LA MONROE
Alejandro Molina Carreño
—¡Ramón! ¡La puerta!
—¡Voy, mamá!
Escuchamos las voces
desde la puerta. No nos bajamos de la bicicleta ni para tocar al timbre. La
casa de Ramón era una casa grande, la típica casa de pueblo con dos plantas,
fachada blanca salvo por el ladrillo visto alrededor de las ventanas con rejas
negras, el número trece en un bonito dorado sobre la puerta y un tranco de
palmo y medio de mármol. Ramón se pasaba el día jugando a la Atari en su buhardilla, por eso siempre tardaba en abrirnos:
tenía que bajar por las escaleras grises, como de chapa, que se desplegaban
desde una trampilla en el techo hasta el suelo del segundo piso, y bajar luego
las escaleras hasta el primer piso, donde estaba la puerta tras la que le
esperábamos. Conocíamos aquella casa bastante bien. A pesar de que Ramón vivía
a las afueras, íbamos allí con tanta frecuencia como podíamos. A su casa había
que ir en bicicleta si no querías andar casi veinte minutos.
«Hola», dijo Ramón al
abrirnos. Tenía quince años. Era un año mayor que nosotros, pero no por ello
más listo. Tampoco era el chico más rico del pueblo, ni el más popular ni el que
mejor jugara al fútbol, ni siquiera era el único con videoconsola; es más,
podía resultar, la mayor parte del tiempo, un auténtico cenizo. Pero a nosotros
nos interesaba otra cosa.
«¿Qué hahe?», preguntó el Panocha. El Panocha era
mi sombra. Era incluso peor que una sombra, porque a veces tenía que aguantarlo
hasta en las noches más cerradas. En el pueblo eran un poco rebuscados con los motes,
y lo de panocha no le venía por pelirrojo, sino por murciano —como toda su
familia— y porque costaba horrores entenderle de lo mal que hablaba. Todo lo
aspiraba: la ‘c’, la ‘s’, uves y bes a discreción… Un horror. No era mal niño,
pero no sabía qué significaban muchas palabras que para mí eran de lo más
importante, como la discreción —que
pronunciaba discrehión y pensaba que
era un término militar— o la intimidad, cuya carencia era el más notorio rasgo
de los panochas.
«Nada», contestó Ramón.
Hicieras lo que hicieses, si no era interesante para el resto, no era nada. Así
estuvieras resolviendo uno de los problemas del milenio que si a los demás las
matemáticas no les interesaban, en lo que a ellos respecta no hacías nada. Además,
por aquella época jugar a la Atari también había dejado de resultar interesante
porque sólo tenía un juego y ya nos lo habíamos pasado como cuatro veces.
—Vamos a la mina —le
dije—. ¿Estás preparado?
Recuerdo su cara aquel
día: enarcó una ceja hasta perderla tras su flequillo, que cubría casi toda su
frente, y ladeó ligeramente la cabeza. Creo que Ramón comenzaba a sospechar por
qué íbamos tanto a su casa a preguntarle que qué hacía, escuchar que no hacía
nada y quedarnos esperando un rato hasta que nos invitaba a pasar.
—¿No íbamos a ir el
viernes? —preguntó, extrañado.
—Eho era a la hierra
—dijo el Panocha.
—¿A la sierra? —Ramón achicó
sus ojos, abrigó el labio de arriba con el de abajo y luego encogió sus
hombros—. Me habré confundido. Tengo que cambiarme. Pasad.
Ni que decir tiene que
Ramón tenía razón, que a la mina habíamos quedado en ir el viernes y lo de la
sierra no había sido más que una improvisada y torpe estratagema del Panocha
para salir del paso. En el pueblo no había mucho que hacer, la piscina estaba
cerrada y a las cuatro y media de la tarde todos tus familiares dormían la
siesta, por lo que había que guardar luctuoso silencio, cosa poco atractiva
para un chaval cargado de energía, de modo que al Panocha —que estaba en la
misma situación que yo— y a mí no se nos ocurrió un plan mejor para pasar la
calurosa tarde de agosto que hacer que aquella ceja de Ramón se alzase como un
resorte al oírnos mencionar la mina.
Dejamos las bicicletas
en el suelo, que era la forma más cómoda de aparcarlas, y entramos en la casa.
Ramón nos dejó en la cocina y subió a su dormitorio. Era una cocina grande, impoluta,
toda blanca salvo por el suelo, de color negro, con una isla en el centro
rodeada de taburetes. Escuché el húmedo susurro que deja escapar la lata al
quitar la anilla. El Panocha había abierto el frigorífico y tenía dos refrescos
en la mano. Entonces nos sentamos en los taburetes y empezamos a contar. El Panocha había apostado que tardaría quince
segundos en aparecer. Decía que cada vez aparecía antes, que sabía muy bien lo
que hacía y que todas eran iguales. A mí no me gustaba ir repitiendo por ahí lo
que escuchaba en casa de boca de mi padre, pero para que la apuesta tuviera
sentido, corroboré sus palabras y me incliné por los veinte segundos. No
recuerdo qué nos jugábamos. Realmente daba igual. Tan pronto como aparecía, lo
demás no importaba: el tiempo pasaba más despacio para que pudiéramos
contemplarla de hito en hito, con todo lujo de detalles, y un coro de ángeles
entonaba un hermoso y agudísimo la mayor que bañaba por completo un aire cuyo
oxígeno robaba por completo su presencia. La cuenta había comenzado, los dos
permanecíamos con la mirada clavada en la puerta de la cocina. Cinco segundos: el
Panocha y yo nos miramos; siete
segundos: le doy un trago al refresco, despacio, muy despacio; once segundos: el Panocha también bebe; quince segundos: ha perdido su apuesta; dieciocho
segundos: la Monroe entra en la cocina. «¡Qué sorpresa!», dijo ella, pasándose
una mano por el pelo para atusarlo, como si aquel extraordinario pelo debiera
arreglare. Iba descalza, vestía un pantalón muy cortito, como aquellos con los
que McEnroe jugaba al tenis, y una holgada camisa blanca de manga corta con los
dos primeros botones desabrochados. Finos bucles rubios caían sobre sus ojos,
cuyas largas pestañas afilaban una mirada felina de color verde, desenvainada
por sus voluptuosos labios. Uno estiraba los morros sin darse cuenta, tratando
de alargarlos lo suficiente como para probar los de la Monroe. Su piel era
suave a la vista e inalcanzable al tacto, sus pechos, redondos y perfectos, permanecían
tersos y enhiestos, y aquella peca negra, junto a los carnosos labios escarlata
recién humedecidos por su lengua, colocada por la genética en un infalible acto
de estrategia.
Pasó por nuestro lado
sonriéndonos, se sentó en la encimera con un pequeño saltito, apoyó las manos
en el borde de la misma y cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, dos
largas y hermosas piernas de prietos muslos con las uñas de los pies pintadas de
rojo. La razón por la que nos hicimos tan íntimos de Ramón volvió a hablar: «¿qué
tal estáis, chicos?». Su voz poseía ese agradable timbre con el que nosotros adornábamos
el socorrido porfa porfa porfa que
tanto lanzábamos a nuestros padres. El
Panocha trató de decir algo, pero se
atragantó con el refresco que aún estaba tragando y tosió para disimularlo. Yo
dije que estábamos bien. Lo dije con la torpeza propia de un crío pronunciando
sus primeras palabras. Tanto al Panocha como
a mí nos costaba mantener la mirada de la Monroe. Ella descruzó las piernas y luego cruzó la izquierda sobre la
derecha.
—Últimamente venís
mucho por aquí —dijo—. ¿Qué vais a hacer hoy?
—Vamoh a una mina
abandoná —se apresuró a decir el Panocha; lo dijo como si a una mujer de
treinta y siete años le pudiera impresionar la valentía de un cateto murciano
con una bicicleta amarilla.
—¿Ah, sí? —dijo ella de
todos modos, sonriendo—. ¿No será peligroso?
—¡Quiá! —soltó el Panocha—. Eho no da mieo.
—¿A ti tampoco te da
miedo? —me preguntó.
—No, señora —contesté,
como si acabase de salir de un cascarón. Ella rió.
—No tienes que llamarme
señora —dijo—. Ya nos conocemos.
Ramón irrumpió en la
cocina de forma repentina.
—Mamá —dijo—, ¿dónde
están los pantalones del Barcelona? Tengo todos los otros sucios.
—Están en el lavabo,
cariño —cada vez que la Monroe pronunciaba
aquella palabra: cariño, yo sentía un
apagado desconsuelo por tener la madre que me había tocado tener. Ramón se disponía a marcharse cuando ella lo retuvo—. Espera, ven aquí
un momento.
Bajó de la encimera con
un saltito que hizo temblar su pecho para arreglarle el pelo a Ramón. Tan solo
las cigarras se atrevieron a emitir sonido alguno mientras ella se humedecía
sus dedos en la lengua para peinar a su hijo.
Cuando por fin Ramón
salió de la cocina, la Monroe nos dio
la espalda un instante para coger un vaso de uno de los armarios de la cocina.
Se puso de puntillas y estiro el brazo. La camisa subió con el brazo, regalando
a nuestra vista la carne de sus caderas. Al Panocha se le abrió la boca y la lata se le escurrió de la mano, asustando
a la Monroe y poniendo el suelo
perdido de refresco.
—Lo hiento —dijo, todo colorado, como si le llamasen el tomate.
—No te preocupes, no
has roto nada —dijo ella justo antes de dejar en el fregadero el vaso que había
cogido—. Esto se limpia en un periquete.
No perdió la sonrisa en
ningún momento, ni disimuló rencor alguno. Simplemente cogió una bayeta y se
puso a cuatro patas allí donde había caído el refresco. Aquel fue el momento
más maravilloso de toda mi existencia. Al estar agachada, el ancho cuello de la
holgada camisa dio vía libre a sus dos preciosos senos, que se nos mostraron en
todo su esplendor, desplazándose de un lado a otro como apetitosos péndulos al
ritmo de su mano derecha, que pasaba la bayeta sobre el líquido derramado. El
pelo lamía sus clavículas, y su cuerpo, en aquella postura, con la espalda
recta y terminada en aquel prodigioso culo, gritaba algo que yo no lograba
definir del todo, algo demasiado animal, como un instinto sumido en plena
hibernación que escuchase de repente el claxon de un coche. No pude evitarlo.
Me empalmé. Tuve la erección más firme y dura de mi vida. Llegué a pensar que
iba a romper el pantalón. No podía apartar los ojos del movimiento de aquellas
turgentes tetas, de aquellos escuetos pezones que de nuevo me hacían estirar,
sin querer, los morros y aun las manos, tratando de apresarlos. Tuve la sensación
de que me veía, de reojo, y aun así sonreía satisfecha.
«Ya está», dijo,
poniéndose en pie. El panocha había entrado
en coma, o al menos eso parecía, y yo crucé rápidamente las piernas, antes de
que ella se diera cuenta de lo que me ocurría. A continuación, entrelacé mis
dedos y coloqué el resultado sobre mi erección.
Ramón volvió a la
cocina en ese preciso instante con sus pantalones del Barcelona puestos y una
bolsa del pan en la mano con linternas en su interior.
—¿Vamos? —propuso.
Nunca había odiado
tanto a Ramón. El Panocha, despertando
de su letargo, saltó del taburete. Nunca había odiado tanto al Panocha. Era evidente que no podía ponerme en
pie en aquel estado, a no ser que quisiera que Ramón me usase como percha para
colgar la bolsa. Los tres se me quedaron mirando.
—Has… —comencé a decir—.
Has… ¿mirado si tienen pilas?
Ramón sacó las
linternas. Le dio una al Panocha y él
se quedó otra. Las encendieron: funcionaban a la perfección. Hicieron un par de
señales y tontearon unos segundos con ellas, pero no los suficientes. Yo seguía
duro como una piedra.
—Comprobado —dijo Ramón—.
Vamos.
—Y si nos llevamos
también… ¿unos mecheros? —propuse, desesperado, sin poder quitarme de la cabeza
la imagen de aquel reciente y carnal vaivén de los senos de la Monroe—. Puede
que los necesitemos para ver si hay gas…
—No pienso llevar más
cosas —se quejó Ramón—. Venga, vámonos ya.
—Vamos ya, cansino —dijo
el Panocha, mientras le maldecía a él y a sus más allegados familiares en mi
fuero interno.
—Esperad fuera un
momento, chicos —dijo la Monroe, de repente—. Tengo que hablar con Javier.
Ah, claro, ese soy yo:
Javier.
—Pero… —comenzó a decir
el Panocha.
—¡Venga para fuera ya,
hombre! —le dije, iracundo.
Ramón y él salieron a
la calle, no sin cierto recelo, pero con mayor sumisión de la que hubiese
creído. Cuando escuchó que cerraban la puerta, ella se acercó al taburete y se
puso frente a mí.
—Creo que sé lo que te
pasa —me dijo risueña; yo comencé a sudar—. ¿Puedo echar un vistazo?
—¿E-echar, un
vi-vistazo? —tartamudeé, tembloroso.
—No te preocupes,
tonto.
La gente decía que la Monroe
era muy liberal, y mi madre, que participaba abierta y gustosamente en los
chismorreos, solía comentar con Encarna, la vieja que vivía frente a nosotros, junto
a la casa de mis tíos, que el problema era el trabajo de su marido. El padre de
Ramón siempre estaba fuera. Trabajaba como azafato, profesión que hacía flaco
favor a su hombría —ya se sabe cómo se las gastan en un pueblo—, por lo que
apenas se le veía el pelo. Yo no sabía
qué era eso de ser liberal, pero en aquel momento pensé que si tenía algo que
ver con lo que estaba a punto de ocurrir, ojalá todas las mujeres así de hermosas
fueran liberales.
—¿Has hecho esto antes
pensando en mí? —me preguntó, mientras me hurgaba en la entrepierna.
—Ssss-ssí… —logré
articular.
Y no era mentira. En el
pueblo todos los chicos soñaban con estar en mi pellejo; hasta yo había soñado
con estar donde estaba en ese preciso instante, lo que no dejaba de ser extraño.
—¿Sabes que eres un
muchacho muy atractivo?
—Gra-gracias…
La Monroe me metió la mano en el pantalón. Sus
manos eran pura seda. Estaba pasando; estaba pasando y era tan real como el
mejor de mis sueños. Lo hizo mirándome fijamente a los ojos, pasándose la
lengua por los labios, aquellos labios escarlata, aquella peca perfecta,
aquellos senos bamboleantes… Apenas me llevó unos segundos.
—¿Estás mejor ahora?
Yo apenas podía hablar. Los párpados me pesaban
como el plomo, tenía la piel de gallina, pero de una gallina al borde de un
ataque de nervios, y nunca antes había tenido la boca tan seca. «No se lo dirás
a nadie, ¿verdad que no?». Yo negué
con la cabeza, extasiado. «Eres tan
mono…».
Un minuto después
estaba en la calle.
—¿Qué quería mi madre? —me
preguntó Ramón nada más verme. Los dos esperaban montados en sus bicicletas.
—Nada —contesté,
subiéndome a la mía.
Ramón me miró con cara
de malas pulgas, y el Panocha me examinó de arriba abajo en busca de cualquier clase
de pista.
Sin más dilación, nos
pusimos a pedalear. Ellos aceleraron, ganaron algo de distancia delante de mí. Yo
sentí que era algo más que un par de metros lo que había entre nuestras
bicicletas. Pensé que la palabra distancia significaba ahora otra cosa. Era
como si un insalvable abismo se abriese entre nosotros, algo mayor que un
abismo incluso, más profundo y misterioso: había una mujer entre nosotros; y no
una cualquiera, sino la Monroe.
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