Algunas observaciones sobre el máster
universitario Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación
Profesional y Enseñanza de Idiomas en su
especialidad de Ciencias Sociales e impartido por la UGR (Universidad de
Granada)[1].
Alejandro Molina.
Recuerdo con mastodóntica nitidez
algunos de los momentos más increíbles de este máster, y los tildo de
increíbles porque aun a día de hoy me cuesta creer que fueran reales, que
sucedieran, que constituyeran el grueso, la norma, de un máster de postgrado
por el que había pagado una cifra con tres ceros y que se suponía que iba a
enseñarme a ser profesor. Varios de estos momentos se los debo a dos pedagogos.
Pero antes de pasar a detallar estas hazañas, permitidme que enumere, grosso
modo, los decretos fundamentales que el noventa y cinco por ciento de los
docentes debían aceptar, las condiciones necesarias —sine qua non— para ejercer su labor en el máster:
1. Serás un incompetente en tu materia y no
transmitirás el más mínimo conocimiento de la misma ni te implicarás en ella.
2. Serás elegido a dedillo para ejercer el puesto
que engrose tu currículum (y por tanto, tu cuenta bancaria), y nadie será capaz
de explicar qué demonios haces dando la clase que estás dando.
2.1.
Otros serán escogidos
mediante conjuros especialmente elaborados para resucitar momias del
Pleistoceno; para esta clase de docentes será aún más difícil explicar por qué imparten
la materia que imparten.
3. No tendrás la más mínima experiencia en el
mundo de la secundaria más allá de la tuya propia en un instituto allá por el
franquismo, no pudiendo, de ese modo, enseñar nada al respecto.
4. Atosigarás al alumnado con trabajos absurdos
y sin sentido para después no leerlos, con la única finalidad de confundirlos y
poder justificar las calificaciones que has puesto mediante tiradas 3D+2[2].
5. Sustituirás tu cerebro por un PowerPoint diseñado por un simio
daltónico.
6. Colaborarás con la imperante desinformación
administrativa a través de tu incapacidad para encender un ordenador o
conectarte a la red de la universidad.
7. No enseñarás, bajo ningún concepto, a
elaborar una unidad didáctica, ni sabrás lo que es.
8. Pasarás lista como en un regimiento para
controlar la asistencia, a no ser que ese día no te apetezca y pases un folio
para que sea firmado por los asistentes; sea cual fuere la metodología
escogida, lo harás al finalizar la clase y te tomará al menos diez minutos.
Ahora bien, pasemos a las
prometidas observaciones.
El máster comenzó con una
reveladora presentación a la que asistía el alumnado de todas las
especialidades y en la que, lejos de aclararnos algo acerca del funcionamiento
del mismo, nos contaron un par de chistes y admitieron que no tenían ni idea de
la mitad de las cuestiones que les hacíamos, o de cuál iba a ser la dinámica de
las nuevas modalidades ofertadas. En las presentaciones posteriores, enfocadas
a las asignaturas que íbamos comenzando, se conformaron con reírse de nosotros
por el dinero que estábamos pagando, por los horarios a los que éramos
sometidos, y por el número ingente de alumnos por clase (que rozaba el centenar,
lo que hacía imposible una docencia pormenorizada y especializada, como se
supone que debe ser en postgrado).
Las clases comenzaron con un curioso
bloque de tres asignaturas. Para una de ellas escogieron a un ciborg de último
diseño revestido con la piel de una mujer y que, después de dejarnos bien claro
que los monos no poseen un sistema educativo, recitaba el BOJA y las leyes de
educación de cabo a rabo con ese deshumanizado tono de contestador automático capaz
de eliminar más neuronas por minuto que todas aquellas drogas de las que el
docente de otra asignatura decía que consumían los adolescentes, a quienes
tenía por una rara especie difícil de comprender y a la que, según nos contó —con
marcado acento de Félix Rodríguez de la Fuente—: les sale pelo en sus partes, tienen
la libido por las nubes, a algunos les da por vomitar y a otros por pegarle al
de al lado, a unos no les gusta estudiar, y tú, como profesor, no puedes estamparles
la cara contra la pizarra. Para esta soberbia recopilación de revelaciones fueron
necesarias como diez clases de dos horas cada una.
¿Qué aprendí de todo este
insufrible bloque de asignaturas sin sentido? Que los monos no tienen
profesores (ni los ciborgs corazón), y que los adolescentes son algo así como
criaturas del espacio diseccionadas por psicopedagogos y almacenadas en un
extraño edificio conocido como instituto.
Pero lo más interesante de todo
sucedió en el siguiente bloque, que debía de ser especialmente dificultoso,
pues para una de las asignaturas necesitaron a los dos pedagogos que mencioné
al principio, y para otra, nada menos que a cuatro profesores de universidad.
El primero de los pedagogos tenía
la costumbre de llegar a clase como a hurtadillas, mas no por una capacidad
arácnida de pasar desapercibido, sino por ser una de esas personas con tan
escasa presencia, de tan insulsa existencia (me pregunté incluso si proyectaría
sombra), que se cuelan entre la multitud sin que nadie los advierta. Se sentaba
en su pupitre y entonces alguien miraba de improviso al lugar, se callaba, y la
clase, por efecto dominó, lo imitaba. Y ahí estábamos todos, mirando a aquel
espectro sobrecogedor que, de repente, abría la boca y comenzaba a murmurar el
contenido de la asignatura con el mismo nivel de voz con el que una vieja beata
recita por millonésima vez un rosario. Nadie le pedía que hablara más fuerte
puesto que lo único que hacía era leer lo que proyectaba el PowerPoint (oh, prodigiosa herramienta
sin la cual he visto a cuatro profesores juntos tratando de arreglar un
ordenador, pálidos y paralizados por puro terror de no poder continuar la clase
sin una diapositiva que leer). Si alguna vez has ido a misa, ya puedes
imaginarte la clase de este hombre, solo que en misa pasan más cosas, es más
ameno. El profesor (una especie de ameba, o más bien: una ameba sedada) no
tenía el más mínimo interés por lo que sucedía en clase, ni por nosotros, ni
por enseñar nada —aunque esto se lo perdonamos: no había nada que enseñar en
sus diapositivas—, pero la anécdota más increíble fue aquella en la que, en
mitad de uno de sus inaudibles y verborréicos murmullos se quedó en silencio
(muchos de nosotros manteníamos una ardua lucha contra nuestros párpados), y
recordó que había dejado el coche en línea azul y necesitaba recargar su plaza.
Ni corto ni perezoso, nos pidió suelto (un alma caritativa se apiadó del
paria), y recibida la propina, se fue a echar el dinero. Volvió al cabo de un rato
y retomó su soporífera labor.
Entre sus más destacadas
aptitudes se encontraba la capacidad para esquivar toda aquella conversación
cuyo contenido le superaba. Véase por ejemplo, cuando al parecer estudiábamos una
parte del temario acerca del conocimiento objetivo y subjetivo, cómo se
defendió ante una argumentación solipsista por parte de uno de los alumnos: "la
realidad es como es" (sic), y la conocía sin duda al dedillo, pues otra de
sus especialidades era el dominio de la descripción del tejido espacio-temporal.
Un día nos enseñó lo que era el pasado: "el lunes —decía, siendo
miércoles— no vine a clase porque estaba malo. Nos hemos situado en el
pasado"(sic). ¿No es increíble? (Aún hoy me pregunto por qué fueron
necesarias estas aclaraciones). Para hacer aún más patente su dominio de la
física cuántica, nos enseñó también lo que era el futuro, preguntando a un
alumno: "cuando acabe el curso, tendré mi certificado. ¿Dónde nos hemos
situado?"(sic), y el alumno, altamente cualificado y aventajado años luz a
nosotros, contestó: “en el futuro”.
¿Qué aprendí con él, aparte de a
situarme espacial y temporalmente? Un día aprendí que el Sevilla jugaba contra
el Madrid (así que salimos antes de clase); otro día, que el Madrid había
fichado a un tal Odergar (no pienso molestarme en saber cómo se escribe este
nombre) ya que lo utilizó como ejemplo de qué es la juventud —por lo que
imaginé que el tal Odergar era uno de esos seres espaciales con pelos en sus
partes—, y otro, que habían echado a los chunguitos de gran hermano, algo de lo
que se habló largo y tendido en clase. No es mucho, pero ya me llevaba más que
de asignaturas anteriores.
El otro pedagogo que vino a
reforzar la asignatura, padecía lo que yo llamo el síndrome de Coelho, es decir, una insufrible vena profética que te predispone
a exaltar los valores más edulcorados de la historia y los tópicos más
trillados, así como a reducir ad absurdum
cuestiones y conceptos que han supuesto auténticos quebraderos de cabeza a eminentes
pensadores: la vida, el arte, la creación y la creatividad, la felicidad, la
enseñanza y la tragedia.
Entró en clase animándonos al
principio —y obligándonos después— a sentarnos en las primeras filas, como esos
grupos de música terriblemente malos que
le dicen al público que se acerque a ellos, incapaces de comprender que el
problema es su música. Inconexo, incomprensible, caótico, este hombre —insufrible
de principio a fin—, paseaba de arriba abajo en las clases sin nada que decir,
improvisando el contenido con disertaciones del tipo “¿qué es la educación?, ¿cómo
viven las esponjas marinas? ¡La música! ¿Qué es la música? Educar es hacer
música, la música y la educación son gemelas, ¿a qué huele la educación?”, y
otros anuncios de compresas por el estilo. Sus clases eran sesiones de
autoayuda de las que no podía extraerse nada coherente, pues no hay coherencia posible
en los desvaríos preparados cinco minutos antes de entrar a un aula del mismo
modo que entrarías como moderador a un congreso para papagayos hasta el tuétano
de anfetaminas. ¿Su momento estelar? Sin duda alguna, cuando abría, sin el más
mínimo viso de humildad, el libro orgullosamente por él escrito, su magna obra
cuyo título a Dios doy gracias por no recordar, del que manaban pasajes que,
con la modulación de voz que requiere la sabiduría suprema, tenía la bondad de
leernos, y que habrían hecho vomitar a Séneca y llorar sangre a Voltaire. Huelga
decir que, lejos de no aprender nada, nadie fue capaz de explicar, sin recurrir
a teorías conspiranoicas, qué cojo***
estaba pasando en esa clase.
Para terminar, me gustaría
rescatar algunas anécdotas de aquellos profesores que se encargarían de
enseñarnos a enseñar Historia y Geografía.
En la parte de Geografía, se nos
mandó un trabajo para el que era necesario tener Facebook, además de un portátil en clase. Ni mi grupo de trabajo ni
yo disponíamos de portátil, amén de que algunos no teníamos Facebook, y cuando se lo comunicamos al
profesor, ¿qué solución nos dio? Ninguna. Continuó paseando por el aula
mientras engordaba su cuenta corriente. ¿Y en qué consistía el trabajo? En
agrupar refranes para saber si hablaban del invierno o del verano. Al parecer,
es esencial para los alumnos de secundaria saber si en Alicante va a llover o
no en base a las nubes que vemos en el horizonte. ¿Siguiente trabajo? Sacarnos
a la pizarra para que interpretemos mapas del tiempo que no nos han enseñado a
interpretar — a no ser que enseñarnos a interpretar un mapa consista en señalar
unas líneas y decirnos: “esto es vaguada y esto isoisa”; "¿alguna duda?"—, mientras el resto de la clase
espera para la actuación de la mujer barbuda y los elefantes bailarines, pues
no puede tildarse más que de circo semejante despropósito lectivo.
Por la parte que toca a enseñanza
de la Historia, the Oscar goes to
aquel de cuya boca han salido joyas como las siguientes:
1. "¿Cuándo tengo que poner las notas, lo
sabéis?".
2. "Esta asignatura se llama....” [acto
seguido lo busca entre papeles].
3. "Los criterios de evaluación no los he
leído".
4. "Yo nunca he dado clase en
secundaria".
5. "¿Cómo se llamaba el que escribió El origen de las especies?".
Bien, este profesor se dedicó a
dictarnos durante dos horas y media una clase de historia de instituto sin
levantar la cabeza del papel, mientras los alumnos, atónitos, se preguntaban
mediante miradas cruzadas: ¿qué está pasando aquí? El profesor, además, no se
molestaba en escribir en la pizarra los nombres propios (alemanes, italianos,
etc…) que pronunciaba con el acento que le venía en gana.
Terminada la clase, un valiente
eleva la voz entre el resto y le pregunta al profesor que si todas las clases
van a ser así, es decir, con él leyendo de un folio, durante dos horas y media,
contenidos que ya habíamos visto en la carrera. O lo que es lo mismo: ¿no nos
van a enseñar a enseñar la historia, a hacer algo de provecho para cuando nos
enfrentemos a una clase de instituto? El profesor, ofendido en su orgullo
docente, reaccionando de la peor forma imaginable, entabló una maleducada y dañina
discusión a voces con el estudiante, lo que provocó que el resto del alumnado
hiciera mutis por el foro, por si les salpicaba algo y no aprobaban la
asignatura de turno. ¿Y cuál fue el resultado de semejante algarabía? Después de
varias amenazas, el profesor tomó —muy en consonancia con su parte[3]
de la asignatura— medidas inquisitoriales, y triplicó la carga de trabajos y
deberes a toda la clase, en un ejemplo sin parangón de profesionalidad y
compromiso docente. ¿Qué se aprendió con él? Que a la autoridad no se la
cuestiona, que con la Inquisición no se juega, y que debemos adorar al Gran
Hermano.
¿Conclusión? Los profesores de
instituto son personas dignas de admiración (aun habiendo de todo, como hay en
todas partes), de las que tenemos muchísimo que aprender, y es que las
prácticas en el instituto fueron lo único con sentido en este año insufrible y surrealista,
este año de mi vida totalmente perdido y que nadie va a devolverme. Por qué
está en manos de la universidad este máster es algo que soy absolutamente incapaz
de comprender. Después de pagar una
cifra de tres ceros —y pagar después una cantidad de tres cifras en caso de que
quieras que te den el título—, me pregunto si semejante cantidad es justa,
teniendo en cuenta que lo expuesto durante el artículo es sólo un pequeño
porcentaje de lo que constituyó todo el máster. Para mí, la palabra engaño se queda muy, pero que muy corta.
[1]
Este artículo
no es más que el relato personal de mi visión particular en el máster cuya histriónica
denominación figura en el título del artículo, visión que me apetece compartir y
que encuentro de interés para aquellos lectores que deseen conocer mi
experiencia.
[2] 3 dados más 2, tipo de
tirada en juegos de rol.
[3]
La calificación de esta asignatura, al estar dividida en cuatro partes, estaba sometida a uno de
esos absurdos repartos de porcentajes cuya explicación por parte de los
profesores recordaba a aquella famosa “la parte contratante de la primera
parte, será considerada como la parte contratante de la primera parte…”, de Una noche en la ópera.
"Entró en clase animándonos al principio —y obligándonos después— a sentarnos en las primeras filas, como esos grupos de música terriblemente malos que le dicen al público que se acerque a ellos" Me encanta!!!
ReplyDeleteFDO: tu enamorado secreto
Qué gozo saber que además de leerme, te enamoro.
DeleteGracias por dedicar minutos de tu tiempo a leer lo que me obliga a decir la química de mis neuronas.