OCIO,
IMAGINACIÓN Y CAMBIO
Alejandro
Molina Carreño
Encontramos en La
espuma de los días, de Boris
Vian, el siguiente diálogo:
—¿A qué se
dedica usted en la vida? —preguntó el profesor.
—Aprendo cosas —dijo Colin—. Y amo a Chloé.
A pocos de nosotros se
nos ocurriría responder del modo en que lo hace Colin ante la pregunta
formulada por el profesor. Y he dicho bien: no se nos ocurriría. Sin
embargo, ¿no somos muchos los que envidiamos poder dar una contestación
semejante? Y es
que hemos crecido en un mundo donde
dedicarnos a aprender cosas y a amar es sinónimo de no hacer nada, de perder el
tiempo. Esto es algo que, como todo el mundo sabe, le debemos a la influencia
de la moral católica medieval, por un lado, y a la revolución industrial —ese
cajón de sastre que es caja de Pandora cada
vez que se abre— por otro. De esta manera, el único aprendizaje lícito hoy día es
el de un empleo, o lo que es lo mismo: el que reporta beneficios económicos; y el
único amor posible es el que está supeditado al trabajo que genera dichos
beneficios, un amor que posponemos al resto de labores y al que podemos
dedicarnos solo cuando acaba la jornada, cuando llega el fin de semana, cuando,
los que puedan, se jubilen. Parece pues que alguna mente iluminada estableció
para el tiempo dos categorías: el que puede perderse (en aprender y amar, en
placeres mundanos o en contemplaciones) y aquel que no puede perderse (el que
reporta pecunia, término éste que no en vano significa rebaño). Sin embargo, tanto uno como otro comparten la naturaleza
del travieso átomo de cesio, además de un puesto en esta profunda sentencia: «nadie
te devolverá tu tiempo»[1].
Pues bien, yo —y como yo sé que muchos
más—, aun a riesgo de lo que la mayoría tildarían de inmadura postura ociosa, a
día de hoy sigo sin encontrar ocupaciones más elevadas para mi vida que las dos
declaradas por Colin. Me resultan tan importantes sus palabras que, siguiendo
el consejo de Raymond Carver: «algún día escribiré ese lema en una ficha de
tres por cinco».[2]
En la medida de lo posible, procuro orientar mi vida hacia el mismo camino que
el del personaje de la novela, novela que existe gracias al hecho de que Boris
Vian, allá por los años cuarenta, se pararse a escribir —en su tiempo libre— esta particular historia,
lo que para mí constituye argumento suficiente como para que me pare, siquiera
por un párrafo, a defender este tan mal visto ocio.
Basta con indagar entre los elocuentes vericuetos
de la etimología para que cobre sentido la reivindicación de la palabra. El
término griego skholè significa ocio, tiempo libre, y es, como habrá
inferido el lector avispado, la misma raíz de la que obtenemos la palabra escuela, que es donde debería madurar —y maduraba— el intelecto, la
filosofía y la creatividad (en todo su espectro). Es decir, el espíritu humano
tan sólo puede desarrollarse en ese tiempo que no está siendo consumido por los
deberes y obligaciones que las sociedades nos imponen. Los libros y la poesía,
las enciclopedias y los tratados matemáticos, la ciencia, los grandes inventos,
la música, los cuadros, el cine, las artes todas, cuanto eleva a los hombres a
dignos depositarios de la imagen y semejanza de Dios, nacen del ocio.
Fue gracias al ocio —en uno de esos días
en los que se para uno a ver crecer la
hierba y no contribuye al crecimiento del sistema imperante— como me puse a
investigar acerca de Boris Vian, lo que acabó llevándome a incluir la palabra imaginación en el título de esta pequeña
reflexión.
La
espuma de los días es un libro harto particular, con
peculiares ingenios, animales parlantes, disparatadas ocurrencias y una
ambientación rayana en lo absurdo, en constante flirteo con el surrealismo. Su
autor, un ingeniero francés, músico de jazz, poeta, novelista, dramaturgo y no
sé cuántas cosas más, era sin duda un hombre de fecunda imaginación, y yo siento
una gran debilidad por los hombres así, tiendo a creer en sus palabras del
mismo modo en que creía Pascal las historias
cuyos testigos se hacían degollar: «de buena gana», ya que considero que
la imaginación es la herramienta más importante de la que dispone el hombre,
por mucho que los tiempos que corren se empeñen en castrarla.
Sumido en mi pequeña investigación, me
topé con este curioso dato: el Colegio de Patafísica le había nombrado “Sátrapa
Trascendente”. Si bien el título otorgado era ya de por sí extraño, el colegio
que expedía dicho título me desconcertó más aún.
La Patafísica, en resumen, fue una
vanguardia o movimiento cultural francés cercano al surrealismo que surgió a
mediados del siglo XX a raíz de la obra de Alfred Jarry: Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico. Su nombre es
fruto de un travieso juego con la expresión griega: "epí ta metá ta
physiká", es decir, 'lo que se encuentra encima de lo que está más
allá de la física' o incluso 'lo que se encuentra
encima
de la metafísica', poniendo de relieve el carácter jocoso y sardónico que dicho
colegio adopta respecto a la metafísica y los académicos consagrados a ella. Se
la conoce por tanto como la ciencia que se dedica a las soluciones imaginarias,
a resolver problemas que no necesitan ser resueltos. La excusa: estudiar lo
inútil permite comprender lo que una sociedad considera valioso e indispensable.
Estas últimas palabras —«estudiar lo inútil para comprender lo indispensable»—
se quedaron grabadas en mi cabeza con fuego. Algo me decía que la utilidad de
lo inútil (entendamos inútil como
aquello insustancial, vano, que no produce, que es propio del ocio, entendiendo
ocio en su acepción más siniestra)
estaba incluso más allá de la comprensión de lo valioso. Entonces recordé mi
punto de partida: ¿qué hacía Boris Vian a lo largo de La espuma de los días sino crear —imaginar— objetos y utensilios de
lo más estrafalarios, absurdos a priori, fantasiosos, amén de una trama de tan
onírica casi insostenible? La utilidad de lo inútil reside pues —pensé— en su capacidad imaginativa. Llegados a este punto, basta mentar a Julio Verne para que, de repente, el
hermoso ejercicio de soñar despiertos cobre una importancia sin precedentes, pues, como escribió Gilbert Durand: «comparados con
los pocos hombres que de hecho han aterrizado en la superficie gris y
polvorienta de la luna, son incontables los que han hecho "viajes en
sueños" de la tierra a la una a lo largo de los milenios»[3]. Podemos
deducir con facilidad, a través de tan breve sentencia, la importancia de la
imaginación a la hora de generar conocimiento. Soñar —despiertos— es casi la
antesala misma de la teoría y la experiencia. El propio Einstein se imaginó a
sí mismo sobre un rayo de luz y fue así como dilucidó su teoría de la
relatividad, teoría que, como ya ocurriera con Galileo y tantos otros, cambió
para siempre la óptica de la ciencia. De modo que no sólo llegamos a la luna,
en primer lugar, por ser capaces de imaginar que llegamos a ella, sino que
además cambiamos la realidad como la conocemos, la percepción que de ella
tenemos —las implicaciones de la relatividad, por ejemplo— gracias a un
ejercicio de imaginación.
Los grandes
genios de la humanidad alcanzan sus más importantes conclusiones, concluyen sus
más profundos trabajos, gracias a una especie de éxtasis momentáneo, inefable,
una iluminación. Esa percepción que los conducen a las inigualables
cumbres del pensamiento, fue definida por el físico David Bohm como «un relámpago
de intuición muy penetrante, que es básicamente poética»[4].
El físico estadounidense utiliza con gran acierto la palabra «poética»,
pues poesía proviene
del griego poieien, que es crear, o hacer, y que liga la naturaleza del científico eureka a la de la inspiración que hasta ahora habían monopolizado,
de alguna manera, los artistas.
Coherente con sus planteamientos, David Bohm
señalaba —en la misma obra referenciada en la cita anterior— que la labor del
pensamiento no es difundir un esquema sobre “cómo son las cosas”, sino hacer
surgir nuevas percepciones. Esto es de suma importancia, puesto que se deshace
de las apolilladas concepciones del blanco
o negro al que tan acostumbrados
nos tienen los académicos. No hay una forma final de pensamiento, por la misma
razón que no hay un poema final y último, perfecto, que nos impida seguir
escribiendo poesía después de Garcilaso, Pedro Salinas, Rilke o Whitman. Recordemos
las palabras de Apollinaire: «los grandes poetas y los grandes artistas tienen
por función social renovar sin cesar la apariencia que reviste la naturaleza a
los ojos de los hombres»[5]. Tanto
el arte como la ciencia pretenden hacernos comprender el mundo, y por tanto, al
hombre; pretenden entregarnos nuevas formas de percepción, nuevos modelos de
realidad —una realidad en constante cambio y en la que todo está conectado—, y
esto lo realizan ambas disciplinas a través de actos poéticos que, en gran
medida, nacen de la imaginación, a la que podemos considerar la auténtica
escultora de nuestra realidad, la que nos lleva a la luna, la que descubre la
relatividad, la que nos dice cómo es —o sea, cómo vemos— el mundo, la que
cambia los paradigmas de la naturaleza de la realidad con el paso de los
siglos.
De modo que no se nos antoja ya tan
insustancial la respuesta de Colin al profesor. La ociosidad, lo aparentemente
inútil (el libre aprendizaje y el amor —el amor siempre— en contraposición con
la incesante producción de lo material y la ciega cerrazón de lo dogmático),
puede ser el abono perfecto para que nuestra imaginación campee a sus anchas y
nos brinde la inspiración con la que construir un mundo nuevo, y no se me
ocurren tiempos más necesitados de sana inventiva que los de hoy día. Debemos
sacudirnos las cenizas de cómo son —o deben ser— las cosas y crear una nueva manera
de ver el mundo. Hoy más que nunca necesitamos la imaginación y la creatividad;
hoy más que nunca es la poesía esa arma cargada de futuro. Hoy, más que nunca,
debemos aprender cosas y amar a Chloé.
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