Sunday, November 8, 2015

Sobre la importancia de no saber nada



Sobre la importancia de no saber nada
Alejandro Molina Carreño


¿Por qué queremos ser estudiantes de libros, en lugar de ser estudiantes de la vida?

Krishnamurti.

¿Cómo podemos convertir un hecho concebible en algo realmente comprensible?

Schrödinger, ¿Qué es la vida?



Si se la escucha con la atención suficiente, la vida se pasa el día susurrándonos cosas al oído. Hay quien llama a esos susurros casualidades, hay quien los incluye en el campo de la teleología y quien adivina en sus palabras el inconfundible timbre de la Providencia. En lo que a mí respecta, me conformo con escucharlos.
Pongamos por caso que suena una melodía de piano que no conocemos. A ella se puede reaccionar de muchas maneras, pero podemos generalizar las reacciones en dos casos (he prescindido de quienes no se pararían a escucharla, pues resultan irrelevantes para este ejemplo), a saber: aquellos cuyos cerebros comenzarán una auténtica yincana en pos de identificar la pieza, el compositor, el estilo y hasta el intérprete, y aquellos que se limitarán a escucharla.
Ahora hagamos ese mismo ejercicio con el sonido del mar, con el viento a través de los árboles, con el canto de los pájaros, con el silencio de las cumbres. Habrá quien procure explicarlo, y habrá quien tan solo lo escuche. Mi pregunta es: después de hablar con un representante de cada postura, ¿a quién de los dos llamaremos sabio?

Hace ya mucho tiempo, Sócrates dijo que nada es absoluta, real o definitivamente cognoscible, de manera que, aun cuando creemos estar seguros de saber algo, no podemos saberlo. ¿Qué es, pues, esta ingente cantidad de reflexiones, axiomas, certezas, pareceres y rapsodias que se han acumulado a lo largo de la historia de la humanidad y que nos han obligado a memorizar con el fin de aprobar una serie de exámenes que nos hagan aptos para desempeñar un puesto productivo en el engranaje capitalista? Si nada puede saberse, ¿de qué demonios le está hablando el maestro a nuestros hijos? ¿Qué es lo que defienden –con el salvoconducto de la ambigua y así llamada evidencia experimental– un padre, la universidad de Harvard, mi jefe, el cura o el médico? ¿Podemos decir que no saben nada? El filósofo ateniense así lo creía, y así lo creo yo. Pero, ¿quiere esto decir que es absurdo estudiar o investigar, que un licenciado en contar margaritas podría operarte a corazón abierto, o que el diletante de turno sería capaz de pilotar el avión que te llevará de vacaciones? No. La demagogia nunca es la respuesta. No obstante, creo que aun no pudiendo saberse nada, podemos conocer la realidad. ¿Es esto incurrir en una contradicción? Hagámonos la misma pregunta que Hermione se plantea en Mujeres enamoradas, de D. H. Lawrence:

Si conozco la flor, ¿acaso no pierdo la flor y sólo me quedo con el conocimiento? ¿No será que trocamos la sustancia por la sombra, no será que entregamos la vida a cambio de esa muerte que son los conocimientos?

Pensemos por un momento en lo que significa saber. En su Diccionario de las ideas  recibidas, Flaubert pretendía definir las palabras en base a lo que los hombres y su cultura entendía por ella, no ya lo que reconocía el diccionario al uso. Así es como deberíamos preguntarnos, qué entendemos por saber algo. Pongamos por caso una manzana. Todos sabemos lo que es una manzana, es decir: podemos describirla; podemos clasificarla: podemos distinguirla del resto de cosas; podemos llegar a un consenso para ponerle el nombre de manzana; podemos aceptar el hecho de que es buena para la salud y creer que una al día del médico nos libraría después de delegar la investigación de sus propiedades en una persona que es capaz de utilizar una serie de instrumentos con los que estudiarlas; podemos memorizar todos estos datos e incluso utilizarla como metáfora y recurrir a ella para hablar de Eva y el pecado o de Newton y la gravedad. Como vemos, lo que nosotros entendemos por saber, se reduce a describir, acumular, clasificar, acordar, elegir, distinguir, memorizar, delegar, repetir, utilizar… Pero, ¿es todo eso una manzana? ¿Por qué no nos basta con comerla, con mirarla? ¿No podemos saber lo que es una manzana de esa simple manera?
Las palabras de Hermione son realmente duras, pues compara la muerte con los conocimientos, y los opone a la vida. Como suele ser habitual, Proust acude al rescate, y encontramos en uno de sus ensayos literarios la siguiente reflexión:

Efectivamente, si la inteligencia no merece el máximo galardón, ella es la única capaz de concederlo. Y si conforme a la jerarquía de las virtudes no cuenta más que con un segundo lugar, no hay nadie más que ella capaz de proclamar que es el instinto quien debe ocupar el primero.

Debemos ser lo suficientemente inteligentes como para aparcar la inteligencia si queremos ahondar en la realidad de las cosas. El propio Max Planck admitía que llega un momento en el conocimiento de las cosas en el que debemos rendirnos a lo que a menudo entendemos por fe, a esa especie de intuición interior inexplicable (o inefable), a eso que Proust denomina instinto, y que Hermione, por omisión, reconoce como pasión. Se utilice la palabra que se utilice, estamos hablando de una misma cosa: de nosotros mismos, de nuestro interior. Es ahí donde descansa la realidad última de las cosas, donde lo concebible se hace cognoscible, comprensible, y no en el amplio abanico de verbos en los que termina diluyéndose el saber, ya sea científico, filosófico-lingüístico o religioso. Todo consiste, pues, en conocernos a nosotros mismos, y la manera de hacerlo está, por supuesto, sujeta a toda clase de opiniones, aunque muchas de ellas tienen en común una misma cosa: la ausencia, la nada, el vacío en el que proliferan sin cesar y en eterna danza las partículas de las que estamos hechos.
A menudo el conocimiento profundo de las cosas nos deja sin palabras. La revelación de la verdad comporta mutismo y esa familiar expresión facial que denota admiración o sorpresa. ¿Por qué no emplear ese mismo silencio en nuestro camino hacia el saber? ¿Por qué no, en lugar de acumular números, fechas, palabras y opiniones ajenas, nos deshacemos de todo ese lastre y comenzamos por aprender a observar aquello que estamos mirando?
En el comienzo de El principito, el autor menciona su primera incursión en el mundo del dibujo, y tras leer unas historias sobre el «Bosque Virgen», nos dice que dibujó una boa digiriendo un elefante, tal que así:



Al enseñarle este dibujo a las personas mayores, les preguntaba si el dibujo les asustaba, a lo que le contestaban: «¿por qué habrá de asustar un sombrero?».
Conocernos a nosotros mismos es asustarnos ante el dibujo de Antoine de Saint-Exupéry en lugar de contemplar con altiva claridad un sombrero. Tan solo vaciando la mente seremos capaces de hacerle un hueco a nuevos puntos de vista; solo mediante el desahucio mental de todo poso cultural y todo conocimiento de manos muertas alcanzaremos la niñez que Nietzsche reivindica como punto de partida de una nueva forma de constituir la máxima expresión del hombre. Saber algo quizá sea tarea imposible, pero aún estamos a tiempo de conocer la realidad.



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