EL CINE COMO HERRAMIENTA HISTÓRICA
—Reflexión sobre Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski—
Alejandro Molina Carreño
Alejandro Molina Carreño
“En el cine es necesario
no explicar, sino actuar sobre los sentimientos del espectador, y la emoción
que es despertada es lo que provoca pensamiento.”[1]
Ante todo, que quede claro: vamos a
hablar de una película. Sin embargo, no digo esto para disculparla o disminuir
su nivel de relevancia, sino para que quede constancia de que a partir de ahora
nos las veremos con los entresijos de un lenguaje que responde a normas propias
que nada tienen que ver con las establecidas por los académicos de la historia,
para quienes su disciplina es únicamente abordable mediante prolijas obras de
enfermizo detallismo y competitivas referencias. Considero abiertamente que el
séptimo arte es perfectamente capaz de hacer importantes aportaciones a la
comprensión de la historia aun manejando herramientas ajenas (incluso
consideradas por la mayoría como impropias) a las labores de Clío, al igual que
tengo a la película Andréi Rublev por
uno de los más elevados ejemplos de esto que defiendo.
De este modo pretendo
evitar el molesto debate acerca de si el cine es o no susceptible de utilizarse
como fuente o transmisor de conocimientos históricos, por lo que el lector que
mantenga una opinión contraria a la que yo expreso puede, si así lo desea,
dejar de leer este breve artículo en este mismo instante.
Cuando se publicó en 1964
el guión de Andréi Rublev en la
influyente revista de cine “Iskusstvo Kino”, fue extensamente discutido entre
historiadores, críticos de cine y lectores ordinarios. Sin embargo, la
discusión no se centraba en los aspectos artísticos que corresponden a toda
obra cinematográfica, sino a su apartado sociopolítico e histórico, lo que no
viene sino a demostrar el increíble poder de calado que el cine tiene en la
sociedad. No obstante, Tarkovski había dicho al respecto que ésta «no será una
película ni histórica ni biográfica»[2]. ¿Cómo es posible, por
tanto, que no sólo la incluyamos en el género que el mismo Tarkovski descarta y
que tantos críticos discutieron, sino que además la consideremos un elevado ejemplo
de ejercicio histórico?
Para contestar a esta
pregunta, ruego se me permita presentar una nota del libro del propio director:
Esculpir en el tiempo, quizá un tanto
extensa, pero sin duda acertada, pues no hay nadie más capacitado que el autor
mismo para hablar de su concepción y sus pretensiones:
«Uno de los fines de nuestro trabajo
era el reconstruir para un público moderno el siglo XV tal y como era: esto es,
el presentar ese mundo de tal manera que ni el vestuario, ni el lenguaje, ni
las costumbres o la arquitectura diesen al público la sensación de ser una
reliquia o una rareza de anticuario.
Para lograr el grado de verdad que da
la observación directa, lo que se podría llamar verdad fisiológica, teníamos
que alejamos de la verdad arqueológica y etnográfica. (…) Puesto que vivimos en
el siglo XX nos es imposible el filmar directamente un material de hace seis
siglos (…) Nuestro conocimiento de esa época es totalmente distinto al de la
gente que la vivió; tampoco pensamos a la Trinidad de Rubliov de la misma
manera en que sus contemporáneos la pensaron y, sin embargo, ha continuado viva
a través delos siglos: estaba viva entonces y lo sigue estando ahora, y ése es
un lazo entre la gente de ese siglo y la de éste».[3]
Tarkovski quiere que el espectador utilice su mirada contemporánea para
ahondar en las dificultades de un tema que no ha variado desde la época de
Rublev a nuestros días, esto es: la inextricable unión entre el artista y su
tiempo. El valor de este punto de partida reside en el enfoque artístico anotado
por el director respecto a la Trinidad de Rublev, y que Víctor Erice
acertadamente señala como «el único lazo capaz de unir a la humanidad con su
pasado», en una sociedad «desposeída de la tradición y la experiencia del
tiempo cíclico»[4].
La Historia, al comprenderla en su sentido lineal, nos vela la posibilidad de
observar con acierto aquello que es atemporal y se repite de manera circular,
regalándonos, si permanecemos atentos, relatos y testimonios que, de un modo u
otro, no dejan de ser coetáneos a nuestro tiempo. No en vano podemos escuchar
esta interesantísima línea de diálogo en una escena de discusión teológica
entre Teófanes y Rublev, mientras el ayudante de éste último limpia en el agua
—referente simbólico constante— los pinceles de su maestro: «sirvo a Dios y no
al hombre —dice el griego—. Respecto a los elogios, lo que se alaba hoy, se
injuria mañana. Se olvidarán de usted, de mí, de todos. Todo es vanidad y
cenizas. La humanidad ha cometido ya todas las estupideces y bajezas, y ahora
solamente las repite. Todo es un círculo eterno que se repite y se repite».
Rublev (definiendo su propio carácter) le recrimina a Teófanes su actitud, el
hecho de que tan solo resalte la faceta malvada del hombre, y es entonces, en
tan sencillo diálogo, cuando la visión personal y la visión de la época se
funden en un solo hecho delante de nuestros ojos, y convergen, en el mismo
celuloide, para mostrarnos la auténtica profundidad de esta obra, la
profundidad misma de la Historia.
Es precisamente por esta razón por la que considero esta película una
herramienta perfecta para comprender la Rusia del s. XV, a pesar de ser
desestimada por su propio creador como obra histórica. Tarkovski abole todo
exotismo porque tacha de teatral y excesivamente decorativos los artificios
empleados en las llamadas películas históricas, con el fin de hacerlas
plausibles: «exactitud histórica no significa reconstrucción de los hechos».[5] Como indicaba Ernst Gombrich,
los historiadores «no podemos dejar de mirar el arte del
pasado con el telescopio del revés. Llegamos a Giotto retrocediendo por la
larga ruta que parte de los impresionistas y pasa por Miguel Ángel y Masaccio,
y por consiguiente lo que primero vemos en él no es parecido al natural sino
contención rígida y altura majestuosa[6]». El famoso historiador
del arte abogaba por la imaginación histórica como herramienta para superar esta
lacra y poder así ajustar nuestra lente mental a cuanto la obra pretérita
abarcase, de manera que nuestro observar contemporáneo no se redujese a un
ejercicio descriptivo desde cierta posición elevada respecto a aquella de la
que procede la obra, sino que fuese capaz de aprehenderla. De esta manera, la documentación que el cineasta ruso llevó a cabo para
la preparación adecuada del guión no estaba dirigida a la erudición, sino a la
poda: necesitaban saber qué excluir, qué eliminar del libreto para no caer en
una mera recreación artificiosa, por otro lado irreproducible, de la Rusia del s.
XV que Rublev respiró. Este es el gran logro de Tarkovski, quien sin duda había
comprendido lo que las doctrinas taoístas intentan enseñarnos con tesón: el
vacío da forma al jarrón.
Al elaborar un marco histórico creíble, logra que el espectador se sumerja
en la narración de lleno (por otro lado magistralmente montada a través de una
reelaboración de la duplas ritmo/tensión en el cine), logra que no se desvíe un
ápice de la historia, que no se tope, en definitiva, con meras distracciones que
aparten sus ojos de lo realmente importante: qué está ocurriendo, y de qué
manera. Y es que ese es el poder del cine y, por tanto, de la imagen: la
absorción de la atención mediante la recreación. ¿Quién no ha escogido nunca,
ante la proposición de un amigo, a qué época de la historia le gustaría viajar,
en caso de que existiera una máquina que nos habilitase semejantes destinos?
Las películas son, qué duda cabe, las máquinas del tiempo más perfectas de las
que a día de hoy disponemos, y la película de Tarkovski resulta ser una de las
mejor engrasadas gracias al increíble ejemplo de adhesión marco-personaje que
es logrado en la cinta, con la que sentimos que hemos vivido en el tiempo
de Rublev, hemos comprendido al pintor sin verlo pintar, y hemos admirado su
obra de la manera más asombrosa: desde fuera pero siempre dentro de la película.
A pesar
de la sacrosanta poética aristotélica
que modeló la estructura básica del drama, el guión de Andréi Rublev indaga en
las posibilidades de una narración alternativa que permite al espectador
explorar facetas de las historias que a menudo quedan supeditadas al objetivo
del protagonista y que aquí, además de engrandecer la historia general, descubren,
y de qué manera, un amplio repertorio de los más recónditos rincones de la
psique del protagonista, conduciéndolo a una empatía absoluta con el espectador
difícil de alcanzar con el método tradicional. Rublev es pasivo, pero sentimos
que lo conocemos con mayor profundidad que aquellos a quienes se les “debe”
conocer a través de sus acciones. Son las circunstancias que le rodean una vez
abre los ojos —sale de su orden— las que se encargan de forjar esa mirada nueva
que adquiere, del mismo modo que forja la nuestra a medida que avanza la
historia. Su frustración, sus miedos, su moral, sus aspiraciones y sus
demonios, todo lo que modela su espíritu (y que por tanto se verá reflejado en
su obra), modela a un mismo tiempo el nuestro, hasta el punto de que incluso
nosotros mismos, al término de la película, sentimos que también hemos vivido
esa época, y más aún: que esa época ha forjado algo en nuestra alma, tal y como
lo hacía la guerra en el pequeño Iván del primer largometraje de Tarkovski:
«En definitiva, las mejores producciones del realismo
socialista han presentado siempre, a pesar de todo, héroes complejos,
matizados, han exaltado su mérito, teniendo cuidado de subrayar algunas de sus
debilidades. En verdad, el problema no es dosificar los vicios y las virtudes
del héroe, sino el discutir el propio heroísmo (…) El niño no tiene pequeñas
virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho
de él».[7]
Rublev no es el artista
que nos describen las fuentes o los manuales de arte, no es el que una película
histórica convencional nos habría presentado; Rublev es algo muy diferente, es
una época y una voluntad indesligables, es un artista en un momento de la
historia a través de imágenes, y no una figura hecha de frígidos renglones
sometidos a la apolillada aspiración de la asepsia. Tarkovski logra con este
retrato fílmico apoderarse de una Rusia muy concreta y plasmarla en una
película tal y como hace el pintor con su obra, a la manera que tan bellamente
describió Winston Churchill: «y entonces
la luz no es ya la de la naturaleza, sino la del arte».
Llegados
a este punto podemos formularnos la siguiente pregunta: ¿no ha sido mediante la
mirada personal e intransferible de Tarkovski —a través de los ojos de Rublev—
como hemos logrado interiorizar el espíritu de todo un siglo, y hasta saborear
sus virtudes y sus miserias? ¿Cabe imaginar un generador de conocimiento más
subjetivo, y a la vez, con resultados más perfectos, con rigor más destacado? Ha sido gracias al amplio
abanico de impresiones y sutilezas que la mente humana se complace en elaborar
ante la maraña de sensaciones que es el mundo, ante el remolino de percepciones
que del mismo se desprenden y de entre las cuales muchas de ellas resultan
incomprensibles a priori, que hemos podido formarnos una idea más que sólida
del siglo XV en Rusia, y de la particular obra del pintor, a quien en ningún
momento hemos visto sostener un pincel.
El factor nacional ha resultado, sin
duda, un elemento clave en la consolidación de nuestra experiencia, pues el
problema no está en si un personaje está más o menos a este lado o al otro de
un adjetivo, sino en qué valor da la sociedad a ese adjetivo, en este caso, la
sociedad medieval rusa. De hecho, en una entrevista de 1962 publicada en la
revista Cine Cubano, en la edición de
ese mismo año, Tarkovski, ensalzaba el cine de Buñuel y Kurosawa por su
carácter nacional. Defendía que el arte no podía ser cosmopolita, dado que sus
fuentes beberían siempre de un contexto concreto, de manera que, cuanto más
hondo llegue la raíz de dicho contexto, aquello que concreta una personalidad y
la diferencia del resto, más elocuente será el arte nacido del mismo, lo que
implicará un impacto inmediato en quien lo contemple. ¿De qué otra manera
podría tener yo la sensación, como he tenido, de haber vivido durante tres
horas y media en la Rusia del siglo XV? ¿De qué otro modo habría podido
interiorizar la obra de Andrei Rublev hasta el punto de estremecerme al
contemplar unos tonos dorados que más me conducían al rechazo que a la
admiración? ¡Qué minutos los finales! ¡Esa doble resurrección, la primera
verbal, en boca de Andrei Rublev, cuando dice que volverá a pintar, y la
segunda a través de la hoguera consumida, esas cenizas a las que Teófanes ya
hiciera alusión y de las que emergió, como todos sabemos, el Fénix!
Resultan especialmente conmovedoras las
últimas imágenes de la película, en las que podemos ver la obra pintada por un
pintor al que, repito: nunca vimos pincel en mano, por un pintor al que
contemplamos perdido en la inmensidad del blanco de una catedral sin frescos,
en cuyas paredes tan sólo arrojó pintura movido por la frustración. Imágenes
que además, en contraste con el blanco y negro del metraje, se presentan ahora
en color y reducidas a planos cerradísimos en los que apreciamos la más nimia
pincelada, el más escurridizo detalle, todo ello aderezado con la sublimidad
emocional de una música maravillosa. Ahora, y sólo ahora, tiene sentido
contemplar las pinturas, pues ahora y no antes llevan la huella de una persona
que tenemos la sensación de conocer, que sabemos por lo que pasó y con qué tuvo
que vérselas, ya fuera consigo mismo o con el momento histórico que le tocó
vivir. En estas pinturas, tras el relato cinematográfico, advertimos la huella
del artista en su vertiente más personal y temporal, podemos conmovernos y sufrir
con ellas porque lo hacemos con Andrei —con nuestros ojos a través de los
suyos— y con la Rusia entera de su época.
La emoción, sin duda, ha despertado en nosotros el Conocimiento. He aprendido Historia viendo cine, como no lo hice en la universidad. Y para ello me ha bastado tener predisposición a hacerlo.
La emoción, sin duda, ha despertado en nosotros el Conocimiento. He aprendido Historia viendo cine, como no lo hice en la universidad. Y para ello me ha bastado tener predisposición a hacerlo.
[1] Andrei Tarkovskii, "Iskat' i
dobivat'sia," Sovetskii
ekran 17 (1962) 9, 20. Cf.
Gideon Bachman, "Begegnung mit Andrej Tarkowskij," Filmkritik 1962 (12), pp. 548–552. Translation by
Robert Bird. Traducción propia al castellano.
[5]
Jozsef Veress, "Hüsség a vállalt eszméhez," Filmvilág 1969
(10), pp. 12–14 [Pol. trans. Barbara Wiechno].
[7] Carta de Jean-Paul Sartre
publicada por (y dirigida a) Alicata, el director del diario italiano l’Unitá el 9 de octubre de 1963. Revista de
Occidente nº 175 (diciembre de 1995), pp. 21-30).
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