Tuesday, August 25, 2015

Observaciones sobre el máster de Profesorado



Algunas observaciones sobre el máster universitario Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanza de Idiomas en su especialidad de Ciencias Sociales e impartido por la UGR (Universidad de Granada)[1].

Alejandro Molina.


Recuerdo con mastodóntica nitidez algunos de los momentos más increíbles de este máster, y los tildo de increíbles porque aun a día de hoy me cuesta creer que fueran reales, que sucedieran, que constituyeran el grueso, la norma, de un máster de postgrado por el que había pagado una cifra con tres ceros y que se suponía que iba a enseñarme a ser profesor. Varios de estos momentos se los debo a dos pedagogos. Pero antes de pasar a detallar estas hazañas, permitidme que enumere, grosso modo, los decretos fundamentales que el noventa y cinco por ciento de los docentes debían aceptar, las condiciones necesarias —sine qua non— para ejercer su labor en el máster:
1.      Serás un incompetente en tu materia y no transmitirás el más mínimo conocimiento de la misma ni te implicarás en ella.
2.      Serás elegido a dedillo para ejercer el puesto que engrose tu currículum (y por tanto, tu cuenta bancaria), y nadie será capaz de explicar qué demonios haces dando la clase que estás dando.
2.1.            Otros serán escogidos mediante conjuros especialmente elaborados para resucitar momias del Pleistoceno; para esta clase de docentes será aún más difícil explicar por qué imparten la materia que imparten.
3.      No tendrás la más mínima experiencia en el mundo de la secundaria más allá de la tuya propia en un instituto allá por el franquismo, no pudiendo, de ese modo, enseñar nada al respecto.
4.      Atosigarás al alumnado con trabajos absurdos y sin sentido para después no leerlos, con la única finalidad de confundirlos y poder justificar las calificaciones que has puesto mediante tiradas 3D+2[2].
5.      Sustituirás tu cerebro por un PowerPoint diseñado por un simio daltónico.
6.      Colaborarás con la imperante desinformación administrativa a través de tu incapacidad para encender un ordenador o conectarte a la red de la universidad.
7.      No enseñarás, bajo ningún concepto, a elaborar una unidad didáctica, ni sabrás lo que es.
8.      Pasarás lista como en un regimiento para controlar la asistencia, a no ser que ese día no te apetezca y pases un folio para que sea firmado por los asistentes; sea cual fuere la metodología escogida, lo harás al finalizar la clase y te tomará al menos diez minutos.

Ahora bien, pasemos a las prometidas observaciones.
El máster comenzó con una reveladora presentación a la que asistía el alumnado de todas las especialidades y en la que, lejos de aclararnos algo acerca del funcionamiento del mismo, nos contaron un par de chistes y admitieron que no tenían ni idea de la mitad de las cuestiones que les hacíamos, o de cuál iba a ser la dinámica de las nuevas modalidades ofertadas. En las presentaciones posteriores, enfocadas a las asignaturas que íbamos comenzando, se conformaron con reírse de nosotros por el dinero que estábamos pagando, por los horarios a los que éramos sometidos, y por el número ingente de alumnos por clase (que rozaba el centenar, lo que hacía imposible una docencia pormenorizada y especializada, como se supone que debe ser en postgrado).
Las clases comenzaron con un curioso bloque de tres asignaturas. Para una de ellas escogieron a un ciborg de último diseño revestido con la piel de una mujer y que, después de dejarnos bien claro que los monos no poseen un sistema educativo, recitaba el BOJA y las leyes de educación de cabo a rabo con ese deshumanizado tono de contestador automático capaz de eliminar más neuronas por minuto que todas aquellas drogas de las que el docente de otra asignatura decía que consumían los adolescentes, a quienes tenía por una rara especie difícil de comprender y a la que, según nos contó —con marcado acento de Félix Rodríguez de la Fuente—: les sale pelo en sus partes, tienen la libido por las nubes, a algunos les da por vomitar y a otros por pegarle al de al lado, a unos no les gusta estudiar, y tú, como profesor, no puedes estamparles la cara contra la pizarra. Para esta soberbia recopilación de revelaciones fueron necesarias como diez clases de dos horas cada una.
¿Qué aprendí de todo este insufrible bloque de asignaturas sin sentido? Que los monos no tienen profesores (ni los ciborgs corazón), y que los adolescentes son algo así como criaturas del espacio diseccionadas por psicopedagogos y almacenadas en un extraño edificio conocido como instituto.
Pero lo más interesante de todo sucedió en el siguiente bloque, que debía de ser especialmente dificultoso, pues para una de las asignaturas necesitaron a los dos pedagogos que mencioné al principio, y para otra, nada menos que a cuatro profesores de universidad.
El primero de los pedagogos tenía la costumbre de llegar a clase como a hurtadillas, mas no por una capacidad arácnida de pasar desapercibido, sino por ser una de esas personas con tan escasa presencia, de tan insulsa existencia (me pregunté incluso si proyectaría sombra), que se cuelan entre la multitud sin que nadie los advierta. Se sentaba en su pupitre y entonces alguien miraba de improviso al lugar, se callaba, y la clase, por efecto dominó, lo imitaba. Y ahí estábamos todos, mirando a aquel espectro sobrecogedor que, de repente, abría la boca y comenzaba a murmurar el contenido de la asignatura con el mismo nivel de voz con el que una vieja beata recita por millonésima vez un rosario. Nadie le pedía que hablara más fuerte puesto que lo único que hacía era leer lo que proyectaba el PowerPoint (oh, prodigiosa herramienta sin la cual he visto a cuatro profesores juntos tratando de arreglar un ordenador, pálidos y paralizados por puro terror de no poder continuar la clase sin una diapositiva que leer). Si alguna vez has ido a misa, ya puedes imaginarte la clase de este hombre, solo que en misa pasan más cosas, es más ameno. El profesor (una especie de ameba, o más bien: una ameba sedada) no tenía el más mínimo interés por lo que sucedía en clase, ni por nosotros, ni por enseñar nada —aunque esto se lo perdonamos: no había nada que enseñar en sus diapositivas—, pero la anécdota más increíble fue aquella en la que, en mitad de uno de sus inaudibles y verborréicos murmullos se quedó en silencio (muchos de nosotros manteníamos una ardua lucha contra nuestros párpados), y recordó que había dejado el coche en línea azul y necesitaba recargar su plaza. Ni corto ni perezoso, nos pidió suelto (un alma caritativa se apiadó del paria), y recibida la propina, se fue a echar el dinero. Volvió al cabo de un rato y retomó su soporífera labor.
Entre sus más destacadas aptitudes se encontraba la capacidad para esquivar toda aquella conversación cuyo contenido le superaba. Véase por ejemplo, cuando al parecer estudiábamos una parte del temario acerca del conocimiento objetivo y subjetivo, cómo se defendió ante una argumentación solipsista por parte de uno de los alumnos: "la realidad es como es" (sic), y la conocía sin duda al dedillo, pues otra de sus especialidades era el dominio de la descripción del tejido espacio-temporal. Un día nos enseñó lo que era el pasado: "el lunes —decía, siendo miércoles— no vine a clase porque estaba malo. Nos hemos situado en el pasado"(sic). ¿No es increíble? (Aún hoy me pregunto por qué fueron necesarias estas aclaraciones). Para hacer aún más patente su dominio de la física cuántica, nos enseñó también lo que era el futuro, preguntando a un alumno: "cuando acabe el curso, tendré mi certificado. ¿Dónde nos hemos situado?"(sic), y el alumno, altamente cualificado y aventajado años luz a nosotros, contestó: “en el futuro”.
¿Qué aprendí con él, aparte de a situarme espacial y temporalmente? Un día aprendí que el Sevilla jugaba contra el Madrid (así que salimos antes de clase); otro día, que el Madrid había fichado a un tal Odergar (no pienso molestarme en saber cómo se escribe este nombre) ya que lo utilizó como ejemplo de qué es la juventud —por lo que imaginé que el tal Odergar era uno de esos seres espaciales con pelos en sus partes—, y otro, que habían echado a los chunguitos de gran hermano, algo de lo que se habló largo y tendido en clase. No es mucho, pero ya me llevaba más que de asignaturas anteriores.
El otro pedagogo que vino a reforzar la asignatura, padecía lo que yo llamo el síndrome de Coelho, es decir, una insufrible vena profética que te predispone a exaltar los valores más edulcorados de la historia y los tópicos más trillados, así como a reducir ad absurdum cuestiones y conceptos que han supuesto auténticos quebraderos de cabeza a eminentes pensadores: la vida, el arte, la creación y la creatividad, la felicidad, la enseñanza y la tragedia.
Entró en clase animándonos al principio —y obligándonos después— a sentarnos en las primeras filas, como esos grupos de música terriblemente malos  que le dicen al público que se acerque a ellos, incapaces de comprender que el problema es su música. Inconexo, incomprensible, caótico, este hombre —insufrible de principio a fin—, paseaba de arriba abajo en las clases sin nada que decir, improvisando el contenido con disertaciones del tipo “¿qué es la educación?, ¿cómo viven las esponjas marinas? ¡La música! ¿Qué es la música? Educar es hacer música, la música y la educación son gemelas, ¿a qué huele la educación?”, y otros anuncios de compresas por el estilo. Sus clases eran sesiones de autoayuda de las que no podía extraerse nada coherente, pues no hay coherencia posible en los desvaríos preparados cinco minutos antes de entrar a un aula del mismo modo que entrarías como moderador a un congreso para papagayos hasta el tuétano de anfetaminas. ¿Su momento estelar? Sin duda alguna, cuando abría, sin el más mínimo viso de humildad, el libro orgullosamente por él escrito, su magna obra cuyo título a Dios doy gracias por no recordar, del que manaban pasajes que, con la modulación de voz que requiere la sabiduría suprema, tenía la bondad de leernos, y que habrían hecho vomitar a Séneca y llorar sangre a Voltaire. Huelga decir que, lejos de no aprender nada, nadie fue capaz de explicar, sin recurrir a teorías conspiranoicas, qué cojo*** estaba pasando en esa clase.  
Para terminar, me gustaría rescatar algunas anécdotas de aquellos profesores que se encargarían de enseñarnos a enseñar Historia y Geografía.
En la parte de Geografía, se nos mandó un trabajo para el que era necesario tener Facebook, además de un portátil en clase. Ni mi grupo de trabajo ni yo disponíamos de portátil, amén de que algunos no teníamos Facebook, y cuando se lo comunicamos al profesor, ¿qué solución nos dio? Ninguna. Continuó paseando por el aula mientras engordaba su cuenta corriente. ¿Y en qué consistía el trabajo? En agrupar refranes para saber si hablaban del invierno o del verano. Al parecer, es esencial para los alumnos de secundaria saber si en Alicante va a llover o no en base a las nubes que vemos en el horizonte. ¿Siguiente trabajo? Sacarnos a la pizarra para que interpretemos mapas del tiempo que no nos han enseñado a interpretar — a no ser que enseñarnos a interpretar un mapa consista en señalar unas líneas y decirnos: “esto es vaguada y esto isoisa”; "¿alguna duda?"—, mientras el resto de la clase espera para la actuación de la mujer barbuda y los elefantes bailarines, pues no puede tildarse más que de circo semejante despropósito lectivo.
Por la parte que toca a enseñanza de la Historia, the Oscar goes to aquel de cuya boca han salido joyas como las siguientes:
1.      "¿Cuándo tengo que poner las notas, lo sabéis?".
2.      "Esta asignatura se llama....” [acto seguido lo busca entre papeles].
3.      "Los criterios de evaluación no los he leído".
4.      "Yo nunca he dado clase en secundaria".
5.      "¿Cómo se llamaba el que escribió El origen de las especies?".
Bien, este profesor se dedicó a dictarnos durante dos horas y media una clase de historia de instituto sin levantar la cabeza del papel, mientras los alumnos, atónitos, se preguntaban mediante miradas cruzadas: ¿qué está pasando aquí? El profesor, además, no se molestaba en escribir en la pizarra los nombres propios (alemanes, italianos, etc…) que pronunciaba con el acento que le venía en gana.
Terminada la clase, un valiente eleva la voz entre el resto y le pregunta al profesor que si todas las clases van a ser así, es decir, con él leyendo de un folio, durante dos horas y media, contenidos que ya habíamos visto en la carrera. O lo que es lo mismo: ¿no nos van a enseñar a enseñar la historia, a hacer algo de provecho para cuando nos enfrentemos a una clase de instituto? El profesor, ofendido en su orgullo docente, reaccionando de la peor forma imaginable, entabló una maleducada y dañina discusión a voces con el estudiante, lo que provocó que el resto del alumnado hiciera mutis por el foro, por si les salpicaba algo y no aprobaban la asignatura de turno. ¿Y cuál fue el resultado de semejante algarabía? Después de varias amenazas, el profesor tomó —muy en consonancia con su parte[3] de la asignatura— medidas inquisitoriales, y triplicó la carga de trabajos y deberes a toda la clase, en un ejemplo sin parangón de profesionalidad y compromiso docente. ¿Qué se aprendió con él? Que a la autoridad no se la cuestiona, que con la Inquisición no se juega, y que debemos adorar al Gran Hermano.

¿Conclusión? Los profesores de instituto son personas dignas de admiración (aun habiendo de todo, como hay en todas partes), de las que tenemos muchísimo que aprender, y es que las prácticas en el instituto fueron lo único con sentido en este año insufrible y surrealista, este año de mi vida totalmente perdido y que nadie va a devolverme. Por qué está en manos de la universidad este máster es algo que soy absolutamente incapaz de comprender.  Después de pagar una cifra de tres ceros —y pagar después una cantidad de tres cifras en caso de que quieras que te den el título—, me pregunto si semejante cantidad es justa, teniendo en cuenta que lo expuesto durante el artículo es sólo un pequeño porcentaje de lo que constituyó todo el máster. Para mí, la palabra engaño se queda muy, pero que muy corta. 


[1] Este artículo no es más que el relato personal de mi visión particular en el máster cuya histriónica denominación figura en el título del artículo, visión que me apetece compartir y que encuentro de interés para aquellos lectores que deseen conocer mi experiencia.
[2] 3 dados más 2, tipo de tirada en juegos de rol.
[3] La calificación de esta asignatura, al estar dividida en cuatro partes, estaba sometida a uno de esos absurdos repartos de porcentajes cuya explicación por parte de los profesores recordaba a aquella famosa “la parte contratante de la primera parte, será considerada como la parte contratante de la primera parte…”, de Una noche en la ópera.

2 comments:

  1. "Entró en clase animándonos al principio —y obligándonos después— a sentarnos en las primeras filas, como esos grupos de música terriblemente malos que le dicen al público que se acerque a ellos" Me encanta!!!
    FDO: tu enamorado secreto

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    1. Qué gozo saber que además de leerme, te enamoro.
      Gracias por dedicar minutos de tu tiempo a leer lo que me obliga a decir la química de mis neuronas.

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