Si
en el futuro alguna nación muy culta y poética devolviera a los alegres dioses
primaverales de la antigüedad su derecho de mayorazgo y los entronizara de
nuevo, redivivos, en este cielo egoísta que se ha convertido en una colina
desierta, no duden que el gran cachalote sería el rey, glorificado en el alto
sitial de Júpiter.
Herman Melville, Moby Dick.
Muy al contrario de lo que
solemos creer, es en la elección misma donde se encuentra nuestra esclavitud. Muchos
pensarán que la expresión correcta debería ser en el mal uso de la elección, sin embargo, ¿cuántas veces nos
paramos a pensar si debemos elegir, si el momento en el que tomamos una
decisión es el momento en el que debemos tomarla? Una cosa es meditar sobre lo
acertado o lo erróneo de nuestra elección, y otra muy diferente plantearnos si
había alternativa, si era siquiera necesario escoger. Pensamos que elegir nos
hace libres, que esa es la tan anhelada virtud humana que nos diferencia de los
animales —a menudo me pregunto por qué sentimos esa necesidad de diferenciarnos
de ellos, cuando lo que debería darnos vergüenza es parecernos a tantos de
nuestros semejantes—, pero nuestra capacidad de elección ha sido, como tantas
otras cosas en este mundo, tergiversada y manipulada para hacer de ella una
simple ilusión en nuestro camino por un determinismo en el que la providencia,
lejos de disponer de los trazos de un Miguel Ángel, viste ahora prendas
repletas de elementos holográficos y motivos iridiscentes para evitar ser
falsificadas.
Debemos elegir
desde antes de que sepamos siquiera el significado de esa palabra, y de hecho elegimos
antes de saber que lo estamos haciendo. El filósofo español Ortega y Gasset defendía
que el acto de mirar implicaba un acto de no
mirar, dado que al mirar algo poníamos nuestra atención en ese algo y, por tanto, en ningún otro. El
ejemplo de que un agricultor, un cazador y un pintor, aun mirando la misma
parcela de un bosque, se fijarían en aspectos diferentes de la misma, ilustra
de gran manera este pensamiento. De esa manera, con cada nueva elección damos
de lado a algo, y de este modo nos vamos cerrando puertas, limitándonos, acotando
el mundo y reduciéndolo a una triste fracción de cuanto en realidad dispone
para ofrecernos.
De entre todas
esas tempranas y limitantes elecciones a las que nos vemos obligados, y para
las cuales no hemos sentido la necesidad de elegir, hay una que me parece
especialmente triste, especialmente cruel y decadente, y es aquella que se
refiere a la religión.
En la sociedad
en la que yo he crecido, tarde o temprano, de un modo u otro, el monoteísmo
imperante fagocita todo germen de emancipación imaginaria o determinación genuina y siembra ante nuestros ojos los
desoladores pasajes bíblicos —y/o sucedáneos—. Si no fue por vía familiar, lo
fue por vía escolar, y si bien en esta última se nos brindó la quimera de la
elección —todos recordamos aquella cómica asignatura que era alternativa a la religión—, era ya tarde
para estar en disposición de adoptar una postura politeísta. Sí, he dicho bien:
politeísta. Parece una obviedad, pero para mí es intrigante que el politeísmo no
sea una opción.
Dentro de
nuestra enfermiza predilección por las dicotomías —¿cuándo aprenderemos que una
ecuación puede tener dos o más soluciones?—, podemos elegir entre creer o no
creer; creer significará creer en un único dios, y no creer implicará un
rechazo absoluto del politeísmo, pues, si no se acepta la existencia de un
dios, ¿cómo aceptar la de una veintena? Y sin embargo, he ahí la mayor
contradicción que encuentro en los creyentes: que creyendo en uno solo,
consideren ridículo creer en dos. ¿A qué debemos este monopolio celeste? Más
aún: ¿en base a qué se jactan del mismo los creyentes?
Pienso en las
historias que rodean el catecismo de mi infancia: la matanza de los inocentes, los
suplicios del infierno, la crucifixión, las plagas de Egipto, Eva mandando al
garete a la humanidad… Pienso en el marcado carácter prosaico de sus historias,
en lo atávico de las mismas, y no puedo sino temblar ante el mero hecho de
imaginarme a un hijo mío no pudiendo escoger el escucharlas imbuidas de ese
carácter perentorio y axiomático que adquieren al ser vertidos, como hicieran
con el padre de Hamlet, en oídos inocentes. Acto seguido releo, entre tantos
otros ejemplos de tan diversas culturas, a Ovidio: Filemón y Baucis, Faetón,
Níobe, Minos y Céfalo, el Minotauro, el laberinto y Ariadna… Y noto entonces la
diferencia, capto el tono, la
vibración de los mitos; aprecio la frecuencia de nuestros mecanismos mentales y
espirituales activándose, mientras que en el caso contrario no hallo más que adoctrinamiento
prematuro y ese tufo marcial que lo acompaña.
¿Por qué, al
igual que aborrecemos que nos comparen con un animal —a pesar de Whitman[1]—,
consideramos ridículo el politeísmo? ¿Cuál es la diferencia entre adorar a un
dios que se convirtió en cisne y adorar a otro que en sus ratos libres charla
con el demonio? Jamás lograré comprender qué necesidad tenemos de lo único, de
lo exclusivo, de lo eliminatorio, cuando es infinito el universo, cuando es tan
vasto nuestro cerebro. ¿Qué hay de malo en venerar a una vaca, o adorar una
brizna de hierba? ¿Por qué es ridículo que el plumaje de un pavo real provenga
de los ojos de un gigante, y podemos no poner en duda que un hombre caminó
sobre las aguas, o que otro abrió en dos el Mar Rojo? ¿Por qué no puede el gran
cachalote de Melville equipararse a Yahvé o a Júpiter? Hasta tal punto somos
cosechados con el fin de que las cosas no cambien, de que el sistema —es decir:
nosotros— no se altere, que hemos hecho del cielo un cielo egoísta, una colina
desierta, eliminando todo atisbo de magia, todo rastro de misterio; privándole
de toda poesía más allá de la ciencia. Y hacerlo ha sido tan sencillo como
siempre: escogiendo (cada vez antes) sin darnos cuenta, creyendo que ha sido
nuestra voluntad, sin percibir la pátina de falacia que cubre nuestra certeza.
Qué razón
llevaba Séneca cuando decía que no somos dueños de nosotros mismos. Esta
sociedad a la que pertenezco ha logrado etiquetar cuanto le ha convenido como
ridículo, de modo que no pueda ni plantearme mentalmente ninguna de esas ridiculeces sin esbozar una boba sonrisa
de incredulidad en mi cara, como si
alguien supiera lo que puede o no puede ser posible, como si alguien supiera algo, la más mínima
cosa, con la menor de las certezas posibles; como si soñar no fuera una
facultad humana, sino un defecto genético; como si ser uno mismo y construir su
propio universo fuese cosa de niños; como si ser un niño no fuese prodigioso, o
más aún: el inicio de todo.
Alejandro Molina Carreño.
[1] Oxen that rattle
the yoke and chain or halt in the leafy shade, what is
that you express in your eyes?
It seems to me more than all the
print I have read in my life.
(Bueyes que hacéis rechinar, al andar, el yugo y la
cadena o que sesteáis en la sombra de los prados
¿qué me queréis decir con vuestros ojos?
Me decís más que cuanto han leído los míos en la
vida).
Hojas de Hierba,
Walt Whitman.
Interesantes reflexiones, más aún en los tiempos que corren. Muchas gracias como siempre por tus pensamientos
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