Ella
es ya mayor, una anciana. Mira un punto fijo en el cielo, como si advirtiese
algo que a los demás se nos escapa; más aún: como si la mirasen, como si
aquello que ella puede ver y los demás no vemos, clavara a su vez en ella la
mirada. El marido, que empuja la camilla en la que ella va postrada, ni se
molesta en mirar hacia arriba, y pone cuidado en no tropezar con ningún
obstáculo o transeúnte, que al caso son sinónimos. Ya miró, hace tiempo, allí
adonde su mujer lo hace, confiado en que se recuperaría, en que allí
donde mira a la fuerza debía de haber algo, porque no podía ser el mero
capricho de la enfermedad el que modelara aquella rigidez en un cuello antaño
escultórico, obligándola a que el iris refleje tan sólo una sección exacta de
la habitación, de la calle, del mundo; se resistía a creer que aquella
expresión engarrotada, pétrea y, maldita sea, constante, hubiese venido a
quedarse para siempre en aquella cara en la que no quedaba un solo recodo que
no hubiera besado. Es una expresión de pánico, con una de esas sonrisas de
hiena que deja ver parte de su dentadura, por la que escapa cada poco un
hilillo de saliva que debe limpiarse con un pañuelo para no irritar la piel
demasiado. Ella sigue mirando al cielo. Él sigue empujando la camilla. Ella sigue mirando al cielo. Él lleva en el bolsillo el pañuelo. Yo
sigo observándolos ente la gente. Luego entran en el hospital de nuevo. Ya le
ha dado el sol; ya le ha dado el aire; ya la han mirado rato suficiente.
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