RECOMENDAR UN LIBRO.
Alejandro Molina Carreño.
Recuerdo el momento en el que me lo pidieron por primera vez: «recomiéndame un libro»; recuerdo
con mayor precisión la petición en sí —el timbre, la modulación, el sabor en
mis oídos— que la voz o el rostro de quien la articuló; recuerdo la emoción, el
entusiasmo repentino desatado ante semejante tarea, entusiasmo que aun hoy día
—o quizá hoy más que nunca— despierta en mí el orden de esas tres palabras,
pronunciadas con total indiferencia, como quien te pide que le pases la sal o
le acerques el pan: «recomiéndame un libro». Nada más procesar la información,
nuestro cerebro sufre un cortocircuito: se abruma, resetea y olvida el
noventa por ciento de los títulos que, en condiciones normales, tardaríamos
horas en enumerar. Un libro. ¿Qué libro, Dios mío? ¿Qué digo yo ahora?
Agobiados por el atoramiento mental, nos vemos entre la espada y la pared y
casi preferiríamos que no nos hubieran hecho semejante proposición, pues
nuestra reputación está, de repente, en juego: nos imaginamos a quien ha
solicitado el libro aparcándolo y diciéndole a quien le acompañe en la cama esa
noche: «menudo
churro de libro». En
ese caso, nosotros tendremos todavía más culpa que el propio autor por el
contenido. ¿Por qué es tan difícil acertar ante semejante petición? Es una
cuestión de gustos, pensará la mayoría, y efectivamente, sobre gustos no se
disputa. Pero yo creo que recomendar un libro es mucho más que eso, y la
auténtica dificultad estriba en la responsabilidad que conlleva.
No podemos recomendar una obra cualquiera, al
azar, sin tener en cuenta quién y en qué momento de su vida nos está pidiendo
un libro. Soy de la opinión, como dice el Eclesiastés, de que cada cosa tiene
su tiempo, y si alguien solicita un libro en un momento concreto de su vida, es
porque necesita un libro concreto, y de ti depende el mayor o menor acierto en
tu contribución a esa mágica confabulación astral en la que tal vez un
adolescente de dieciséis años acaba de sentir curiosidad, por primera vez en su
vida, por el contenido de esos volúmenes amontonados durante años en la
estantería de su casa; quizá sea una tía tuya, madre de familia atrapada en un
matrimonio del que se arrepintió con el nacimiento de su primer hijo, quien
solicite una vía de escape en forma de libro; puede que sea alguien por quien
sientes un cariño especial, quizás incluso amor, el que te reconozca en las
palabras de quien elegiste —o no— para que hiciera de tu Cyrano personal; o tal
vez quien necesita la lectura no sea más que un amigo que acaba de sufrir una
pérdida irreparable. Si optamos, por ejemplo, por La Jungla, de Upton Sincalir, podemos quitarle las ganas de comer
carne al más ávido carnívoro, del mismo modo que podemos quitarle las ganas de
leer definitivamente a un adolescente si le plantamos delante Los Trabajos de Persiles y Sigismunda. Sea
como fuere, los libros guardan un potencial especial que nos conviene no
obviar, pues una buena recomendación puede ser el comienzo de una hermosa
amistad. No en vano pensaba Proust que se lee para conocerse mejor a uno mismo,
y mantenía Sartre que se escribe para ser leído.
Claro que también debemos ser cautos en la
forma en la que recomendamos obras, pues, en palabras de mi muy amado Henry
Miller: en cuanto usted elogia demasiado
un libro, provoca resistencia en su posible lector. Él creía que el buen
lector gravitaba por sí mismo hacia los buenos libros, que los descubriría por
su cuenta y a su manera. Recomendaba incluso tratar de desalentar al lector
como hacían los gurús de la india y el Tibet con sus discípulos, algo que, en
mi caso, funcionó a las mil maravillas con Kafka: no hacía más que oír hablar
pestes de su Metamorfosis en mi
familia, lo que bastó para hacerme buscar como loco esa obra y disfrutarla como
pocas ante su irreverente, desagradable,
absurdo y un sinfín de descalificativos referentes a su contenido en boca
de quien ahora, frente a mis elogios, desdice haber dicho nunca semejantes barbaridades
acerca del escritor austriaco. En mi caso fue así como comencé mi incursión en
el mundo de los libros, pero han sido muchas las ocasiones en las que he pedido
recomendación (y la primera que me hicieron fue, curiosamente, Las Metamorfosis, de Ovidio, lo que me
hace pensar hasta qué punto puede cambiar —o crecer— una persona mediante la
lectura).
En caso de que alguien me pida un libro, si
bien procuraré ser escueto en la justificación de mi elección, tendré muy en
cuenta la responsabilidad a la que me enfrento, pues considero que prestar —o
recomendar— un libro es como plantar una semilla.
Hay una preciosa reflexión en el prólogo a la
segunda edición de Idea, de Panofsky,
que dice así:
Si los libros estuvieran sujetos a las mismas
disposiciones legales que los preparados farmacéuticos, debería llevar cada
ejemplar impreso en la cubierta «Utilizar
con precaución», o como decía en los antiguos botes de farmacia: CAUTIUS.
Para
mí, sin duda alguna, todas las obras llevan impresa esa advertencia en tinta
invisible. No se trata, pues, de hacer leer a nadie lo que manda el erudito
de turno (imagínense a un rancio filólogo cubierto de polvo y polillas
rebuscando en los oscuros sótanos de cualquier universidad la obra que
considerará más elevada frente a aquellas sobre las que cae la luz del día),
sino de actuar a modo del buen doctor —o avispada alcahueta—: elaborando un
cuadro médico, un perfil adecuado, y facilitando aquello que mayor bien hará a
quien necesita o requiere un reconstituyente.
El valor terapéutico de los libros, muy interesante
ReplyDeleteGracias!
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