¿DÓNDE
ESTOY? [1]
Alejandro Molina Carreño
Julia
vivía a las afueras de la ciudad, en una coqueta casita de campo que acababa de
comprar junto con su marido, a más de un kilómetro de distancia de la casa más
cercana. No había pegado ojo en toda la noche, de manera que había recurrido al
café para permanecer despierta durante el día, tal y como dictan las normas
sociales. Le gustaba sentir el calor de la taza en sus manos, ver cómo el vapor
que salía de la misma ascendía y se interponía, durante apenas unos instantes,
entre sus ojos y el césped de casa, que se dejaba ver en todo su esplendor a
través del gran ventanal del que disponía la cocina. Absorta en su
contemplación, advirtió de pronto la figura de un hombre que se acercaba a la
puerta de casa, como surgido de la nada. ¿De dónde había salido?
Tocó a la puerta cortésmente. Julia fue hasta allí y echó un
vistazo por la mirilla. Se topó con la imagen ovalada de una especie de doctor
de unos sesenta años, barba blanca, pelo canoso y encrespado, con unas gafas de
pasta enormes y vestido con una larga bata blanca. El hombre decía «hooooo-laaaa» con pasmosa lentitud y
marcada pronunciación, mientras dibujaba semicírculos en el aire hacia un
sentido y luego hacia el contrario, como un limpiaparabrisas. No se movía del
pequeño porche, y seguro de que le estaban observando, gesticulaba sobremanera,
diciendo: «me-llaaa-mo-Ber-naar-do»,
con el dedo índice hincado en su pecho. Julia fue entonces a la
cocina a por algo de comida y a continuación volvió a la entrada. «Ne-ce-si-to que…», comenzó a decir el
viejo, que se vio interrumpido al abrirse frente a él la puerta.
Julia permanecía firme como un soldado, con un cartón de leche y una barra de
pan en las manos frente a él.
—Tome —dijo ella, con amable reproche, acercándole la comida—.
Coma algo, que siempre que os doy dinero acabáis comprando whiskey.
—¡Pero si habla mi idioma! —gritó con júbilo quien momentos
antes se llamó a sí mismo Bernardo; acto seguido enmudeció con una mano en la
boca y otra en la cadera—. Son tantas las posibilidades… Dígame, si es tan amable:
¿dónde estoy?
—¿A qué se refiere? – preguntó Julia, desconcertada -. ¿No
quiere la leche y el pan?
—No he venido por eso, pero se lo agradezco. ¿Dónde estamos,
por favor? A juzgar por la vegetación parece…
—Granada —se adelantó Julia.
—¿Granada? —Bernardo ahogó una inesperada desilusión—.
Bueno, no tiene por qué ser una mala noticia…
Julia clavó su mirada en Bernardo, que miraba al cielo con
semblante pensativo, casi ausente, haciendo movimientos frenéticos con sus
dedos, como si contase una cifra desmesuradamente grande.
—Oiga —le
dijo al comprobar que no reaccionaba—, ¿qué
hace usted aquí?
Bernardo volvió en sí.
—Verá, señorita…
—Señora —le corrigió Julia.
—Señora —Bernardo hizo una pausa que otorgó a su voz una
gravedad corrosiva—. Verá usted: acabo de viajar en el tiempo.
—¿Qué? —Julia apretó en sus puños una inocente ilusión, una
ilusión capaz de iluminar sus ojos.
—Sé que suena extraño, pero…
—Espere, espere, ¡tiene usted que pasar ahora mismo! —Julia
se acercó a él y le colocó una amable mano en la espalda, cediéndole la
iniciativa de entrar en su casa—. Vamos, vamos, entre, no sea tímido.
Bernardo accedió sin rechistar, desconcertado. Siguió a
Julia, que dejó a su invitado en el salón y salió disparada por un pasillo
gritando: «¡Jorge, Jorge!».
Jorge golpeaba la máquina de escribir con ambos dedos índice
como una bomba extractora tratando de sacar petróleo de las entrañas de la
tierra. Julia abrió la puerta sin llamar antes, cosa que molestaba, y mucho, a
Jorge.
—¡Amor! —gritó ella, sin soltar la manivela de la puerta—.
¡Tienes que venir ahora mismo al salón!
—Te tengo dicho que no entres así, de sopetón —le recriminó
Jorge con voz fría como un folio en blanco—. Estoy tratando de
escribir.
—Por eso mismo te he llamado. Ven, no seas tonto.
—¿Pero qué pasa?
Julia fue hasta él y acercó su boca a la oreja de Jorge. Tan
pronto como escuchó lo ocurrido se levantó de un salto.
Bernardo observaba con los ojos como platos el mobiliario de
la casa. ¿En qué época se encontraba? No había televisión, teléfono, ordenador
o reloj digital a la vista. El salón era un pequeño y acogedor cubículo con una
presidencial chimenea de ladrillo visto, con un hermoso fuego encendido,
custodiada por dos sillones viejos a cuyos pies se extendía una peluda alfombra
color vino, nada ostentosa. Todo resultaba demasiado familiar, extrañamente
contemporáneo a pesar de la evidente ausencia de tecnología. Una barra
americana separaba el salón de la cocina, la parte más retrógrada de la casa.
Como antesala a tan simpático rincón se topó con una vulgar mesa de madera
rodeada de sillas y un par de grandes estanterías con libros. ¡Libros! ¿Serían
ellos la respuesta?
Bernardo se acercó a los estantes dispuesto a fechar la
vivienda en base a las obras allí almacenadas, pero tan pronto como seleccionó
una edición de La guerra de los mundos, de H.G. Wells, Jorge y su mujer
hicieron aparición.
—¡Hola! —gritó Jorge, entusiasmado.
—Hola… —dijo Bernardo, sin apartar la mirada de todas
partes, con el libro en la mano.
—Me llamo Jorge —su sonrisa parecía hija de una curva
imposible.
—Encantado. Yo soy Bernardo.
Se dieron un cálido apretón de manos, con fuerza suficiente
por parte de Jorge como para confundirlo con una felicitación por haber logrado
lo imposible.
—Siéntese, por favor —dijo Jorge, que actuaba con la grácil
impaciencia de un grato anfitrión—. Julia, ¿por qué no traes algo de café?
Su mujer, visiblemente emocionada, hizo una inclinación con
la cabeza y fue a la cocina. Tampoco el idioma parecía sufrir grandes cambios
en aquellos sus huéspedes, lo que constituía una pista menos.
Los dos hombres se sentaron en sendos sillones frente a la
chimenea. Jorge lo hizo con impaciencia contenida, y Bernardo con tensa frialdad,
repasando de arriba abajo a aquel hombre, cuya vestimenta o aspecto, al igual
que ocurría con la mujer, no permitían deducir época alguna.
—Así que… —comenzó a decir Jorge, para después interrumpirse
a sí mismo—. ¡Un momento! Vuelvo enseguida.
Bernardo, atónito, vio cómo Jorge se perdía por el pasillo y
regresaba con una libreta y un bolígrafo.
—Así que… —continuó Jorge, tomando asiento.
—Oiga —le interrumpió Bernardo—, no quisiera importunar,
pero es muy importante que…
—Sí, sí, sí —dijo Jorge, haciendo lo propio—. Me lo ha
contado todo mi mujer —achicó sus ojos tanto como el tono de su voz—: usted ha
viajado en el tiempo.
Julia regresó con dos tazas. Bernardo aceptó una, aún
humeante, con ambas manos. Aspiró el vapor con fuerza, como si el aroma del
café albergase el misterio de los siglos. Julia se fijó en él y sonrió.
—Mi marido aún no le ha contado nada, ¿verdad? —dijo,
sentándose en el brazo del sillón donde descansaba el mismo. Bernardo negó con
la cabeza, y Jorge se disculpó con la mirada—. Perdone que le hayamos abordado
de este modo —continuó Julia—. Mi marido es escritor, y se da la feliz
coincidencia de que está escribiendo un relato sobre un hombre que viaja en el
tiempo. ¡Imagínese! Al decirme usted de dónde venía no he podido ocultar mi
entusiasmo.
—Interesante —dijo Bernardo—. Sin embargo, deben comprender
que…
—Seis meses —volvió a interrumpirle Jorge—. Seis meses llevo
con esta historia y no hay manera de sacarla adelante. Estoy frustrado.
—Lo lamento profundamente —añadió Bernardo—. Pero deben
comprender que…
—Tiene que contarme lo ocurrido —Jorge miró al cielo, como
si hablase con el Altísimo, justo antes de dirigir de nuevo sus ojos a Bernardo—.
Paso a paso, por favor. Con sólo su presencia ya puedo verlo todo más claro —Jorge
se puso en pie y alzó un brazo hacia el infinito—. «El pasado que vendrá» —enunció
con voz de anuncio televisivo—. O mejor: «un futuro pasado de moda» —entonces
se sentó otra vez, ante el asombro de Bernardo—. Bueno, el título está aún por
decidir, claro. Debemos empezar por el principio. ¿Le importa que tome nota?
—¿Cómo dice?
—Que si le importa que escriba lo que ha sucedido. Usted me
lo cuenta y yo lo voy convirtiendo en relato. ¿Le parece bien?
—Claro, claro —confesó Bernardo, acomodándose en el sillón—.
Es sólo que lo primordial en este momento…
—Sí, sí —se apresuró a decir Jorge—. Conozco la importancia
de un título, pero creo que será mejor que esperemos a terminar la historia
para bautizarla como es debido. No se preocupe. ¿No le gusta el café?
—¿El café?
—He visto que no lo ha probado.
—Ah, bueno… —Bernardo permanecía estupefacto, con la taza en
las manos.
—Vamos, beba. Le hará entrar en calor.
Bernardo obedeció.
—Ahora cuénteme —dijo Jorge, adoptando postura de atleta
literario.
Bernardo, incapaz de encontrar un modo mejor de comunicarse
con la pareja, accedió a relatar la historia desde el principio. Al fin y al
cabo aquello le ayudaría a ordenar sus propias ideas, las cuales padecían el
aturdimiento característico de un viaje de sus características.
—Veamos… —comenzó Bernardo, dejando que el crepitar del
fuego hiciese de ancestral antesala a su narración—. Yo estaba en mi
laboratorio —Jorge empezó a tomar nota como loco—. Acababa de terminar una
serie de importantes cálculos en mi pizarra, esenciales para el desarrollo de
mi proyecto. Llevaba trabajando en ellos más de veinte años y por fin había
dado con la clave de todo.
Julia asomó su cabeza a la libreta de su marido, donde leyó:
El
profesor Ben hacía cálculos en su gran pizarra, repleta de símbolos y
ecuaciones tan complejas para el común de los mortales como un jeroglífico
egipcio, pero igual de exóticas que éstos.
—Me di cuenta —continuaba Bernardo—, de que, en términos de
relatividad… Un momento; ¿saben lo que es la relatividad? Porque de ser así no
he debido retroceder demasiado en el tiempo, si es que lo que he hecho ha sido
retroceder.
—Sí, sí, Einstein y todo eso —dijo Jorge.
—Yo no tengo ni idea de física —añadió Julia—. Me cuesta
averiguar si la vuelta de la compra me la han dado como debían…
—Así que Einstein y todo eso... —dijo Bernardo, molesto—.
Oiga, acabo de pulsar un botón, entrar en una cabina espacio-temporal y
aparecer aquí sin más. ¿No cree que tengo derecho a saber…?
—¿Una cabina? ¿Hay una cabina espacio-temporal? —preguntó
Jorge entusiasmado.
—Claro que hay una cabina —contestó Bernardo, tan ofendido
por la duda como dispuesto a disfrutar de sus bien merecidos quince minutos de
fama—. Se trata de un diseño propio realmente complejo. Consta de…
Bernardo dio lugar a una larga explicación técnica
prácticamente incomprensible. Jorge anotó la descripción con sumo detalle,
aunque otorgándole un toque personal aquí y allá, dejando caer alguna que otra
pusilánime metáfora.
«Esto se escribe solo», dijo al término de la descripción.
Julia volvió a leer, orgullosa, las palabras de su marido:
En
ese momento, el fruto de su trabajo pendía de un ridículo botón, un círculo
rojo de tres centímetros de diámetro diseñado así en sardónico homenaje a
cuantos le tomaron alguna vez por loco, un simple botón encargado de brindar el
más detallado, hermoso y nuevo génesis a cualquiera que lo pulsase.
—Así que lo pulsé, y aparecí aquí —concluyó Bernardo.
—No sabe usted lo importante que es esto para mí —añadió
Jorge.
—¿Y desde cuándo, o desde dónde…? —dijo Julia—. Es decir,
¿de qué época procede usted?
—Eso es lo que trato de averiguar desde que he llegado
—Bernardo dejó la taza de café en el suelo e inclinó su espalda hacia delante—.
¿En qué año estamos?
—Dos mil catorce —contestó Julia.
—No es posible —dijo Bernardo, dejándose caer pesadamente en
el respaldo de su sillón. Su cabeza empezó a desarrollar un inesperado cálculo
tras otro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jorge, en vilo.
Bernardo no respondía.
—¡Oiga! ¿Qué ocurre? —repitió.
—No he cambiado de año.... —contestó Bernardo. Su cara era
un auténtico poema, y de los malos—. Cuando entré en la cápsula era el dos mil
catorce también... Deprisa, ¿qué día es
hoy?
—Veintisiete de febrero —contestó Julia, en postura de
cazador de respuestas.
—El mismo día… —musitó Bernardo, confuso—. Debe haber algún
error…
El viejo se puso en pie y comenzó a dar vueltas por el
salón, bajo la atenta mirada de la pareja.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jorge.
—Es el mismo día... —contestó con lentitud Bernardo—. Ha
sido hoy, veintisiete de febrero, cuando he entrado en la cápsula.
—¿Quiere decir que no ha viajado en el tiempo?
Jorge le pasó la libreta a Julia, que la recibió como se recibe
el cáliz un cura. Había un tono bastante claro de decepción en su pregunta.
—Debe haber algún error —dijo Bernardo, pensativo—. He
entrado en la cápsula y he aparecido aquí, pero todos los cálculos eran
correctos. De hecho me he materializado en otro punto del espacio, eso es
indudable. He debido viajar de algún modo. ¿Qué sentido tendría si no que me
transportase hasta aquí? ¡Ya sé! ¡La hora! Era de noche cuando viajé. ¿Qué hora
es?
Jorge miró su reloj.
—Las nueve de la mañana —contestó.
Bernardo comenzó a saltar y a bailar de manera histriónica
por el salón, frenético, poseído, fuera de sí.
—¡Lo he hecho! —gritaba—. ¡He viajado en el tiempo! ¡Acabo
de hacer historia!
Julia y Jorge intercambiaron sus miradas. Luego se las
devolvieron.
—¡Soy el primer hombre en viajar en el tiempo!
—Un momento —intervino Jorge con cierto disgusto—. Acaba de
decir que es el mismo día y el mismo año.
Bernardo fue hasta él y acercó su cara a la de Jorge hasta
el punto de que pudo oler el aroma a puro que desprendía su barba.
—¡Pero no es la misma hora! —le gritó entusiasmado
Bernardo—. ¿No se da cuenta? Yo entré en la cápsula a las seis de la mañana. ¡Y
ahora son las nueve! ¡He viajado al futuro!
Jorge se puso en pie despacio, como si soportase un terrible
peso que le impidiera valerse de sus rodillas con la acostumbrada normalidad de
siempre. Julia recogió las tazas de café y se fue, silenciosa, a la cocina.
—A ver si lo he entendido —dijo Jorge—. Entró en la cápsula
a las seis de la mañana de hoy, y ha aparecido aquí a las nueve de la mañana.
—¡Exacto!
—Ha avanzado tres horas en el tiempo.
—¡He viajado tres horas al futuro!
—Así que no hay dinosaurios, ni centros comerciales en la
luna, ni nada parecido.
—¿A qué se refiere? ¿Es que no se da cuenta de lo que esto
supone? ¿No le sorprende?
—Bueno, sin ánimo de ofender, me he echado siestas que me
han transportado a un futuro más lejano, para que me entienda…
Bernardo enmudeció. Jorge le puso entonces una mano en la
espalda, un gesto que Bernardo pudo identificar ya como una familiar y
característica invitación a alguna parte.
—En fin —dijo Jorge—, ha sido un placer conocerle.
—¿Cómo? ¿No quiere saber más? ¿No iba a escribir la
historia?
—No es lo que estaba buscando, la verdad…
—¡Pero es un viaje al futuro! ¿Sabe cuántas aplicaciones
tiene un hecho como éste en la ciencia?
—A mí si no ha visto a Jesucristo, a Carlomagno o a los
habitantes de Marte, poco me interesa.
Jorge le empujó sutilmente con la mano y ambos emprendieron
una corta marcha hacia la puerta de entrada.
—Cuando viaje de verdad al futuro venga a vernos —dijo Jorge—.
¿Lo hará?
—Pero bueno, ¿usted qué se ha creído? ¡Ya he viajado de
verdad! ¡Y tres horas nada más y nada menos!
—Si está muy bien, está muy bien... Pero yo no puedo
mandarle a mi editor un relato sobre un hombre que entiende por futuro el
momento en el que termina de ver Ben-Hur.
—Esto es indignante... ¡Indignante!, ¿me oye?
Jorge abrió la puerta y cedió el paso a Bernardo, que salió
afuera como por inercia.
—Vaya a contárselo a sus colegas científicos —dijo Jorge a
modo de despedida—. Y vuelva cuando haya impedido que Hitler se dejase bigote,
por ejemplo. Ha sido un placer.
Bernardo, boquiabierto, vio cómo le cerraban la puerta.
Jorge volvió a la cocina, donde su mujer preparaba tostadas
y olía a mantequilla y mermelada de melocotón.
—A cualquier cosa le llaman viajar en el tiempo —le dijo
antes de robarle un bocado de su tostada—. Me temo que nunca terminaré de
escribir esta historia.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
[1] Relato perteneciente al libro de relatos "Dios se escribe con mayúscula", Alejandro Molina Carreño.
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