Friday, August 7, 2015

Recomendar un libro



RECOMENDAR UN LIBRO.
Alejandro Molina Carreño.



Recuerdo el momento en el que me lo pidieron por primera vez: «recomiéndame un libro»; recuerdo con mayor precisión la petición en sí —el timbre, la modulación, el sabor en mis oídos— que la voz o el rostro de quien la articuló; recuerdo la emoción, el entusiasmo repentino desatado ante semejante tarea, entusiasmo que aun hoy día —o quizá hoy más que nunca— despierta en mí el orden de esas tres palabras, pronunciadas con total indiferencia, como quien te pide que le pases la sal o le acerques el pan: «recomiéndame un libro». Nada más procesar la información, nuestro cerebro sufre un cortocircuito: se abruma, resetea y olvida el noventa por ciento de los títulos que, en condiciones normales, tardaríamos horas en enumerar. Un libro. ¿Qué libro, Dios mío? ¿Qué digo yo ahora? Agobiados por el atoramiento mental, nos vemos entre la espada y la pared y casi preferiríamos que no nos hubieran hecho semejante proposición, pues nuestra reputación está, de repente, en juego: nos imaginamos a quien ha solicitado el libro aparcándolo y diciéndole a quien le acompañe en la cama esa noche: «menudo churro de libro». En ese caso, nosotros tendremos todavía más culpa que el propio autor por el contenido. ¿Por qué es tan difícil acertar ante semejante petición? Es una cuestión de gustos, pensará la mayoría, y efectivamente, sobre gustos no se disputa. Pero yo creo que recomendar un libro es mucho más que eso, y la auténtica dificultad estriba en la responsabilidad que conlleva.
No podemos recomendar una obra cualquiera, al azar, sin tener en cuenta quién y en qué momento de su vida nos está pidiendo un libro. Soy de la opinión, como dice el Eclesiastés, de que cada cosa tiene su tiempo, y si alguien solicita un libro en un momento concreto de su vida, es porque necesita un libro concreto, y de ti depende el mayor o menor acierto en tu contribución a esa mágica confabulación astral en la que tal vez un adolescente de dieciséis años acaba de sentir curiosidad, por primera vez en su vida, por el contenido de esos volúmenes amontonados durante años en la estantería de su casa; quizá sea una tía tuya, madre de familia atrapada en un matrimonio del que se arrepintió con el nacimiento de su primer hijo, quien solicite una vía de escape en forma de libro; puede que sea alguien por quien sientes un cariño especial, quizás incluso amor, el que te reconozca en las palabras de quien elegiste —o no— para que hiciera de tu Cyrano personal; o tal vez quien necesita la lectura no sea más que un amigo que acaba de sufrir una pérdida irreparable. Si optamos, por ejemplo, por La Jungla, de Upton Sincalir, podemos quitarle las ganas de comer carne al más ávido carnívoro, del mismo modo que podemos quitarle las ganas de leer definitivamente a un adolescente si le plantamos delante Los Trabajos de Persiles y Sigismunda. Sea como fuere, los libros guardan un potencial especial que nos conviene no obviar, pues una buena recomendación puede ser el comienzo de una hermosa amistad. No en vano pensaba Proust que se lee para conocerse mejor a uno mismo, y mantenía Sartre que se escribe para ser leído.
Claro que también debemos ser cautos en la forma en la que recomendamos obras, pues, en palabras de mi muy amado Henry Miller: en cuanto usted elogia demasiado un libro, provoca resistencia en su posible lector. Él creía que el buen lector gravitaba por sí mismo hacia los buenos libros, que los descubriría por su cuenta y a su manera. Recomendaba incluso tratar de desalentar al lector como hacían los gurús de la india y el Tibet con sus discípulos, algo que, en mi caso, funcionó a las mil maravillas con Kafka: no hacía más que oír hablar pestes de su Metamorfosis en mi familia, lo que bastó para hacerme buscar como loco esa obra y disfrutarla como pocas ante su irreverente, desagradable, absurdo y un sinfín de descalificativos referentes a su contenido en boca de quien ahora, frente a mis elogios, desdice haber dicho nunca semejantes barbaridades acerca del escritor austriaco. En mi caso fue así como comencé mi incursión en el mundo de los libros, pero han sido muchas las ocasiones en las que he pedido recomendación (y la primera que me hicieron fue, curiosamente, Las Metamorfosis, de Ovidio, lo que me hace pensar hasta qué punto puede cambiar —o crecer— una persona mediante la lectura).
En caso de que alguien me pida un libro, si bien procuraré ser escueto en la justificación de mi elección, tendré muy en cuenta la responsabilidad a la que me enfrento, pues considero que prestar —o recomendar— un libro es como plantar una semilla.
Hay una preciosa reflexión en el prólogo a la segunda edición de Idea, de Panofsky, que dice así:

Si los libros estuvieran sujetos a las mismas disposiciones legales que los preparados farmacéuticos, debería llevar cada ejemplar impreso en la cubierta «Utilizar con precaución», o como decía en los antiguos botes de farmacia: CAUTIUS.

Para mí, sin duda alguna, todas las obras llevan impresa esa advertencia en tinta invisible. No se trata, pues, de hacer leer a nadie lo que manda el erudito de turno (imagínense a un rancio filólogo cubierto de polvo y polillas rebuscando en los oscuros sótanos de cualquier universidad la obra que considerará más elevada frente a aquellas sobre las que cae la luz del día), sino de actuar a modo del buen doctor —o avispada alcahueta—: elaborando un cuadro médico, un perfil adecuado, y facilitando aquello que mayor bien hará a quien necesita o requiere un reconstituyente.


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