Sobre la
importancia de no saber nada
Alejandro Molina Carreño
¿Por qué queremos ser estudiantes de
libros, en lugar de ser estudiantes de la vida?
Krishnamurti.
¿Cómo podemos convertir un hecho concebible en algo realmente comprensible?
Schrödinger, ¿Qué es la vida?
Si se la escucha con la atención
suficiente, la vida se pasa el día susurrándonos cosas al oído. Hay quien llama
a esos susurros casualidades, hay quien los incluye en el campo de la
teleología y quien adivina en sus palabras el inconfundible timbre de la
Providencia. En lo que a mí respecta, me conformo con escucharlos.
Pongamos por
caso que suena una melodía de piano que no conocemos. A ella se puede
reaccionar de muchas maneras, pero podemos generalizar las reacciones en dos
casos (he prescindido de quienes no se pararían a escucharla, pues resultan
irrelevantes para este ejemplo), a saber: aquellos cuyos cerebros comenzarán
una auténtica yincana en pos de identificar la pieza, el compositor, el estilo
y hasta el intérprete, y aquellos que se limitarán a escucharla.
Ahora hagamos
ese mismo ejercicio con el sonido del mar, con el viento a través de los
árboles, con el canto de los pájaros, con el silencio de las cumbres. Habrá
quien procure explicarlo, y habrá quien tan solo lo escuche. Mi pregunta es: después
de hablar con un representante de cada postura, ¿a quién de los dos llamaremos
sabio?
Hace ya mucho
tiempo, Sócrates dijo que nada es absoluta, real o definitivamente cognoscible,
de manera que, aun cuando creemos estar seguros de saber algo, no podemos
saberlo. ¿Qué es, pues, esta ingente cantidad de reflexiones, axiomas,
certezas, pareceres y rapsodias que se han acumulado a lo largo de la historia
de la humanidad y que nos han obligado a memorizar con el fin de aprobar una
serie de exámenes que nos hagan aptos para desempeñar un puesto productivo en
el engranaje capitalista? Si nada puede saberse, ¿de qué demonios le está
hablando el maestro a nuestros hijos? ¿Qué es lo que defienden –con el
salvoconducto de la ambigua y así llamada evidencia
experimental– un padre, la universidad de Harvard, mi jefe, el cura o el
médico? ¿Podemos decir que no saben nada? El filósofo ateniense así lo creía, y
así lo creo yo. Pero, ¿quiere esto decir que es absurdo estudiar o investigar,
que un licenciado en contar margaritas podría operarte a corazón abierto, o que
el diletante de turno sería capaz de pilotar el avión que te llevará de vacaciones?
No. La demagogia nunca es la respuesta. No obstante, creo que aun no pudiendo
saberse nada, podemos conocer la realidad. ¿Es esto incurrir en una
contradicción? Hagámonos la misma pregunta que Hermione se plantea en Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence:
Si conozco la flor, ¿acaso no pierdo la flor y sólo me quedo con el
conocimiento? ¿No será que trocamos la sustancia por la sombra, no será que
entregamos la vida a cambio de esa muerte que son los conocimientos?
Pensemos por
un momento en lo que significa saber. En su Diccionario
de las ideas recibidas, Flaubert
pretendía definir las palabras en base a lo que los hombres y su cultura
entendía por ella, no ya lo que reconocía el diccionario al uso. Así es como
deberíamos preguntarnos, qué entendemos por saber
algo. Pongamos por caso una manzana. Todos sabemos lo que es una manzana,
es decir: podemos describirla; podemos clasificarla: podemos distinguirla del
resto de cosas; podemos llegar a un consenso para ponerle el nombre de manzana;
podemos aceptar el hecho de que es buena para la salud y creer que una al día
del médico nos libraría después de delegar la investigación de sus propiedades
en una persona que es capaz de utilizar una serie de instrumentos con los que
estudiarlas; podemos memorizar todos estos datos e incluso utilizarla como metáfora
y recurrir a ella para hablar de Eva y el pecado o de Newton y la gravedad.
Como vemos, lo que nosotros entendemos por saber,
se reduce a describir, acumular, clasificar, acordar, elegir, distinguir, memorizar,
delegar, repetir, utilizar… Pero, ¿es todo eso una manzana? ¿Por qué no nos
basta con comerla, con mirarla? ¿No podemos saber lo que es una manzana de esa simple
manera?
Las palabras
de Hermione son realmente duras, pues compara la muerte con los conocimientos,
y los opone a la vida. Como suele ser habitual, Proust acude al rescate, y
encontramos en uno de sus ensayos literarios la siguiente reflexión:
Efectivamente, si la inteligencia no
merece el máximo galardón, ella es la única capaz de concederlo. Y si conforme
a la jerarquía de las virtudes no cuenta más que con un segundo lugar, no hay
nadie más que ella capaz de proclamar que es el instinto quien debe ocupar el
primero.
Debemos ser lo
suficientemente inteligentes como para aparcar la inteligencia si queremos
ahondar en la realidad de las cosas. El propio Max Planck admitía que llega un
momento en el conocimiento de las cosas en el que debemos rendirnos a lo que a
menudo entendemos por fe, a esa especie de intuición interior inexplicable (o
inefable), a eso que Proust denomina instinto,
y que Hermione, por omisión, reconoce como pasión. Se utilice la palabra que se utilice, estamos hablando de
una misma cosa: de nosotros mismos, de nuestro interior. Es ahí donde descansa
la realidad última de las cosas, donde lo concebible se hace cognoscible,
comprensible, y no en el amplio abanico de verbos en los que termina
diluyéndose el saber, ya sea científico, filosófico-lingüístico o religioso. Todo
consiste, pues, en conocernos a nosotros mismos, y la manera de hacerlo está,
por supuesto, sujeta a toda clase de opiniones, aunque muchas de ellas tienen
en común una misma cosa: la ausencia, la nada, el vacío en el que proliferan
sin cesar y en eterna danza las partículas de las que estamos hechos.
A menudo el
conocimiento profundo de las cosas nos deja sin palabras. La revelación de la
verdad comporta mutismo y esa familiar expresión facial que denota admiración o
sorpresa. ¿Por qué no emplear ese mismo silencio en nuestro camino hacia el
saber? ¿Por qué no, en lugar de acumular números, fechas, palabras y opiniones
ajenas, nos deshacemos de todo ese lastre y comenzamos por aprender a observar
aquello que estamos mirando?
En el comienzo
de El principito, el autor menciona
su primera incursión en el mundo del dibujo, y tras leer unas historias sobre
el «Bosque Virgen», nos dice que dibujó una
boa digiriendo un elefante, tal que así:
Al enseñarle
este dibujo a las personas mayores, les preguntaba si el dibujo les asustaba, a
lo que le contestaban: «¿por
qué habrá de asustar un sombrero?».
Conocernos a
nosotros mismos es asustarnos ante el dibujo de Antoine de Saint-Exupéry en
lugar de contemplar con altiva claridad un sombrero. Tan solo vaciando la mente
seremos capaces de hacerle un hueco a nuevos puntos de vista; solo mediante el
desahucio mental de todo poso cultural y todo conocimiento de manos muertas alcanzaremos la niñez que Nietzsche reivindica
como punto de partida de una nueva forma de constituir la máxima expresión del
hombre. Saber algo quizá sea tarea imposible, pero aún estamos a tiempo de
conocer la realidad.
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