fue como si alguien inventase la rueda. Por eso decidimos organizar el festival anual de blues. Ahora lo conoce todo el mundo, aunque pocos saben que la cosa empezó con ellos dos solos, en el bar de Aitor. Desde entonces han venido muy buenas bandas, y cada vez vienen más. Pero ellos no volvieron. Los llamé y los llamé, pero siempre me decían lo mismo: «repetir algo es el primer paso para que deje de ser irrepetible». «¿Y cuál es el segundo?», les pregunté la segunda vez que me dijeron eso; «no hacerlo igual», contestaron. Estaban chalados.

—Qué cosa, hijo mío, qué cosa —declara Josefa, de setenta y dos años, sentada en una silla, en la puerta de su casa—. Ni Antonio Molina cantaba así. Y la guitarra y la flauta aquella pequeñica, más bonico, más precioso… Y muchachos jóvenes. Que parecía que tuvieran más años de cómo lo hacían de bien. Y el cantante más guapo… Todo, todo. Todo mu bien, mu precioso. Yo me acuerdo que el pie se me movía solo, que me decía la Juana: «chiquilla, ¡que vas a hacer un boquete en el suelo!». La gente allí bailando, cantando… Como locos, hijo mío. ¡Estábamos como locos!


Abrimos con Smokestack Lightnin'. Nito no concebía otra forma de abrir un concierto de blues, y escogió la armónica y los aullidos para hacer de aquella noche el lugar escogido por los dioses. Tras la expectación disimulada y el desenfreno contenido, una entusiasta ovación dio vía libre a la colonización sonora.


—Aberdeen Mississippi Blues. Ese fue el segundo tema —recuerda Lúa, la hermana de Ana—. Desde entonces se convirtió en uno de mis blueses favoritos. He oído varias versiones, pero ellos le daban un toque alegre y hasta bailable con la harmónica, sin perder el toque añejo. Bueno, de esto me he dado cuenta con el tiempo. Aquel día, después de la primera canción, estábamos todos alterados. Aquello fue una ducha de agua fría. Todo el mundo espabiló y se puso a mover la pierna y a bailar. Aitor no daba abasto tirando cervezas, y Rita gastaba una botella de whiskey tras otra. A partir de esa canción, todo salió a pedir de boca.

No recuerdo una borrachera igual —dice Paquito, haciendo memoria. Le cuesta trabajo distinguir una borrachera de otra, como le costaría a cualquier persona distinguir un día normal de trabajo de cualquier otro; pero al final lo admite—: no, no recuerdo otra igual. En la barra, el Lomona, el panadero del pueblo, un tipo enorme como una foca y con los mismos bigotes, tragaba un whiskey detrás de otro. «No puedo parar», decía, «es por culpa de la música». ¡Y llevaba razón! Ninguno podíamos hacerlo. Tragábamos y tragábamos sin darnos cuenta. La música te gritaba: «¡bebe y pásalo bien, coño!». Y tú le hacías caso. Así acabó el Lomona, que se derrumbó en el suelo al décimo whiskey. Pero la música no paró. No lo habríamos permitido. No tengo ni idea de qué canción sonaba cuando pasó. Abrió los ojos al poco de caer al suelo y dijo que le pusieran otro whiskey, que qué cojones hacían todos a su alrededor, agobiándolo. Tuvimos que levantarlo entre cuatro. Yo también tuve mi momento crítico. Sonaba la de Shake your Hips, de esa sí que me acuerdo, porque Nito me la cantaba a menudo. No tengo ni idea de cuánto pude beber esa noche.


Nito decidió nombrar mánager a Paquito porque llevaba veintitrés cubatas encima y seguía en pie. Paquito era nuestro hombre, sin duda. Era nuestro ambiente. Goin’ Down South comenzó a mullir la almohada de una resaca de cristal. La escueta luz del local hacía de bajo, las suelas de la gente ponían el ritmo, sus murmullos curaban el sonido, como en un vinilo añejo, y los dedos de Nito masajeaban los nervios de una acústica tenuemente amplificada, tejiendo la hipnosis sureña, atávica letanía de reminiscencias africanas.


—Aquí tenía diez años —dice la madre de Nito, con una foto en la que Nito aparece vestido con unos pantalones verdes y una camisa del mismo color, con una guitarra eléctrica en sus brazos—. Fue un amor a primera vista. Desde el mismo día en que un amigo suyo le enseñó aquella música, Nito le juró fidelidad. Tanto en la salud como en la enfermedad, la guitarra permanecía pegada a él. En la salud le daba alegría; en la enfermedad, consuelo. Estuvo trabajando en los melocotones para poder comprársela. Cuando llegaba a casa, nada le aliviaba el picor de manos mejor que su guitarra.

—Yo no sabía de blues —admite Ana—. Aldo tocaba la guitarra, pero jamás me había hablado de blues. Lo suyo había sido siempre la literatura. Sabía que había tenido un grupo con Nito hacía años, pero nada más. Cuando lo vi tocar aquella música en directo me enamoré de él más de lo que ya lo estaba. Se había guardado durante meses esa faceta. Nito cantaba como los ángeles, y verlos allí juntos, dándole a la gente algo que nunca habían oído, haciéndoles bailar y sonreír… Todavía se me pone la piel de gallina cuando lo recuerdo. Fue como descubrir la verdadera razón de por qué me atraía, de por qué le quería, así, de repente, una noche en el pueblo, tocando blues.

—Se retrasaron —Aitor continúa discutiendo con Rita—. En las películas, cuando pides una pizza, si el repartidor llega tarde te hace un descuento. Hay veces que incluso ni la pagas.
—Eso fue por el cantante, que venía de otro concierto —aclara Rita.
—De un concierto no, de un ensayo.
—¡Qué más da! ¿Vino o no vino?
—Pregúntaselo a mis bolsillos.
—Y dale. Mira que eres cansino. Eres más repetío que el ajo que te comes cada mañana. A veces me dan ganas de regalarle por su cumpleaños treinta cervezas, pa que se calle.
—¡Treinta y tres, que no te enteras!
—Lo que sea —dice Rita, disimulando una nueva y letal mirada a su marido—. El otro, que estuvo bebiendo aquí hasta que llegó el cantante, era un niño mu simpático.
—Aldo.
—¿El cantante?
—No, el novio de Ana. El cantante era Nito.
—Míralo que educao se pone ahora. Claro, como las cervezas que se bebió mientras lo esperaba sí que las pagó, ahora tiene nombre. En fin, que el otro, ¿Aldo has dicho?
—Síííííí… —contesta Aitor, resoplando.
—Qué rancio eres, hijo mío… Pues eso, que Aldo estuvo esperando aquí, en la barra, mientras venía el otro pa poder empezar el concierto. Llevábamos esperando una hora o así y él nos decía que retrasarse era algo normal, que no nos preocupáramos. To el mundo estaba nervioso. Y él tan tranquilo. Ana se encargó de que la gente no se fuese. Los vendió tan bien que toos habríamos esperao lo que fuera hecho falta. Al final empezaron pa la una o así.

—Yo pensaba que no llegaba —aclara Ana—. Después de convencer a Aldo en la balsa, Nito recordó que tenía ensayo con su banda. Nito no sabía ni dónde tenía la cabeza. Bueno, en realidad le daba igual. Es decir, a él no le importaba que la cabeza estuviese sobre los hombros, bajo el sobaco o en el culo. Pero sí que sabía muy bien dónde estaba su corazón. Tanto Aldo como él sabían llegar al corazón de los demás. Aquella primera vez fue mágico —Ana se queda pensativa un instante. Trata de disimular una lágrima. Es un gesto difícil, aunque parece no faltarle práctica—. Total, que Nito nos preguntó en la balsa qué hora era. Faltaba media hora para su ensayo. «Me largo», nos dijo, «estaré aquí para el concierto». Aldo le dijo entonces: «espera un momento: ¿qué coño vamos a tocar?». Y Nito le contestó que lo verían sobre la marcha. Luego subió al coche. Unas horas después, todo el mundo llegó puntual a La Posada. Todos menos él, por supuesto.

—Cuando llegó la gente estaba nerviosa —Lúa, la hermana de Ana, se calla un instante para hacerse una coleta. Su pelo es dorado como el trigo en verano—. Tan pronto como empezaron a tocar se calmó el ambiente, o más bien acabó de estallar, porque todo el mundo llevaba bebiendo ya un rato. Recuerdo que mi hermana me miraba incrédula, alegre. La cosa pasó de un aparente batacazo por el retraso a un éxito rotundo. Es una pena que ya no estén juntos. Quizá algún día vuelvan por aquí, al festival, aunque dicen que lo han intentado y no hay manera.


Improvisar es demostrar de qué eres capaz. Nito es capaz de llegar tarde, pero también es capaz de hacer que todo suceda rápido. Eso es lo que ocurre cuando disfrutas de algo. Y por Dios que disfrutamos.
Al terminar de hacer Nancy Jane, algo nos pedía que fuésemos más lejos, que subiéramos un peldaño que ni siquiera estaba allí para poder subirse, que le pegásemos la etiqueta de «único». Hay momentos así en la vida, en los que lo arriesgas todo. Fue nuestro as en la manga en la partida decisiva. El cuerpo te lo pide, te dice: «hazlo, hazlo, es el momento». Y nosotros lo hicimos. Si no haces caso a ese tipo de consejos, estás perdido.


—¡Se salieron a la calle! —dice Iván, un asiduo al festival que vivió aquel primer concierto. Lleva un engominado tupé sobre sus gafas de sol y una camiseta de Robert Gordon—. En mitá del último tema se pusieron de pie, desenchufaron de un tirón la guitarra y la harmónica y los jodíos echaron a andar por el bar. Nadie había visto nunca na igual. Les hicimos un pasillo pa que avanzaran, despacico, al ritmo de la música que seguían tocando, y cuando llegaron a la puerta del bar y salieron fuera les seguimos hasta la plaza, cantando y dando el ritmo con las palmas, por mitá el pueblo, en plena noche, sin un gato siquiera a la vista. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?


Éramos los guitarristas de Hamelín. Allí había cerca de veinte razones diferentes para emborracharte. Nosotros secuestramos al menos quince, de modo que treinta machacantes piernas nos siguieron a la plaza, la rodeamos y volvimos al bar; el eterno retorno, un útero etílico, palpitante. Las voces de aquella gente daban instrucciones para dar a luz al final, repitiendo con nosotros el estribillo. Nito me miró, sonriendo, y yo supe que era el momento de que la serpiente mordiese su cola. A la una, a las dos, y… Con el último acorde decenas de aplausos cayeron sobre nosotros, aplastando toda disciplina. No hay silencio en la cima del mundo.





[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.

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