ELOGIO AL INICIO
Alejandro Molina Carreño
¿Y si el Quijote
hubiese comenzado como el bueno de Alonso Quijano imaginaba en su primera salida
que comenzaría la narración de sus aventuras, en lugar del ya legendario «en un
lugar de la mancha…»? En dicho caso, este que sigue sería el inicio de tan
célebre novela:
Apenas había el
rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas
hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos
con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada aurora, de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso
marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte… [1]
Si
bien Cervantes pone en boca del Quijote semejante inicio para criticar lo rimbombante
y aparatoso del estilo de la literatura de caballería, el ejemplo resulta igualmente
útil para el propósito de esta reflexión: ¿cuánto nos dice realmente el inicio
de una obra de sí misma?
Quizá
para la mayoría resulte un asunto fútil, pero es posible que muchos de nosotros
hubiésemos relegado la lectura del Quijote si el de más arriba hubiese sido su comienzo.
No obstante, no se trata tanto de juzgar un libro por sus primeras frases como
de examinar la toma de contacto con el mismo. Ni que decir tiene que el inicio
no es sino una parte más en el cómputo total de una obra, y por tanto, su papel
en el equilibrio del conjunto queda supeditado a la perspectiva final, una vez
terminada dicha obra. Sin embargo, el poder de atracción que puede ejercer un
comienzo en el lector es significativo, de modo que, bien utilizado, su
capacidad magnética será siempre una baza a favor de la obra. Por supuesto, dicha
atracción es subjetiva, personal e intransferible, y puede descansar en tantas
razones como ojos se posan sobre sus líneas: en la imagen creada, en el
equilibrio de sus términos, en la fuerza de su prosa o su en vertiente poética;
en el poder de la escena, en la presentación de un personaje, en la descripción
de todo un universo, en una interesante reflexión o quizá en una pregunta un
tanto compleja. Por mi parte, he seleccionado algunos de mis comienzos
favoritos con el fin de comprender su hechizo.
En
el primer puesto de mi lista —de momento, y a falta de miles de libros por leer—
se encuentra La senda del perdedor (Ham
On Rye), de Charles Bukowski, que empieza así:
La primera cosa que
recuerdo es estar debajo de algo.
Esta
sencilla oración constituye un resumen perfecto de toda la novela, e incluso de
la obra completa de Bukowski, donde hay mucha más poesía y melancolía de lo que
a priori lo morboso de muchas de sus escenas dejan traslucir, y lo hace con apenas
un puñado de palabras.
Este
inicio es vaticinio y testamento a un mismo tiempo, elegante en su prosa —americana—
y certero como un verso. Posee la fuerza de un manifiesto a la par que nos
remonta a los inicios en primera persona del personaje: su primer recuerdo, la
primera huella indeleble de su carácter, que además no es otra que estar debajo
de algo, con todo lo que tan potente imagen tiene para ofrecernos, en su
infinito abanico de insinuaciones. Compone la más elegante de las invitaciones a
la intimidad de un carácter introvertido. Abierta la veda, el párrafo se
completa ahondando en esta misma idea mientras continúa definiendo al personaje
presente mediante la forja que constituye su pasado[2]. Es,
sin duda alguna, un comienzo mayúsculo, como lo es el de Lolita, de Nabokov —compartiendo con Bukowski el primer puesto—, y
que remito aquí en su versión original:
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta:
the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at
three, on the teeth. Lo.
Lee. Ta.[3]
Representante
incomparable del martillazo de la
prosa —todavía vaporosa por la fragua que con la poesía comparte—, Nabokov personifica
la composición literaria más completa. Obsesión y música: música obsesiva y
obsesión musicalizada en la vehemente insistencia de un ritmo claramente
marcado por el sonido ‘te’.
Pocas
veces he abierto un libro y me han asaltado cantidad semejante de sensaciones: mis
manos pegadas a las pastas, mis ojos mesmerizados, mi mente tratando de
comprender la sorprendente cantidad de implicaciones que, como un palimpsesto, descansan
bajo dos líneas de texto.
La
personalidad del protagonista va de la mano del estilo, y ambas resultan indesligables
del carácter de la novela, que es su propio argumento. Todo está concentrado en
su título, que es a la vez la primera palabra de la obra, y que acto seguido pasa
a deconstruirse, haciéndonos partícipes de la génesis y la gestación de la alienación
que sufriremos junto a Humbert Humbert, su protagonista, cuya idolatría queda
claramente manifiesta en su particular trinidad: “Lo. Lee. Ta”. Es como si este
primer párrafo fuese la clave y la armadura de una partitura, además de su
primer y majestuoso compás. Uno no puede más que quitarse el sombrero.
A
partir de aquí, no hay segundo, tercer o cuarto puesto, sino una sencilla
enumeración de hermosas presentaciones pertenecientes a diversos estilos, y que
me limitaré a señalar escuetamente.
Comencemos
por El guardián entre el centeno (The catcher
in the Rye), de J. D. Salinger:
Si realmente les
interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es
dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes
de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si
quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso.
Lo
que me atrae del mismo es su carácter transgresor, perfectamente plasmado en la
provocadora personalidad de su adolescente protagonista, en cuyo tono podemos —sobre
todo cuando jóvenes— vernos reflejados.
Encuentro
en él un declarado ejercicio de estilo, además de la virtud de despertar tanta empatía
como curiosidad, pues además de querer seguir leyendo, resulta inevitable
acercarnos a todas esas gilipolleces
a las que alude Holden Caulfield para descubrir quién era el tal Copperfield, lo
que nos lleva hasta la novela de Dickens, que conforma otro de mis más
admirados comienzos. Me tomo la libertad de citarlo en una extensión tal vez abusiva,
pero que para mí no tiene desperdicio:
Si soy yo el héroe de
mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas.
Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho
y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el
reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.
Teniendo en
cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del
barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que
pudiéramos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba
predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del
privilegio de ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran
inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la
desgracia de nacer en viernes y a medianoche. No hablaré ahora de la primera de
las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto
a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi
primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber
sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le
agradeceré que lo conserve a su lado[4].
Podemos
notar un estilo mucho más narrativo en este último, más alejado, por así
decirlo, de cuestiones de estilo —más allá del característico del propio
autor—, y centrado sin embargo en el tono, logrado mediante la anécdota y la desenfadada
sinceridad irónica de las declaraciones de su protagonista.
En
otra esfera bien diferente, y ya que nos ponemos con los clásicos, no puedo
dejar de lado aquel archiconocido:
Cuando Gregor Samsa se
despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama
convertido en un monstruoso insecto.
Estoy
seguro de que aun cuando el resto del libro se hubiese mantenido exactamente igual,
La metamorfosis de Kafka no nos habría
atraído tanto de no haber sido por semejante comienzo. Hay en él misterio,
morbo y surrealismo, todo ello como escupido a la cara, un auténtico mazazo al
que, por entonces, no estaba uno demasiado acostumbrado.
Por
otro lado, y como decía antes, no siempre una gran obra debe disponer de sorprendentes
o atractivos inicios, y muchas de mis novelas favoritas pasan desapercibidas en
este aspecto, si bien cumplen a la perfección, cada una a su manera, su
propósito. ¿Cómo olvidar el consejo legado con el que se inicia El Gran Gatsby[5];
el sonido del teléfono y la presencia de Amador en Tiempo de silencio; la sublime sentencia con que se abre Anna Karénina[6], o
esa maravillosa declaración de Pascual Duarte: «yo señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo»?
Puestos
a citar principios, bien podríamos perdernos en un mullido y eterno etcétera,
pero sea cual fuere el que trajéramos a colación, tendría para nosotros especial
significado, tal vez no tanto por lo asombroso del mismo como por el cariño que
le profesamos. ¿Cuántas veces no nos hemos visto en una librería ojeando las
primeras frases de innumerables novelas, tratando de encontrar aquella que, una
vez hallada, sentimos que ha sido ella la que nos ha encontrado? Y aun así, en
muchas otras ocasiones, nos hemos conformado con abrir el libro y comenzar a
leer hasta sorprendernos a nosotros mismos devorándolo. Está claro: el comienzo
no es la clave, pero, al igual que en la vida misma, constituye, para bien o para
mal, una primera impresión imborrable.
Por
lo pronto, yo he sido seducido una vez más por un comienzo que mi buen amigo
Aitor Frías tiene la costumbre de citarme de memoria cada vez que me ve, de
tanto que le gusta, pero con el propósito oculto de que vuelva a releer esa
obra. Desde aquí te aviso: lo has conseguido. Aunque el mérito es más bien de
García Márquez:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo[7].
[1]
El texto continúa: …a los mortales se
mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las
ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar
por el antiguo y conocido campo de Montiel.
[2]
«La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era
una mesa, veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte
del mantel colgando. Estaba allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió haber sido
en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era en 1922. Me
sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí.»
[3]
«Lolita, luz de mi
vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la
lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para
apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.»
[4] David Copperfield, Charles Dickens.
[5]
En mis años mozos y más vulnerables mi
padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. “Cuando
sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no
todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste”. El Gran
Gatsby, F. Scott Fitzgerald.
[6] “Todas las familias dichosas se parecen, y
las desgraciadas, lo son cada una a su manera”. Anna Karénina, Tolstói.
[7] Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
Sublime texto que todo escritor o simple amante de la literatura debería leer!! Desde ya se convierte en un texto de referencia obligada.
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