Alejandro Molina Carreño
—La
primera vez que me dijeron que Dios se escribía siempre con mayúscula, porque
se refería a DIOS padre y creador, fue en el colegio. Si «Rogelio» se escribe
con mayúscula, ¿cómo no iba a escribirse así «Dios»? Yo había escrito en un
dictado «dios», así, con minúscula. Cuando la maestra lo vio tachó con un
rotulador rojo la palabra y me explicó que Dios va siempre con mayúscula. Esa
vez, lo recuerdo bien, sentí miedo al pensar la de veces que me habría saltado
una regla tan importante. Yo era muy creyente de pequeño; no me preguntes por
qué, ni yo mismo lo sé. Mis padres eran católicos al uso, o sea, de los que
bautizan a sus hijos y abren así la veda a la inercia que te lleva a hacer la
primera comunión y deja de contar, de modo que de ir a misa, rezar o hablar de
Dios, nada de nada. Tampoco tenía una tía especialmente creyente o una abuela
beata, ni se me apareció la Virgen o el santo de turno. Se ve que durante el
catecismo, o donde fuese, cuando me hablaron detenidamente del cielo, del
infierno, de Adán, Eva, Moisés y Noé, toda esa mierda, debió de impresionarme
muchísimo. No encuentro otra explicación. Una vez, en un examen de matemáticas
en el colegio, me quedé parado delante de un problema que no me salía. Yo era
muy repelente por entonces y quería sacar en todo un diez, así que la idea de
entregar un examen sin terminar me superaba. Quedaba muy poco para que acabara
la clase, y no había manera de resolver el dichoso problema. Entonces me fijé
en el crucifijo que había sobre la pizarra, al lado del cuadro del Rey Don Juan
Carlos, y me puse a rezar a Dios con todas mis fuerzas para que me echase un cable,
para que me ayudara a resolver el problema. Pues bien, al momento tuve una
iluminación, y listo: problema resuelto. Me levanté, porque con aquello
terminaba el examen, y se lo entregué a la maestra, doña Rosa, que era mi
vecina (vivía en el piso de abajo y a veces incluso iba a su casa para que me
recordara qué deberes eran los que había mandado si se me olvidaban). En
aquellos años yo vivía donde trabajase mi madre, que también era maestra. Le
tocara el pueblo que le tocase, la mandaban siempre a las casas de los
maestros, que estaban al lado de los colegios, y allí hacinaban a todo el
funcionariado docente del pueblo de turno, lo que incluía a un buen montón de
críos como yo. Total, que le di el examen a doña Rosa y le dije: «señorita,
¿sabe lo que me ha pasado?»; «¿qué?», me preguntó ella; «que había un problema
que no me salía, y entonces he mirado la cruz y le he pedido al Señor que me
ayudase, y entonces lo he resuelto». Ella se rio y me dijo: «eso no ha sido
Dios, has sido tú, que eres inteligente». Ahora que lo pienso, qué lección de
doña Rosa, ¿no? Era una mujer muy apañada. Bueno, a lo que iba. La primera vez
que me di cuenta de que había escrito Dios tantas veces en minúscula, es decir,
sin el debido respeto, como si no saludas al entrar a casa, que tu padre se
molesta y te grita: «¡¿es que no vas a saludar?!», caí en la cuenta de que Dios
tenía que tener un mosqueo conmigo de tres pares. Y bueno, en realidad esto te
lo quería contar para que vieras lo creyente que era cuando crío, aun sin una
educación religiosa estricta. ¿Por qué la religión me había calado tanto?
—Sabía
exactamente a qué te referías, no hacía falta que diseccionases los recuerdos.
Ramón
era una persona ahorrativa como pocas. Las palabras se acumulaban en su cabeza
como monedas en una hucha. Pagaba su parte, sin alardear, y de vez en cuando te
invitaba a un par de frases. En ocasiones así las conversaciones sabían
realmente bien.
—Ya
sabes que soy algo manirroto —continué—. De todas formas, en el fondo no
pretendía convencerte de nada. El tema de la religión siempre me ha quitado el
sueño. He pensado en voz alta. Cuando pienso en Dios me viene a la cabeza la
cara de un viejo severo pero simpático, como un profesor de instituto que te
parece un capullo al principio, pero que luego resulta ser el tío del que mejor
recuerdo guardas, sólo que con el pelo blanco y una barba larga y blanca
también, como el que pintó Miguel Ángel (creo que todo el mundo ve a Dios como
lo pintó el toscano). Siento que vigila mis pasos, Dios, quiero decir, y que nunca
puedo tomar una decisión sin reparar antes en ese otro punto de vista, en qué
pensará Él de mí (ese «Él» también se escribe con mayúscula, algo que aprendí
más tarde), de lo que estoy haciendo. Supongo que será la conciencia. Soy como adicto
a la conciencia, no puedo pasar sin ella, hasta el punto de que soy incapaz de
atender mis apetitos por el mero hecho de atenderlos. Debo sopesar primero,
calcular en una balanza si la transacción es o no adecuada. Es como si yo no
pudiese ser yo al cien por cien, de forma animal, sin ese yo interno
taladrándote la sesera todo el día, distrayendo la atención de lo que realmente
quieres hacer. Porque en el fondo yo creo que cada uno debería vivir su vida
como le diera la real gana. Y me refiero a ser uno mismo, sin tapujos ni
moralinas. Las reglas más importantes son las que no están escritas. En fin, ya
estoy divagando otra vez. ¿Pero por qué será? ¿Por qué le pongo la cara de Dios
a mi conciencia? ¿Por qué no es un Pepito Grillo, algo que se pueda espachurrar
contra el suelo?
Ramón
lo dijo todo con su silencio.
—Sí,
sé cómo suena —continué de nuevo—. Es cosa mía, eso seguro. No entiendo bien
muchos de los axiomas sociales. Antes, cuando alguien me contaba cualquier
cosa, lo que sea, yo le daba inmediatamente categoría de verdad. Era inocente
como un niño. Ahora no me fío de nadie, pero estoy deseando poder fiarme de
alguien. Sea como fuere, yo me tragué todo el rollo religioso a raja tabla.
Fíjate si me lo tragué que cada vez que me acuesto doy gracias por disponer de
una cama, un techo y la esperanza de despertarme al día siguiente. ¿A quién le
doy las gracias? No lo sé. Pero la cara esa que antes te describía, la de las
barbas blancas y expresión de profesor-padre, la tengo en mente cuando pienso
esas cosas. Así que imagino que es a Él a quien van dirigidos mis lamentos,
porque no son más que lamentos, al fin y al cabo. Es decir, por un lado está
bien eso de apreciar lo que tienes, dormimos mejor cuando dormir es un
privilegio; pero si te das cuenta, he dicho: «la esperanza de despertarme al
día siguiente». Agradezco cada día vivido como si fuese un oasis en mitad del
desierto. Supongo que un día de vida es lo que más aprecio del mundo. Así que
doy gracias y espero que nadie escuche a mi subconsciente gritando: «¡regálame
otro día, regálame otro día!» Español hasta la médula. El lazarillo de los
dioses. Porque, al fin y al cabo, llámalo Dios, Zeus o Destino, la cosa es la
misma: a dónde te diriges. Uno busca su propia suerte, guía su propio destino y
se aprovecha de él en lo que puede. Si mirando a la cruz y pidiéndole a Dios la
solución de un problema de mates, resolví el problema, me aproveché de Él.
Total, lo único que un dios quiere de ti es que creas en él. Y ese «dios» va
con minúscula, porque se refiere a cualquier otra divinidad no cristiana, y por
tanto herética.
Nada
más callarme noté la garganta seca. El sonido de un vaso rompiéndose en el
suelo me devolvió a la realidad. Ramón y yo giramos la cabeza de forma
inconsciente. Un par de chicas reían en torno a los cristales rotos del suelo,
en los dos taburetes contiguos a los nuestros. El camarero refunfuñó y salió de
la barra con un recogedor y un cepillo. Le di un trago a mi copa y saqué un
cigarrillo. Ramón prendió su zippo antes de que pudiera pedirle fuego.
—¿Por
qué estaba hablando de todo esto?
—Te
remuerde la conciencia por haberle puesto los cuernos a Sara —contestó él.
Ramón
y yo miramos cómo barría el camarero los cristales. Yo miraba, pero no veía
nada. Las palabras de Ramón me demostraron una vez más en qué consiste hablar.
Una
de las chicas se nos acercó. Era alta y rubia, a medio camino entre una hippie
y alguna otra moda con un nombre más complicado y que seguramente me parecería
tan absurdo como el anterior. Sea como fuere, era guapísima.
—¿Tenéis
fuego?
Ramón
desenfundó con la elegancia de un espadachín y ofreció su zippo. Claro, con un
mechero así, cualquiera. La chica se encendió el cigarro.
—Gracias.
«No
hay de qué», dijo Ramón, con una sonrisa en el rostro. También las sonrisas
eran sabiamente economizadas por su parte, tanto que la más simple de las
sonrisas en su rostro, de puro extraña que era, resultaba fascinante. Y eso era
algo de lo que hasta una desconocida como aquella rubia podía darse cuenta. En
cierto modo, el rostro de Ramón se había habituado a la seriedad, pero a una
seriedad contemplativa, como de evasión. ¡Y cómo lucían las sonrisas, cómo
fluían las palabras por su boca! Mientras tanto, mis labios permanecieron
torpemente sellados.
Ramón
le preguntó a la chica si no se habían cortado, por lo del vaso, claro. Ella
rió y culpó a su amiga, quien, y cito textualmente: «va ciega como una perra».
La amiga, dándose por aludida en el cruce de miradas, se acercó a nosotros.
Morena, delgada; no estaba mal.
—¿No
pensabas traerme fuego?
Ramón
esgrimió de nuevo.
«Soy
Ana», dijo la morena. Entonces nos presentamos: Ramón, Ana; Ana, Ramón. Ramón,
Julie; Julie, Ramón. Yo me llamo Aitor.
—¿Venís
mucho por aquí? —preguntó Julie.
—Es
la segunda vez —contestó Ramón—. Estuvimos aquí en el concierto de unos amigos,
y nos gustó el sitio.
—Para
que luego digan que segundas partes nunca fueron buenas —dije yo.
Aún
recuerdo el escozor del pinchazo en el cogote provocado por semejante bobada.
No sé si Julie entendió por dónde iba. Ana seguro que no. Ramón se apresuró a
sonreír y cambió de tema. «¿Conocéis a esta banda? ¿Habéis estado en este pub?
¿Y en este otro pueblo? No me puedo creer que conozcas a Fulano», etc…
Creo
que eran las tres de la mañana cuando salimos del pub. Por una razón que aún no
logro comprender (no consideré su borrachera tan destructiva como para
suicidarse de ese modo), Ana se había abalanzado sobre mí una de las veces que
salí del baño, así que dejamos el local emparejados (lo de Ramón con Julie era
incuestionable).
Una
vez en la calle, Ana dijo que tenía bebida en su casa. Julie tenía coche y
estaba borracha. Aun así subimos al vehículo y fuimos a casa de Ana.
—Todas
mis novias han sido unas moralistas. Les encantaba ir de liberales, aunque
luego resultaron estar todas cortadas por el mismo patrón: el de la seguridad.
Los dos primeros años todo es romanticismo: les atrae que no tengas trabajo
fijo, que leas a Balzac o que defiendas con argumentos sólidos una postura
apolítica, e incluso pasan por alto que esté empezando a salirte buche. Pero entonces
tu cupón premiado vence y ella te suelta un sermón sobre por qué es importante
votar; Balzac pasa de interesantísimo autor a otra distracción sin utilidad
más, y lo peor de todo: te sugiere, con esa sutilidad femenina y de trazos
viperinos, que busques trabajo y hagas deporte. A partir de ese momento, puedes
apostar que se acabó el amor. Es ahí, justo cuando ellas se comportan como
niñas, cuando te echan en cara tu falta de madurez. Bueno, eso ha sonado
demasiado a despecho. Ya sabes que me refiero a ella. Me he propuesto
deshacerme de mis prejuicios.
—Suerte con eso
—soltó Ramón, junto con una bocanada de humo. Fumábamos en el balcón de casa de
Ana.
—Es verdad
—continué—. Quiero ser una buena persona. Tengo la cara de tú ya sabes quién en
la cabeza (¿va ese «quién» con mayúscula?), echando por tierra todas las
justificaciones que me invento. De pequeño me echaba un cable con las mates, y
ahora me atormenta con esa mirada misteriosa, juzgando en silencio. Ya sabes a
qué mirada me refiero, esa que te da ganas de decir: «¿qué pasa? ¿Qué problema
tienes?». Es esa incertidumbre lo que me mata. Bien pensado, es como una mujer:
es imposible comprenderlo. Pero mírame, tampoco entiendo una mierda de la
teoría de cuerdas y puede que sea víctima, o parte, mejor dicho, de la realidad
que describe. Con una mujer es igual, está ahí, rige tu vida, pero no sabes
cómo funciona. Y quieres saberlo. Te preguntas: «¿qué tendrá esta mujer en la
cabeza?». Es el tipo de preguntas que te haces cuando algo es absolutamente
incomprensible: «¿qué ocurrirá tras la muerte? ¿Por qué vuelan los aviones?».
Una prima mía me dio una vez algo parecido a una respuesta. Me dijo que las
mujeres necesitan sentirse seguras. Nunca en mi vida he estado con una tía que
se sintiera segura conmigo. Mírame, soy un tirillas. Pero más curioso aún es la
seguridad en sí, el significado maternal de la palabra. En el fondo, creo que
tienes que ser capaz de matar a un oso, si se dieran las circunstancias, para
que una mujer te aguante toda la vida.
Ramón apagó el
cigarrillo en una lata de cerveza vacía. Las luces de la ciudad brillaban como
luciérnagas atrapadas, lucían con el nerviosismo de un pájaro enjaulado. Ramón
llevaba puesta una bata rosa. Yo no podía salir de la cama sin mis vaqueros,
pero no llevaba nada de cintura para arriba, y empecé a sentir algo de frío.
—¿Qué hora es?
—preguntó Ramón.
—Son casi las
seis. No tardará en amanecer.
—Nos largamos.
—La verdad es
que no me gustaría dormir aquí.
Entré en el
dormitorio de Ana sigilosamente. Me hubiera gustado decir que dormía, pero entra
dentro de lo posible que lo estuviera fingiendo. Cogí mis cosas y esperé a
Ramón en la entrada.
—Creo que no se
trata de mí —le decía mientras esperábamos el ascensor—. Si he sido tan
inocente a lo largo de mi vida, es decir, si lo reconozco con tanta facilidad,
si sé que lo soy, debería haber cambiado. Me refiero a eso que dije antes, lo
del lazarillo de los dioses —el ascensor emitió un pitido y las puertas se
abrieron; dejé pasar a Ramón primero y luego pulsé el botón con la B—; no estoy
tan seguro de ser yo quien lleve, ¿cómo se dice?, las riendas de mi destino. Es
más bien al contrario. Me he propuesto cambiar. Quiero ser mejor persona.
Quiero dormir tranquilo por la noche, sin arrodillarme entre las sábanas para
suplicar que se me entregue un día más a pesar de mis errores. Y no hay manera.
Por mucho que lo intente, me es imposible cambiar. ¿Por qué? Ahora lo veo
claro: porque había tratado de engañarme a mí mismo. Creía que entendía de qué
iba todo esto; me decía: «las cosas son así, se hacen por esto y por esto otro,
y si no lo haces bien, el barbudo se te aparecerá por la noche y no te dejará
tranquilo». Pero yo no entiendo la teoría de cuerdas. El barbudo no tiene por
qué estar ahí, soy una víctima de mi propio destino. Yo aquí no dirijo nada. Y
si no, ¿por qué hemos acabado aquí esta noche?
El ascensor se
detuvo y emitió otro pitido. Me disponía a salir cuando Ramón me puso una mano
en el hombro.
—Con ésta le
has puesto ya dos veces los cuernos a Sara —me dijo—. ¿No vas a decírselo?
Reflexioné
apenas unos segundos, sin fruncir siquiera el ceño.
—Joder —dije—,
¿es que no has escuchado nada de lo que te he estado diciendo?
Entonces di un
paso para salir del ascensor, y noté cómo su mano se resbalaba por mi espalda.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
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