Saturday, December 13, 2014

EL CINE COMO HERRAMIENTA HISTÓRICA

EL CINE COMO HERRAMIENTA HISTÓRICA
—Reflexión sobre Andréi Rublev (1966), de Andréi Tarkovski—

Alejandro Molina Carreño


“En el cine es necesario no explicar, sino actuar sobre los sentimientos del espectador, y la emoción que es despertada es lo que provoca pensamiento.”[1]

Ante todo, que quede claro: vamos a hablar de una película. Sin embargo, no digo esto para disculparla o disminuir su nivel de relevancia, sino para que quede constancia de que a partir de ahora nos las veremos con los entresijos de un lenguaje que responde a normas propias que nada tienen que ver con las establecidas por los académicos de la historia, para quienes su disciplina es únicamente abordable mediante prolijas obras de enfermizo detallismo y competitivas referencias. Considero abiertamente que el séptimo arte es perfectamente capaz de hacer importantes aportaciones a la comprensión de la historia aun manejando herramientas ajenas (incluso consideradas por la mayoría como impropias) a las labores de Clío, al igual que tengo a la película Andréi Rublev por uno de los más elevados ejemplos de esto que defiendo.
De este modo pretendo evitar el molesto debate acerca de si el cine es o no susceptible de utilizarse como fuente o transmisor de conocimientos históricos, por lo que el lector que mantenga una opinión contraria a la que yo expreso puede, si así lo desea, dejar de leer este breve artículo en este mismo instante.

Cuando se publicó en 1964 el guión de Andréi Rublev en la influyente revista de cine “Iskusstvo Kino”, fue extensamente discutido entre historiadores, críticos de cine y lectores ordinarios. Sin embargo, la discusión no se centraba en los aspectos artísticos que corresponden a toda obra cinematográfica, sino a su apartado sociopolítico e histórico, lo que no viene sino a demostrar el increíble poder de calado que el cine tiene en la sociedad. No obstante, Tarkovski había dicho al respecto que ésta «no será una película ni histórica ni biográfica»[2]. ¿Cómo es posible, por tanto, que no sólo la incluyamos en el género que el mismo Tarkovski descarta y que tantos críticos discutieron, sino que además la consideremos un elevado ejemplo de ejercicio histórico?
Para contestar a esta pregunta, ruego se me permita presentar una nota del libro del propio director: Esculpir en el tiempo, quizá un tanto extensa, pero sin duda acertada, pues no hay nadie más capacitado que el autor mismo para hablar de su concepción y sus pretensiones:

«Uno de los fines de nuestro trabajo era el reconstruir para un público moderno el siglo XV tal y como era: esto es, el presentar ese mundo de tal manera que ni el vestuario, ni el lenguaje, ni las costumbres o la arquitectura diesen al público la sensación de ser una reliquia o una rareza de anticuario.
Para lograr el grado de verdad que da la observación directa, lo que se podría llamar verdad fisiológica, teníamos que alejamos de la verdad arqueológica y etnográfica. (…) Puesto que vivimos en el siglo XX nos es imposible el filmar directamente un material de hace seis siglos (…) Nuestro conocimiento de esa época es totalmente distinto al de la gente que la vivió; tampoco pensamos a la Trinidad de Rubliov de la misma manera en que sus contemporáneos la pensaron y, sin embargo, ha continuado viva a través delos siglos: estaba viva entonces y lo sigue estando ahora, y ése es un lazo entre la gente de ese siglo y la de éste».[3]

Tarkovski quiere que el espectador utilice su mirada contemporánea para ahondar en las dificultades de un tema que no ha variado desde la época de Rublev a nuestros días, esto es: la inextricable unión entre el artista y su tiempo. El valor de este punto de partida reside en el enfoque artístico anotado por el director respecto a la Trinidad de Rublev, y que Víctor Erice acertadamente señala como «el único lazo capaz de unir a la humanidad con su pasado», en una sociedad «desposeída de la tradición y la experiencia del tiempo cíclico»[4]. La Historia, al comprenderla en su sentido lineal, nos vela la posibilidad de observar con acierto aquello que es atemporal y se repite de manera circular, regalándonos, si permanecemos atentos, relatos y testimonios que, de un modo u otro, no dejan de ser coetáneos a nuestro tiempo. No en vano podemos escuchar esta interesantísima línea de diálogo en una escena de discusión teológica entre Teófanes y Rublev, mientras el ayudante de éste último limpia en el agua —referente simbólico constante— los pinceles de su maestro: «sirvo a Dios y no al hombre —dice el griego—. Respecto a los elogios, lo que se alaba hoy, se injuria mañana. Se olvidarán de usted, de mí, de todos. Todo es vanidad y cenizas. La humanidad ha cometido ya todas las estupideces y bajezas, y ahora solamente las repite. Todo es un círculo eterno que se repite y se repite». Rublev (definiendo su propio carácter) le recrimina a Teófanes su actitud, el hecho de que tan solo resalte la faceta malvada del hombre, y es entonces, en tan sencillo diálogo, cuando la visión personal y la visión de la época se funden en un solo hecho delante de nuestros ojos, y convergen, en el mismo celuloide, para mostrarnos la auténtica profundidad de esta obra, la profundidad misma de la Historia. 
Es precisamente por esta razón por la que considero esta película una herramienta perfecta para comprender la Rusia del s. XV, a pesar de ser desestimada por su propio creador como obra histórica. Tarkovski abole todo exotismo porque tacha de teatral y excesivamente decorativos los artificios empleados en las llamadas películas históricas, con el fin de hacerlas plausibles: «exactitud histórica no significa reconstrucción de los hechos».[5] Como indicaba Ernst Gombrich, los historiadores «no podemos dejar de mirar el arte del pasado con el telescopio del revés. Llegamos a Giotto retrocediendo por la larga ruta que parte de los impresionistas y pasa por Miguel Ángel y Masaccio, y por consiguiente lo que primero vemos en él no es parecido al natural sino contención rígida y altura majestuosa[6]». El famoso historiador del arte abogaba por la imaginación histórica como herramienta para superar esta lacra y poder así ajustar nuestra lente mental a cuanto la obra pretérita abarcase, de manera que nuestro observar contemporáneo no se redujese a un ejercicio descriptivo desde cierta posición elevada respecto a aquella de la que procede la obra, sino que fuese capaz de aprehenderla. De esta manera, la documentación que el cineasta ruso llevó a cabo para la preparación adecuada del guión no estaba dirigida a la erudición, sino a la poda: necesitaban saber qué excluir, qué eliminar del libreto para no caer en una mera recreación artificiosa, por otro lado irreproducible, de la Rusia del s. XV que Rublev respiró. Este es el gran logro de Tarkovski, quien sin duda había comprendido lo que las doctrinas taoístas intentan enseñarnos con tesón: el vacío da forma al jarrón.
Al elaborar un marco histórico creíble, logra que el espectador se sumerja en la narración de lleno (por otro lado magistralmente montada a través de una reelaboración de la duplas ritmo/tensión en el cine), logra que no se desvíe un ápice de la historia, que no se tope, en definitiva, con meras distracciones que aparten sus ojos de lo realmente importante: qué está ocurriendo, y de qué manera. Y es que ese es el poder del cine y, por tanto, de la imagen: la absorción de la atención mediante la recreación. ¿Quién no ha escogido nunca, ante la proposición de un amigo, a qué época de la historia le gustaría viajar, en caso de que existiera una máquina que nos habilitase semejantes destinos? Las películas son, qué duda cabe, las máquinas del tiempo más perfectas de las que a día de hoy disponemos, y la película de Tarkovski resulta ser una de las mejor engrasadas gracias al increíble ejemplo de adhesión marco-personaje que es logrado en la cinta, con la que sentimos que hemos vivido en el tiempo de Rublev, hemos comprendido al pintor sin verlo pintar, y hemos admirado su obra de la manera más asombrosa: desde fuera pero siempre dentro de la película.
A pesar de la sacrosanta poética aristotélica que modeló la estructura básica del drama, el guión de Andréi Rublev indaga en las posibilidades de una narración alternativa que permite al espectador explorar facetas de las historias que a menudo quedan supeditadas al objetivo del protagonista y que aquí, además de engrandecer la historia general, descubren, y de qué manera, un amplio repertorio de los más recónditos rincones de la psique del protagonista, conduciéndolo a una empatía absoluta con el espectador difícil de alcanzar con el método tradicional. Rublev es pasivo, pero sentimos que lo conocemos con mayor profundidad que aquellos a quienes se les “debe” conocer a través de sus acciones. Son las circunstancias que le rodean una vez abre los ojos —sale de su orden— las que se encargan de forjar esa mirada nueva que adquiere, del mismo modo que forja la nuestra a medida que avanza la historia. Su frustración, sus miedos, su moral, sus aspiraciones y sus demonios, todo lo que modela su espíritu (y que por tanto se verá reflejado en su obra), modela a un mismo tiempo el nuestro, hasta el punto de que incluso nosotros mismos, al término de la película, sentimos que también hemos vivido esa época, y más aún: que esa época ha forjado algo en nuestra alma, tal y como lo hacía la guerra en el pequeño Iván del primer largometraje de Tarkovski:

«En definitiva, las mejores producciones del realismo socialista han presentado siempre, a pesar de todo, héroes complejos, matizados, han exaltado su mérito, teniendo cuidado de subrayar algunas de sus debilidades. En verdad, el problema no es dosificar los vicios y las virtudes del héroe, sino el discutir el propio heroísmo (…) El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él».[7]

Rublev no es el artista que nos describen las fuentes o los manuales de arte, no es el que una película histórica convencional nos habría presentado; Rublev es algo muy diferente, es una época y una voluntad indesligables, es un artista en un momento de la historia a través de imágenes, y no una figura hecha de frígidos renglones sometidos a la apolillada aspiración de la asepsia. Tarkovski logra con este retrato fílmico apoderarse de una Rusia muy concreta y plasmarla en una película tal y como hace el pintor con su obra, a la manera que tan bellamente describió Winston Churchill: «y entonces la luz no es ya la de la naturaleza, sino la del arte».

Llegados a este punto podemos formularnos la siguiente pregunta: ¿no ha sido mediante la mirada personal e intransferible de Tarkovski —a través de los ojos de Rublev— como hemos logrado interiorizar el espíritu de todo un siglo, y hasta saborear sus virtudes y sus miserias? ¿Cabe imaginar un generador de conocimiento más subjetivo, y a la vez, con resultados más perfectos, con rigor más destacado? Ha sido gracias al amplio abanico de impresiones y sutilezas que la mente humana se complace en elaborar ante la maraña de sensaciones que es el mundo, ante el remolino de percepciones que del mismo se desprenden y de entre las cuales muchas de ellas resultan incomprensibles a priori, que hemos podido formarnos una idea más que sólida del siglo XV en Rusia, y de la particular obra del pintor, a quien en ningún momento hemos visto sostener un pincel.
El factor nacional ha resultado, sin duda, un elemento clave en la consolidación de nuestra experiencia, pues el problema no está en si un personaje está más o menos a este lado o al otro de un adjetivo, sino en qué valor da la sociedad a ese adjetivo, en este caso, la sociedad medieval rusa. De hecho, en una entrevista de 1962 publicada en la revista Cine Cubano, en la edición de ese mismo año, Tarkovski, ensalzaba el cine de Buñuel y Kurosawa por su carácter nacional. Defendía que el arte no podía ser cosmopolita, dado que sus fuentes beberían siempre de un contexto concreto, de manera que, cuanto más hondo llegue la raíz de dicho contexto, aquello que concreta una personalidad y la diferencia del resto, más elocuente será el arte nacido del mismo, lo que implicará un impacto inmediato en quien lo contemple. ¿De qué otra manera podría tener yo la sensación, como he tenido, de haber vivido durante tres horas y media en la Rusia del siglo XV? ¿De qué otro modo habría podido interiorizar la obra de Andrei Rublev hasta el punto de estremecerme al contemplar unos tonos dorados que más me conducían al rechazo que a la admiración? ¡Qué minutos los finales! ¡Esa doble resurrección, la primera verbal, en boca de Andrei Rublev, cuando dice que volverá a pintar, y la segunda a través de la hoguera consumida, esas cenizas a las que Teófanes ya hiciera alusión y de las que emergió, como todos sabemos, el Fénix!
Resultan especialmente conmovedoras las últimas imágenes de la película, en las que podemos ver la obra pintada por un pintor al que, repito: nunca vimos pincel en mano, por un pintor al que contemplamos perdido en la inmensidad del blanco de una catedral sin frescos, en cuyas paredes tan sólo arrojó pintura movido por la frustración. Imágenes que además, en contraste con el blanco y negro del metraje, se presentan ahora en color y reducidas a planos cerradísimos en los que apreciamos la más nimia pincelada, el más escurridizo detalle, todo ello aderezado con la sublimidad emocional de una música maravillosa. Ahora, y sólo ahora, tiene sentido contemplar las pinturas, pues ahora y no antes llevan la huella de una persona que tenemos la sensación de conocer, que sabemos por lo que pasó y con qué tuvo que vérselas, ya fuera consigo mismo o con el momento histórico que le tocó vivir. En estas pinturas, tras el relato cinematográfico, advertimos la huella del artista en su vertiente más personal y temporal, podemos conmovernos y sufrir con ellas porque lo hacemos con Andrei —con nuestros ojos a través de los suyos— y con la Rusia entera de su época.
    La emoción, sin duda, ha despertado en nosotros el Conocimiento. He aprendido Historia viendo cine, como no lo hice en la universidad. Y para ello me ha bastado tener predisposición a hacerlo.  




[1] Andrei Tarkovskii, "Iskat' i dobivat'sia," Sovetskii ekran 17 (1962) 9, 20. Cf. Gideon Bachman, "Begegnung mit Andrej Tarkowskij," Filmkritik 1962 (12), pp. 548–552. Translation by Robert Bird. Traducción propia al castellano.
[2] Ibid.
[3] Tarkovski, A., Esculpir en el tiempo, Ediciones Rialp, Madrid, España, 2002.
[4] Erice, Víctor, prólogo al libro Andréi Tarkovski, Vida y Obra, de R. Llano, 2003.
[5] Jozsef Veress, "Hüsség a vállalt eszméhez," Filmvilág 1969 (10), pp. 12–14 [Pol. trans. Barbara Wiechno].
[6]  E. Gombrich, Arte e Ilusión, Ed. Phaidon Press Ltd, 2008.
[7] Carta de Jean-Paul Sartre publicada por (y dirigida a) Alicata, el director del diario italiano  l’Unitá el 9 de octubre de 1963. Revista de Occidente nº 175 (diciembre de 1995), pp. 21-30).

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