Dibujos
de todo tipo emergen de un cuaderno que yace tirado en el suelo. Grafito,
acuarela, tinta china, pastel y carboncillo. Es un cuaderno grueso, de blandas
pastas negras y papel grisáceo. El artista debió dejarlo allí, quizás olvidado, quizás abandonado (como se abandona un recién nacido en la puerta de un
convento), o tal vez lo dejase allí a modo de regalo. Los transeúntes
se paran para mirarlo, y ven allí edificios, fachadas encaladas
y pintadas de blanco, las hormigas que atraviesan el empedrado, el cielo
atravesado de nubes y sus sombras moteando el suelo; se ven los transeúntes a
sí mismos, y ven, sin saberlo, al artista que los ha retratado. Miran el
cuaderno como se miran al espejo, como miran los beatos un relicario, como miran
los niños un animal muerto. El viento pasa sus páginas, buscándose en vano. Lamenta, el pobre, su ausencia; se siente excluido del mundo que allí se representa,
inconsciente de la libertad que supone el que nadie pueda atraparlo.
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